Tras el anonimato requerido por el remitente y respetado por mí, recibo esta semblanza sacerdotal:
"En una pequeña diócesis española hubo un cura a primeros del siglo XX, quien fue ordenado cuando cumplió los 25 años de su edad. Era un hombre cuerdo, sensato, sensible, amable y entregado a su misión pastoral entre todos sus feligreses.
Comenzó en una parroquia de veinte vecinos; lo traladaron a otra localidad con 500 almas; y cuando, estalló la Guerra de Liberación, le habían dado el nombramiento de una parroquia de dos mil personas.
Allí, precisamente, fue donde los miembros de las izquierdas más hostiles y enemigas de nuestro Señor, los que tomaron a este santo sacerdote, cuyo nombre y apellidos omito adrede, lo encerraron en una cárcel improvisada, lo molieron a palos, le tuvieron sin comer, y sin beber agua, en el doloroso verano bélico. El pobre aguantó y con la ayuda del Señor y de su Madre María a quien siempre se encomendaba con el rezo del Santo Rosario, pudo resistir, hasta que a primeros de octubre las tropas nacionales entraron en el pueblo.
Al santo cura lo encontraron tirado en el suelo como un trapo viejo, metido dentro de una espuerta de esparto, llena de sus propias inmundicias humanas.
Tras pasar las revisiones médicas preceptivas, encontraron que había perdido su cordura, victima de los desafueros que le habían inferido.
Fue ingresado en el manicomio provincial, donde ya no sabía si era sacerdote, desconocía su filiación, ignoraba sus estudios. Solamente vivió hasta su muerte agarrado a un crucifijo, y con un gotero inyectado por donde tomaba la alimentación que la medicina le recetaba.
Sentado en su sillón de ruedas, lo encontraron muerto un 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen a los cielos.
La Madre tomó a este buen cura y lo llevó consigo a los cielos. Descanse en paz este mártir de nuestra Cruzada, aunque murió fuera del tiempo bélico."