Durante los siglos XIX y XX, la Iglesia mexicana pudo contar entre sus filas a varios obispos y arzobispos de calidad. No es que hoy no los haya, pero siempre es bueno recuperar la memoria histórica para aprender del pasado y construir un mejor presente para garantizar el futuro. Por ejemplo, la buena formación de los sacerdotes diocesanos es algo válido, necesario, para todos los tiempos. Esta vez, reflexionaremos sobre la vida y obra de Mons. Ramón Ibarra y González (18531917), primer arzobispo de Puebla, México. De mirada seria, valiente, fue un hombre congruente, de esos que se preocuparon por avivar las raíces cristianas de su país en tiempos marcados por la violencia de la revolución que de manera injusta persiguió a la Iglesia, de la que él fue una figura destacada por su coherencia a la vista de todos.
Nació el 22 de octubre de 1853 en Olinalá, Guerrero. Hijo de Miguel Ibarra y de María del Refugio González. De parte de su padre, tuvo ascendencia española. A los 15 años, comenzó sus estudios en el seminario de Puebla. Más tarde, en el año de 1877, ingresó al Colegio Pío Latinoamericano de Roma. El 21 de febrero de 1880, pudo ordenarse sacerdote en la basílica Lateranense. Durante el tiempo que pasó en la Ciudad Eterna, se doctoró en filosofía, teología y derecho tanto civil como canónico. El 5 de enero de 1890, fue consagrado obispo y destinado a la diócesis de Chilapa que abarcaba todo el estado de Guerrero. A través del P. Miguel Cuscó y Mir S.J., conoció a la Venerable Concepción Cabrera de Armida (18621937), laica y mística mexicana, quien le dio a conocer el espíritu de las Obras de la Cruz. Mons. Ibarra, tras aclarar ciertas dudas, se convirtió en su padre y protector. De ahí el impulso que le dio al Apostolado de la Cruz en diferentes puntos de México. Sin descuidar los demás aspectos de la fe, subrayó al Espíritu Santo, la cruz y la Santísima Virgen María bajo la advocación de Guadalupe. Durante su periodo en Chilapa, dio pasos concretos para responder a la situación de pobreza y falta de evangelización de las numerosas comunidades indígenas de la zona.
El 6 de julio de 1902, asumió como obispo de Puebla; sin embargo, por orden del Papa Pío X, en dicha sede episcopal, se erigió una nueva arquidiócesis, dándole el título de arzobispo en 1904. Tuvo siempre el pendiente de mejorar la formación del clero diocesano, a menudo descuidado por falta de recursos humanos y económicos. Varias veces puso de su propio dinero con tal de avivar la fe de los lugares en los que estuvo, impulsando toda clase de proyectos. Por solicitud de la Sra. Armida, inició los trámites ante el Papa Pío X para que pudiera fundarse la quinta y última Obra de la Cruz: los Misioneros del Espíritu Santo. El sumo pontífice dio el permiso y, gracias a la intervención de Mons. Ibarra, fueron fundados por el Venerable P. Félix de Jesús Rougier, el 25 de diciembre de 1914, en la capilla de las Rosas del Tepeyac. Un dato importante es que el arzobispo de Puebla pudo hacer votos privados como miembro de dicha congregación. Fue el primer Misionero del Espíritu Santo en morir. Llevó, como pectoral, la Cruz del Apostolado; signo claro de su perfil apostólico. Murió en la Ciudad de México con fama de santidad, el 30 de enero de 1917. Sus restos mortales descansan en la catedral de Puebla. Juan Pablo II, lo declaró “venerable” en 1990. Su causa de canonización continúa en Roma.
Fuentes consultadas:
www.arquidiocesisdepuebla.mx/index.php/arquidiocesis/obispos-y-arzobispos/arzobispos/9-excmo-sr-don-ramon-ibarra-y-gonzalez19041917 (25/02/15) a las 19 horas. y www.cidec.org.mx/ramonibarra.html (25/02/15) a las 2o horas.