Sin embargo, creo que la fiesta de San Valentín, con todo su significado, con todo su contenido, debe ser celebrada, por todo lo alto y, si cabe, hoy más que nunca. La fiesta de un sacerdote valiente, que casaba a jóvenes matrimonios a escondidas para que pudieran consumar su amor pura y castamente. La fiesta del amor sincero, comprometido, generoso, entregado. La fiesta del amor leal, fiel, incondicional, eterno. La fiesta del amor sin reparos, sin condiciones, sin cláusulas, sin ‘peros’. La fiesta del amor completo, total, absoluto, que lo entrega todo y no se guarda nada para sí. La fiesta también del amor tierno, dulce, cariñoso, completo espiritual y físicamente. La fiesta de los amantes que son capaces de comprometer sus vidas para dar un sentido sagrado y para siempre a su amor, y del sacerdote que decide celebrar tan elevada voluntad con ellos.
Cuántas veces hemos leído o escuchado, en las celebraciones matrimoniales, la Carta de San Pablo a los Corintios que, incluso los que viven lejos de la Fe utilizan como la expresión más plena y certera de lo que realmente es el amor. Los novios que quieren comprometerse para siempre ante Dios, acostumbran a elegir ese texto para las lecturas del día de su boda, porque aspiran a amar y ser amados de esa forma.
“El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca".
¿Quién no desea un amor así? Desde los mercados del placer, del hedonismo, se empeñan en mostrarnos la cara amable de relaciones tiránicas, egoístas, ensimismadas; de relaciones con personas débiles, dependientes, adictas; de relaciones cargadas de apegos, erotismos, de vicio y desenfreno. Por alguna razón, se esfuerzan en encontrar la belleza del placer vacuo, del erotismo desenfrenado, del gusto por la dominación y el abuso. Quizás sea porque es más fácil, más liviano, menos costoso.
Sin embargo, no conozco a nadie que sueñe con un amor interesado, sucio, abusivo. Muy al contrario, allí donde existe un corazón sano, el alma sueña con ser amada por un amor como el que describe San Pablo. Un amor auténtico. Solo los locos pueden rechazar un amor así. Solo un loco puede rechazar el amor de Dios, que responde a la totalidad de esa descripción. Solo un loco puede desear el opuesto a ese amor. Solo un loco puede soñar con ser amado por alguien que se pone primero a sí mismo. Solo un loco puede soñar con ser amado por alguien que desee maltratarle, que disfrute haciéndole sufrir. Un corazón sano sueña con ser amado por encima de todo. Con ser perdonado, disculpado, cuidado.
Por eso, debemos celebrar esta festividad de San Valentín, claro que sí. Llenándola de amor del bueno, del amor de verdad, que se entrega, sacudiéndose todo el polvo del egoísmo, recordando que la felicidad solo se alcanza en el amor a Dios y a los demás, olvidándonos de nosotros mismos. Que el santo cura Valentín y todas esas parejas puras que acudieron a él para sellar su amor humano ante Dios, sacralizándolo, sean verdaderamente los protagonistas de esta hermosa fiesta que celebramos hoy, catorce de febrero. Y no un pobre Cupido transformado en angelito regordete y desgarbado que lanza flechas por doquier sin saber donde caerán ni qué consecuencias traerán.
Que sea el verdadero San Valentín el que nos recuerde cuál es el amor auténtico e inmortal: el que nace de la voluntad, no solo del deseo, y se compromete -firme y sin dudas- a no romperse nunca. Ese es el verdadero amos romántico, con el que ha soñado la humanidad desde el primer instante de su creación, consciente de que es el único capaz de conducirnos a la plena felicidad.