Hemos publicado recientemente en la editorial que estoy promoviendo un libro del profesor Nicolás Jouve, catedrático de Genética en la Universidad de Alcalá, sobre "Nuestros Genes", que supone una revisión muy completa, a la vez que accesible para cualquier persona razonablemente formada, sobre el intrincado mundo de la genética humana. Con el enorme avance que se ha dado en las últimas décadas en el conocimiento de nuestra Biología, esto es, si se me permite hablar así, de los componentes de los que estamos hechos, parece que se resucita el viejo mito del determinismo. Algunos pensadores de la Grecia clásica pensaban que casi todo en el hombre estaba determinado por el medio: las personas que habitaban en un país montañoso tendrían una percepción limitada de su vida, mientras los que vivían junto al mar un horizonte vital mucho más amplio; los habitantes de un clima frío serían más hogareños, más dados a la introspección, mientras los de climas cálidos serían más sociables. Ahora parece que casi todo en nuestro carácter es achacable a nuestra genética: así habría genes especiales para los delincuentes, los perezosos, los obesos, los generosos o las personas con mayor afinidad religiosa. El prof. Jouvé discute en su libro los tópicos y realidades que se esconden detrás de estas asignaciones, mostrando que cualquier científico en la materia distingue muy bien entre la importancia de genética para explicar diversas disfunciones de nuestro organismo y el determinismo genético. Una cosa es que haya algunas enfermedades que se expliquen por anomalías genéticas y otra, muy distinta, que nuestro carácter, gustos, aficiones, experiencias vitales estén condicionadas por el material genético del que estamos hechos. Lo distinguen muy bien los científicos cuando diferencian entre el genotipo -nuestra Biología- y el fenotipo: el ambiente en el que hemos vivido, lo que hemos comido, las relaciones y amistades que hemos tenido, nuestra educación, etc...
En pocas palabras, somos lo que somos como consecuencia de una biología que hemos heredado y una cultura, una libertad en definitiva, que hemos ejercido. Esto me lleva a una última reflexión que me ha surgido al hilo de la lectura de este libro: nuestro carácter está marcado por nuestra genética (nuestra tradición familiar), pero también, y de modo mucho más relevante, por nuestras decisiones (en qué invertimos nuestra libertad). Somos como somos, pero podemos ser mejores -no distintos-, con esfuerzo personal, con una educación vital que supere nuestras debilidades y nos enriquezca como personas, nos lleve a ser más. Vivimos en una sociedad que se obsesiona con tener más, pero tener más no aporta felicidad -o es muy pasajera-, mientras ser más nos engrandece, nos ensancha, nos hace permanentemente felices porque nos hace mejores. Nuestra herencia está ahí, pero no es insuperable.
Acabo con una anecdota que me contaron hace algunos años de S. Juan Pablo II. Recibía a unos obispos en visita ad limina. Uno de ellos parece que era especialmente hablador, y a veces cortaba la conversación de otros. Al darse cuenta de ese defecto, se disculpaba ante el Papa diciendo: "Perdone santo Padre, es que soy así...". A la segunda o tercera vez que lo dijo, le contestó el Papa con una sonrisa : "Pues cambie usted, cambie".
En pocas palabras, somos lo que somos como consecuencia de una biología que hemos heredado y una cultura, una libertad en definitiva, que hemos ejercido. Esto me lleva a una última reflexión que me ha surgido al hilo de la lectura de este libro: nuestro carácter está marcado por nuestra genética (nuestra tradición familiar), pero también, y de modo mucho más relevante, por nuestras decisiones (en qué invertimos nuestra libertad). Somos como somos, pero podemos ser mejores -no distintos-, con esfuerzo personal, con una educación vital que supere nuestras debilidades y nos enriquezca como personas, nos lleve a ser más. Vivimos en una sociedad que se obsesiona con tener más, pero tener más no aporta felicidad -o es muy pasajera-, mientras ser más nos engrandece, nos ensancha, nos hace permanentemente felices porque nos hace mejores. Nuestra herencia está ahí, pero no es insuperable.
Acabo con una anecdota que me contaron hace algunos años de S. Juan Pablo II. Recibía a unos obispos en visita ad limina. Uno de ellos parece que era especialmente hablador, y a veces cortaba la conversación de otros. Al darse cuenta de ese defecto, se disculpaba ante el Papa diciendo: "Perdone santo Padre, es que soy así...". A la segunda o tercera vez que lo dijo, le contestó el Papa con una sonrisa : "Pues cambie usted, cambie".