J. M. Vidal escribía: "El celibato obligatorio de los curas hace aguas por todas partes y en todas partes. Tanto en la teoría como en la práctica". ¿Pero es esto verdad? Los escándalos, tanto en cantidad como en calidad, parecerían ratificar este aserto, que, por otra parte, tiene a su favor el ir a favor de corriente cultural. Sí, de esa creencia consistente en dar por sentado que la sexualidad solamente se puede vivir en una determinada dirección o que incluso considera que la abstinencia sexual es fuente de todo tipo de males o patologías. De lo cual no solamente es víctima el celibato, sino también una determinada manera de entender las relaciones sexuales dentro del matrimonio. Pero vengamos a nuestra cuestión. Es indudable que algo falla y no porque haya fallos -estos siempre los va a haber-, sino porque el porcentaje y calidad es preocupante. Pero el que algo falle, por grave que esto sea, no quiere decir que lo que esté en bancarrota sea el celibato. ¿Entonces qué es lo que falla? Indudablemente es una cuestión compleja. Solamente voy a tocar tres puntos que, desde mi punto de vista, aunque no sean los únicos son probablemente los más importantes. Se suele hablar de que los candidatos al sacerdocio deben tener madurez humana, cualidades espirituales, celo apostólico y rigor intelectual. Y que esto debe ser cultivado en el Seminario. Todo ello parece evidente. Pero, en el punto que tratamos, hay algo previo a todo esto. La mentalidad generalmente extendida tanto entre los que están a favor como en contra del celibato es que quienes van a ordenarse sacerdotes renuncian a casarse, hacen promesa de celibato o no pueden casarse. Las expresiones pueden ser más o menos variadas. ¿Pero es esto así? En la práctica, en la mayoría de los casos, aparece el celibato como un añadido al sacerdocio, como un requisito o condición para ordenarse, de modo que el que quiera ser sacerdote tiene que querer ser célibe. Sin embargo, esta mentalidad me parece que distorsiona el sentido profundo del celibato sacerdotal. No se trata de que el que quiera ser sacerdote tenga que ser célibe, sino que es justamente todo lo contrario. La Iglesia, en sus diócesis de ritos latinos, elige a los candidatos para el sacerdocio entre los célibes. Por eso, no ordena a casados. Es decir, que, en mi insignificante opinión, habría que empezar por ahí, por elegir a quienes tengan vocación al celibato. Incluso cabría pensar en que lo vivieran ya de forma consagrada. La segunda cuestión, no por orden de importancia, es que los monjes y frailes viven su voto de castidad comunitariamente. En principio, la comunidad del presbítero diocesano debería de ser aquella de la que es pastor. ¿Es esto así? Seamos sinceros; a nuestras parroquias, las llamamos muchas veces comunidades parroquiales, pero, de facto, están muy lejos de serlo. Es decir, el presbítero está privado de vivir su celibato en comunidad y esto es una carencia muy importante. Por último, aunque no sea lo menos crucial, el celibato cristiano es impensable al margen de la espiritualidad. Si no hay una comprensión de la vida de fe como un crecimiento continuo, el celibato, también el matrimonio, tienen muchas posibilidades de fracasar. Acaso esto sea sobre lo que más se pone atención de los tres puntos tratados, aunque no pocas veces quede en tener vida de piedad, entendida casi como gimnasia de mantenimiento. Me parece que si no se abordan estas tres cuestiones a fondo o solamente alguna de ellas, estaremos redecorando la casa o cambiando tabiques, pero el problema de cimentación, quedará pendiente.