"Sin mí no podéis hacer nada", nos dice el Señor. Y eso los santos lo tienen claro. Todo lo hacen, no solo por y para Dios, sino también a través de Él. Es Dios quien actúa por ellos y les hace grandes.
Pues bien, los padres y madres de familia cristianos corremos también el riesgo de creer que somos nosotros, con nuestras fuerzas, quienes sacamos adelante a nuestras familias, quienes podemos con todo y con más. Y, del mismo modo, corremos también el peligro de pensar, cuando no llegamos, que todo depende solo de nosotros, olvidándonos de acudir a nuestro Señor para pedirle esa ayuda sin la que Él mismo nos dice que no podemos hacer nada. Esto, si nos esforzamos en considerarlo a menudo, es algo que nos dará mucha paz y serenidad: no depende de nosotros. Nuestra obligación es dar lo mejor de nosotros mismos, pero es Dios quién pone la parte fundamental, quien nos da la fortaleza, la esperanza, la perseverancia, los pequeños éxitos de cada día en lo familiar, lo personal e -incluso- en lo profesional. Él es quien nos mantiene en pie, quien nos ayuda a permanecer firmes o a levantarnos cuando caemos. Pero, para que todo eso ocurra, tenemos que pedírselo, y tenerle presente. Así de sencillo.
Viviendo de esa manera seremos realmente capaces de todo, acabaremos con nuestros miedos e inseguridades, con nuestras debilidades y flaquezas, con los obstáculos de nuestras vidas y con cualquier adversidad que se nos cruce en el camino, por grande que sea. "Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré", nos dice el Señor. Un hijo inesperado o uno descarriado, las dificultades económicas, un defecto propio que consideramos insubsanable, una crisis matrimonial, una enfermedad sobrevenida o incluso la muerte de un miembro de la familia, no podrán con nosotros si nos abandonamos en Él.
"De todo me siento capaz, pues Cristo me da la fuerza". Sentencia San Pablo. ¿Si Dios todo lo puede, y yo soy plenamente de Dios, qué me puede faltar? Esta es la visión de esa clase especial de padres de la que todos conocemos alguno: sonríen, sin dificultad, en medio de un mar de dolor. Y, al vernos, nos preguntamos: ¿cómo pueden sonreír? ¿de dónde les vendrá la fuerza? Y, con el Salmo, nos responden sus miradas: "el auxilio me viene del Señor/ que hizo el Cielo y la Tierra". Ellos, con su actitud nos lo recuerdan también a nosotros:
"El Señor te guarda a su sombra,
está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas,
ahora y por siempre".
Esta inmensa confianza en Dios es la que se refleja de manera magistral en la película Quo Vadis: ante un circo plagado de cristianos que van derechos a la muerte cantando, un atónito Nerón exclama: "¡más cánticos!, ¿Por qué no tienen miedo? Me exasperan". Y, más tarde, el mismo tirano, observando los cadáveres de esos cristianos, -asesinados por su fe de los modos más crueles-, se horroriza al contemplar sus rostros sonrientes.
Permitidme, pues, que me despida con otro salmo de belleza inigualable, que es un bálsamo de paz y esperanza para el alma, especialmente en momentos difíciles, pero también en esos otros en que, sencillamente, nos sentimos desfallecer o nos sabemos incapaces de seguir nuestro propio ritmo diario:
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados
para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios,
tropiezan y caen.
Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo.
Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo.
Él me protegerá en su tienda
el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca;
y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca;
en su tienda sacrificaré
sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.