Después de la indicación de Juan el Bautista, C. Jennens, el libretista, nos va a sumergir, como sugería el coro en el pasaje anterior, en el cuarto cántico del Siervo de YHWH, para lo cual Händel va a hacer uso de una tesitura más grave, pero sin brusquedad; en vez de la soprano, será la contralto la que nos va a decir qué significa ser el Cordero/Siervo de Dios:
Despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos (Is 53,3).
Cuando Juan el Bautista nos lo ha señalado entre los hombres, cuando alguien anuncia el Evangelio, invita a volver la mirada, la atención, los anhelos y deseos más profundos, hacia alguien que es despreciado y evitado por los hombres. Jesús es precisamente aquél que antes de la conversión ha sido despreciado y evitado por mí, es aquél a quien desprecio y evito cada vez que decido construir la vida desde mí mismo y de espaldas a Dios. Y la conversión está precisamente aquí, mirar con ojos nuevos a quien antes rechazaba. Pero quien anuncia el Evangelio, no señala al despreciado de los hombres como alguien ajeno a él mismo, sino como alguien por él querido, como aquél que es el centro de su corazón, el sentido último de su vida y su vida misma. Por ello, el heraldo señala al Siervo de YHWH en la medida que él mismo también se ha hecho, para los hombres, alguien despreciado y evitado. Así de paradójica es la Buena Noticia, el Evangelio; la vida está donde se cree que está la muerte, lo verdaderamente codiciable es lo que se ha rechazado. Y el profeta continúa. El Cordero/Siervo es un varón de dolores, alguien acostumbrado al sufrimiento. No se trata simplemente de que pasivamente haya sufrido, esto es algo que le pasa a todos los hombres. Sino que ha hecho suyo el sufrimiento, se ha apropiado de él, lo ha hecho un hábito. Jesús es el manso, el que sabe escuchar en todo acontecimiento de la historia, también en los que solemos calificar como negativos, una palabra de amor de Dios. Por eso, ha escuchado con todo su ser esas palabras. También el pecado, también las que van directamente contra Dios, porque ni esas son un paño que pueda velar la luminosidad divina: "Aprendió sufriendo a obedecer" (Hb 5,8). El dolor no solamente fue palabra escuchada, sino amor al que respondió. Mas, aunque ahí se quede nuestro oratorio, Isaías continúa en ese versículo diciendo: "Ante el cual se ocultan los rostros" (Is 53,3). Y nosotros con San Agustín nos podríamos preguntar por qué, si en Él no hay nada atractivo, ¿cómo es que el salmista dice: "Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia? (Sal 45,3)" Los que están en vías de salvación, los que son atraídos por la Cruz, se dejan seducir por la belleza de su gloria.