Este cambio de actitud es una oportunidad maravillosa para evangelizar. Es una luz que se enciende dentro de la apatía y penumbra de lo que hacemos todos los días. Si conseguimos que un conocido nos pregunte si nos “pasa algo”, estamos abriendo el camino donde antes sólo había indiferencia. A la pregunta del conocido podemos contestar: “no es nada grave, tan sólo estoy viviendo la Cuaresma lo mejor que puedo”.
Nuestro conocido, que representa el “mundo”, se pregunta y escandaliza por el testimonio cristiano porque nos “salimos” del status quo que es normal. Ante nuestra respuesta puede preguntar más, lo que nos da pié a comunicar el Mensaje Cristiano. También puede dar un paso atrás y no comentar más sobre el tema. Así mismo, si lo que le decimos le resulta desagradable puede lanzarnos un comentario irónico o despectivo. En todo caso, hemos dado testimonio y con ello hemos sembrado una semilla del Reino. Lo que ocurra con esa semilla es cuestión del cada uno y el Señor.
Hoy en día hemos confundido la necesidad de acercarnos al mundo (sociedad) con mimetizarnos con lo que nos rodea. Cristo se acercaba al mundo y los sufrientes se acercaban a Él. En sus tres años de vida pública nunca se mimetizó con el mundo para pasar desapercibido. Siempre dio testimonio en el mundo para llamar y recibir, a quienes escuchaban el llamado. La presencia de Cristo nunca consistió en aparentar ser lo que no era, sino en evidenciarlo para afectar a quienes le rodeaban. Al afectar, creaba afectos positivos y negativos.
La Cuaresma es el momento más adecuado para hacernos presentes en esta sociedad postmoderna que vivimos. Hacernos presentes con humildad, pero buscando ser una causa para la reflexión de quienes nos vean y escuchen. Si alguna persona se acerca, será el momento de la caridad y la cercanía que nos transforma.
Somos llamados por la predicación de la penitencia, pues así comenzó el Señor a evangelizar: Haced penitencia, porque se acercó el Reino de los Cielos. Somos justificados por el llamamiento de la misericordia y por el temor del juicio; de aquí que se dice: Sálvame, Dios, en tu nombre y júzgame con tu poder. No teme ser juzgado el que antes pidió ser salvado. Llamados, renunciamos al diablo por la penitencia para permanecer bajo su yugo. Justificados, sanamos por la misericordia para que no temamos el juicio. Glorificados, pasamos a la vida eterna, en donde sin fin alabaremos a Dios. (San Agustín. Comentario al Salmo 150, 3)
Somos llamados a evangelizar por medio del testimonio de las virtudes que Dios crea y cultiva en nosotros. Cuando somos llamados a evangelizar aceptamos ser transparentes a Dios, para que se manifieste a través de nosotros. Por eso nos dice San Agustín que renunciamos al diablo. Renunciamos a la soberbia para acoger la humildad de quien se siente herramienta en manos de Dios.
La oración se convierte en imprescindible para sintonizarnos con el Señor y abrir nuestro ser a Su presencia. Nos decía San Pablo que somos templos del Espíritu Santo, pero a veces somos templos cerrados y camuflados para que nadie se dé cuenta de nuestra presencia. Sin duda hay que ser un poco impertinente, porque la evangelización se hace a tiempo y a destiempo. Seguramente a destiempo nos costará más abrir el templo, pero al mismo tiempo, el testimonio será más evidente y contradictorio con el mundo.