Capítulo cuarto de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.

Entremos ahora en la casa del maestro de escuela King. Vivía éste en una casita situada junto a las murallas de la ciudad; en la parte posterior de su morada había un jardincillo muy bien cuidado, donde se entretenía agradablemente cuando no estaba al frente de la escuela. En este momento encontramos al buen hombre en un cenador, a la sombre de los floridos árboles y de camelias en flor. Ha puesto sus grandes gafas sobre una mesita y lo mismo ha hecho con el incómodo sombrero de forma singular y alas estrechas y levantadas, insignia de su dignidad de maestro. De vez en cuando fumaba en una larga pipa terminada en una pequeña cabeza y tomaba un sorbo de té de una taza pintada que estaba sobre la mesa.

-Otro día malo ha pasado -decía para sí- ¡Siempre el mismo trabajo con los niños desaplicados! El peor de ellos, La-men, ya no estará ahí: su padre me ha dicho en mi misma cara las mayores groserías y me ha amenazado con la cárcel y el tormento. ¡Buena está su gratitud! Y en verdad podría realizar sus amenazas  si el gran mandarín no me protegiera. Un consuelo para mí es que no todos sean de la misma talla. Aquí vienen el buen Yn y su hermano Kuan, excelentes niños y aventajados discípulos, de talento, aplicados y de buenos sentimientos. Su madre les ha dado muy buena educación. También entre mis antiguos discípulos hay algunos buenos, que permanecen siempre fieles a su maestro, como el joven Kim-y y su amigo Pirki. ¿Pero qué veo?... Estaba pensando en vosotros y he aquí que venís en este momento.

Diciendo estas palabras se levantó el maestro y salió al encuentro de los dos jóvenes que acaban de entrar en el jardín.

-¿Y eran cosas buenas en lo que pensabais, verdad? -dijo Kim-y sonriéndose-. ¿O acaso recordáis con disgusto las planas que hacíamos cuando estábamos en la escuela?

-¡Ojalá no tuviera otros disgustos! -respondió el maestro-. Si todos fueran como eráis vosotros y como son vuestros primos Yn y Kuan, la escuela sería un paraíso. Pero sentaos y quedaos un rato conmigo, que aquí se habla muy a gusto.

-Precisamente a eso hemos venido -dijo Pirki-. Hemos oído que leéis en la escuela con los niños el nuevo libro de la “Doctrina del Señor del cielo”, y queremos saber qué pensáis acerca de ella. Kim-y y yo, y la mayor parte de los que forman la Liga de la Rosa del mar somos entusiastas de ese libro, del cual hemos sacado copias por medio del padre de Kim-y-

-Y no sin razón. Jamás he leído cosa más sencilla, más clara y más elevada acerca de Dios y del hombre. Por lo cual he empezado a leer este libro a los niños de la escuela tan pronto como lo tenido copiado en hojas grandes.

Quizá causa extrañeza que el maestro King y los niños coreanos pudieran leer un libro chino, siendo así que la lengua de Corea es muy diferente de la china. La razón es que la escritura china no consta de letras, sino de signos o caracteres. Así los números que nosotros empleamos son entendidos por los italianos, franceses y polacos, etc., aunque en cada una de estas naciones haya una palabra diferentes para expresarlos. El número 10, por ejemplo, se pronuncia por nosotros con la palabra diez, por los franceses con dix, por los ingleses con ten, por los alemanes con tsehn, etcétera, pero todos entienden el signo 10.

De la misma manera, el signo chino 天, por ejemplo, significa “cielo”, y lo entienden los coreanos y japoneses, quienes, por otra parte, se sirven de palabras diferentes para nombrar este signo. Esta es la razón en virtud de la cual los libros chinos pueden ser leídos por los coreanos y japoneses, aunque estos ignoren del todo la lengua china.

-Ayer empecé esta lectura -continuó King- y hoy me anunciado La-men, el mandarín del supremo tribunal, primero: que el hijo de sus esperanzas no volverá más a mi escuela (por lo que doy gracias al cielo); segundo: que al punto cese en la lectura de este libro de los demonios de Occidente; y tercero, que si no obedezco habré de comparecer en juicio y que me esperan cárceles y tormentos.

-¡El borracho de La-men! -exclamó Kim-y- ¿Y qué ha hecho usted?

-He proseguido tranquilamente mi lectura, pero no sin antes visitar al gran mandarín y pedirle auxilio. Kim-mun me lo ha prometido, hablándome con admiración del libro de la doctrina del cielo. Acerca de la moral que el libro llama “los diez mandamientos de Dios”, me dijo muy admirado: “Algo semejante no indica Kon-fu-tse, el gran maestro de moral de la China”.

-Es verdad -dijo Pirki-, y cosa más sublime que la doctrina acerca del origen del mundo no nos ofrece ninguna religión conocida. Lo que todas ellas dicen y lo que dice el gran sabio Lao-tse, es locura y contradicción. Pero aquí, un Dios único, que precisamente existe en razón de ser Dios, que por pura bondad ha creado todas las cosas con solo su palabra: esto es tan sencillo como sublime.

-Indudablemente -observó Kim-y-. Pero el libro también contiene cosas muy difíciles. Allí se habla de la divina Trinidad y de la encarnación del Hijo de Dios y de un sacrificio incomprensible que ofrece esta religión de Occidente.

-También el gran mandarín me habló de estos misterios -añadio King-. Yo no pude explicárselos, pero le pregunté si sería posible que viniera algún maestro de la religión de Occidente, vestido de mercader, por ejemplo, para que nos esclareciera estos puntos oscuros del libro. Pero Kim-mun movió la cabeza y dijo que no se atrevía a tanto contra el poderoso partido de los Pik, el cual le destituiría de seguro con el auxilio de los bonzos.

-¿Y qué me diréis del medio que hemos acordado ayer en nuestra Liga de la Rosa del mar? -preguntó Pirki-. También nosotros creemos que algunas cosas del admirable libro no las podremos entender si alguien no nos lo explica. Entonces pensamos si sería posible que uno de nosotros fuera a Pekín con la embajada que dentro de poco ha de llevar al Hijo del cielo el tributo de nuestro rey, y preguntara a los maestros de Occidente.

Todos los años iba a Pekín una embajada compuesta por tres mandarines nombrados por el rey, y de allí traía a su patria regalos y especialmente los calendarios chinos que habían de servir durante el año siguiente. Los tres embajadores se obligaban bajo juramento a no ocuparse en ningún otro negocio y a no tratar con ninguna persona privada.

Después de reflexionar un momento, dijo King:

-Esto depende enteramente de su padre de usted, Kim-y, y del gran mandarín. Si su padre los desea, sin duda será propuesto para embajador por Kim-mun, y creo que usted podrá obtener  el permiso para acompañarle. ¿No ha de sufrir usted la semana próxima el gran examen preparatorio para obtener la dignidad de mandarín?

-Es verdad; pero ¿y si…?

-De seguro saldrá usted bien. Es costumbre que en la visita  que habrá de hacer usted después del examen al gran mandarín y a los demás dignatarios se pida alguna cosa. Ruegue usted entonces a Kim-mun que proponga a su padre como embajador y que le otorgue permiso para acompañarle.

La idea es buena -dijo Pirki-. Y si tú prometes al gran mandarín traerle de Pekín los libros de los sabios de Occidente y otros escritos raros, él te permitirá ir como secretario de la embajada.

Por lo menos lo intentaremos -añadió Kim-y-. Si voy a Pekín, no me faltarán respuestas cuando vuelva, con que deshacer todas las dificultades. Ponedme, pues, buen King, por escrito todas las objeciones. Pero ya es hora de que nos separemos; el sol va descendiendo y nos queda una legua larga que andar para llegar a nuestra quinta.

Ambos amigos se despidieron de su antiguo maestro, y éste pidió a Dios de quien hablaba el libro de la “Doctrina del Señor del cielo”, que llevase a feliz término el plan que habían concebido. Todo salió, en efecto, conforme a sus deseos. El joven Kim-y hizo un brillante examen, respondiendo a las preguntas relativas al origen del mundo conforme a la doctrina del Señor del cielo, causando la admiración de los sabios que presenciaron el examen, los cuales nunca habían oído otra cosa que la doctrina oscura y confusa de los bonzos. Sólo el gran mandarín se sonreía, pues no ignoraba la fuente de donde procedía esa doctrina. Kim-y obtuvo la primera nota y con ella el derecho de entrar al servicio del Estado como mandarín de primer orden. Cuando se terminó la fiesta y fue promovido a la dignidad de doctor, ungiéndolo con tinta y harina, según es costumbre del país, y recibió a todos sus amigos, pidió a su padre y al gran mandarín que le concedieran la gracia de acompañar a la embajada en su viaje a Pekín. Su padre accedió a sus ruegos, y Kim-mun, después de algunas dudas, le prometió presentar al rey esta extraordinaria pretensión.

-Pero –añadió Kim-mun-, nótalo bien, mi condescendencia sólo se funda en motivos científicos. Yo quisiera conocer esta doctrina de Occidente, mas el tratar de introducirla sería empresa temeraria y causa de grandes trastornos, por cuya razón me opondría a ello resueltamente.

 Final del capítulo cuarto. Continuará

 

Lamberto de Echeverría escribió esta reseña en los años sesenta para el Año Cristiano de la B.A.C. (segunda parte)

Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su vida:

No permanezco más que dos días en cada casa en las que reúno a los cristianos, y antes de que amanezca el tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha hambre, porque después de haberme levantado a las dos y media de la madrugada, esperar hasta el mediodía y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un clima de bajas temperaturas y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a continuación doy clase de teología a mis seminaristas; luego oigo confesiones hasta la noche. Me acuesto a las nueve sobre la tierra cubierta de una lona y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni mantas. He tenido, siempre un cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que con una vida tan penosa no tengamos miedo al golpe de sable que debe terminarla”.

Todo esto había que hacerlo con el mayor secreto. Las quince o veinte personas a las que había atendido cada día: confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, etcétera, tenían que retirarse antes de la aurora. Aun así, aquella vida no pudo prolongarse mucho tiempo. Dos años después de su llegada, el 11 de agosto de 1839, monseñor Imbert era detenido por los perseguidores.

Comprendió bien que había llegado el final de su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías a los fieles seguidores, invitar a sus dos compañeros a entregarse. La tarjeta enviada por el obispo, que era una invitación al martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la transmitió a su compañero el padre Castán. Ambos obedecieron sin vacilar. Cada uno redactó una instrucción para uso de sus fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el Cardenal Prefecto de Propaganda Fide y una carta a sus hermanos de las Misiones Extranjeras para encomendarles a sus neófitos. En esta carta es donde alegremente, como si quisieran aliviarles la pena, dicen que “el primer ministro Ni, actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar tres grandes sables para cortar cabezas”.

Todo esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y una vez terminados los preparativos, los dos misioneros se unieron a su obispo. Los tres europeos comparecieron ante el prefecto y confesaron noblemente su fe: “Por salvar las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los diez mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir”. Aquel mismo día 15 de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones. Otra nueva les esperaba, después de un interrogatorio similar, el día 16. Por fin, el día 21 tuvo lugar el suplicio final.

Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas, les colmaron de heridas y, por fin, los rociaron de cal viva. Después de obligarles a dar por tres veces la vuelta a la plaza, mostrándose al público que se burlaba de ellos, se les hizo arrodillarse. Los soldados empezaron a correr en su derredor y al pasar les golpeaban con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al recibir el primer golpe. Después se arrodilló junto a sus dos compañeros, que estaban inmóviles. Al poco tiempo, los tres habían muerto.

Pero no eran ellos solos. Antes y después iban a perecer en aquella misma persecución otros muchos cristianos. El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre Andrés Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del seminario de Misiones Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron, el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.

En la misma persecución murieron también diez catequistas y una muchedumbre de fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a quienes hoy veneramos en los altares: setenta y cinco héroes “nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de la religión santísima. Para tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos más refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los sufrieron todos con invicta fortaleza”. Tales son las palabras del Decreto de beatificación expedido por el papa Pío XI. Porque, como ya anteriormente se había escrito en el Decreto de tuto, aquella muchedumbre, en la que había incluso niños de quince y trece años, “mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de los jueces impíos, ni la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires”.

No es extraño que muy pronto se extendiera por todo el mundo la fama de su admirable ejemplo. Por eso, el papa Pío XI, superando las dificultades de tipo jurídico que se oponían a su beatificación, pues resultaba muy difícil recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico, teniendo en cuenta que había certeza absoluta de la realidad del martirio, los beatificó solemnemente en 1925. Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea, al menos en su parte Sur, libre del comunismo, es una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo el Extremo Oriente.