A diario, camino del colegio, encontraba a un sacerdote esbelto, embutido en su sotana negra, con cara seria, pero sonriente, con dotes de mando por la posición de sus manos, con un paso acompasado.

Cuando nos cruzamos me sonreía, porque me había visto vestido de monaguillo portando la Cruz parroquial en los entierros, pero nunca se paró conmigo.

Cuando estuve en el Seminario comencé a tratarlo: era natural de Úbeda, llevaba la dirección del hospicio de niños y jóvenes, instalado en un convento dominico, sede de la primera universidad de Jaén, desamortizado en 1836 por un ministro masón. La institución que patrocinaba el internado era la Diputación Provincial.

A la vez, era el secretario general-canciller del Obispado de Jaén, donde iba todos los días a trabajar en su despacho. Además era el canónigo arcediano de la catedral.

Cuando llegó su jubilación, entró el proceso de deshabitación del clero, iba por la calle con un traje muy lejos de aquella solemne sotana que portaba cuando iba y volvía del Obispado.

Se llama don Rafael Pozas Lechuga. Un buen sacerdote, a quien deseo descanse en paz.

Tomás de la Torre Lendínez