En el día de ayer, con la celebración de San Valentín, tuvimos un nuevo derroche de formas de expresión entre los enamorados, declarándose su amor. Podrá gustarnos más o menos, pero es algo que está ahí.
Esto me llevaba a pensar en otra pasión: la del amor por Cristo, por su Iglesia, y la ardiente necesidad de llevar esta Buena Nueva a los hombres. Me resulta claro que necesitamos una Iglesia apasionada, e igualmente, y lo siento por cuantos se sientan concernidos, tengo claro que nos queda mucho por avanzar en este aspecto.
En muchos ámbitos de este mundo nuestro (política, mundo empresarial, por ejemplo), destacan y triunfan las personas que defienden sus ideas, que luchan por ellas, con pasión, con entrega, con convencimiento. Son personas brillantes, que arrastran a las masas. Aun a veces con ideas que pueden resultarnos disparatadas, pero cuya fuerza convence a muchos. En nuestra España de hoy lo vemos fácilmente.
Yo echo esto de menos en la Iglesia, más concretamente en nuestras parroquias. Se aprecian con frecuencia viejas estructuras caducas, carcomidas por el efecto de la rutina, del tedio, de la falta de fuerzas, de la resignación. En tantas cosas como se organizan, tanto a nivel parroquial como diocesano, falta frecuentemente ambición. Falta pasión por aquello que hacemos.
Recuerdo una escena de la película de Braveheart, en la que, tras una victoria sobre los ingleses, William Wallace, el héroe escocés, en una reunión con los nobles de su país (muy desunidos entre sí), es cuestionado en la siguiente forma por uno de ellos: “¿qué haréis vos?” A lo que él responde: “invadiré Inglaterra”. Los nobles se ríen, ante tal imposible hazaña. Wallace, muy serio, les recrimina a los nobles que están tan ocupados peleando por las migajas que el rey inglés les deja, que han perdido el derecho a tener algo mejor.
Esta es mi sensación; cada vez más nos encontramos discutiendo cómo administrar las migajas a la que comienza a reducirse la realidad de la vida cristiana de muchos lugares. Leo y escucho acalorados debates acerca de cómo peinar los cuatro pelos de una cabeza cada vez más calva, en vez de afanarse en cerrar la herida del pecho por la que el cuerpo se desangra.
Y sin embargo, aún hay personas que sueñan con algo más, que se desviven por algo más. Y muchos son laicos, que emplean en ello sus fuerzas, su tiempo, su dinero, sus vidas. Apasionados al 100 %; pues aquí ya no vale un 99%. Sería algo así como decirle, al novio o a la novia, previamente a la boda: “cariño, te voy a ser fiel a un 99%...” ¡No es suficiente! Y cuando uno se encuentra con una de estas personas, sus sueños, su fuerza, su pasión… se contagian. Y se vuelve a creer que poderoso es Dios para obrar milagros que superan nuestras expectativas, más allá de nuestras cortas miras y vagas esperanzas.
Ojalá seamos apasionados. Ojalá aspiremos a que Dios nos lleve más allá de lo soñado. Ojalá seamos atrevidos. Es el tiempo de ir más allá de donde siempre hemos ido, de hacer más de lo que siempre hemos hecho. De no tener miedo, de conquistar la tierra a la que hemos sido llamados, de traer luz a tantos que viven en tinieblas, Verdad a tantos que andan engañados, esperanza a tantos que la perdieron, vida a cuantos deambulan en su existencia como zombis aletargados.
Si un político, que donde hoy dice digo mañana dice Diego, si un empresario, que no busca sino riqueza, si un famoso, que hoy lo es y mañana no, mueve a tantas personas… ¿qué no conseguirá un apasionado por Dios, que viva su fe fiado al 100%? “Mas cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”