Me lo preguntaban ayer en un grupo, en el que estábamos debatiendo acerca de la Iglesia. Me acordé de la historia de aquellos dos seminaristas que acudieron a un grupo de oración carismático a recibir la efusión del Espíritu Santo. Volvieron llenos de ilusión, llenos de alegría por la experiencia vivida y con un celo temerario por difundirla que les llevó a llamar a la puerta de su obispo.
“Monseñor, tiene usted que recibir la efusión del Espíritu para reavivar su fe, y su experiencia de oración.” “Insensatos-respondió el prelado- ¿acaso no sabéis que tengo la plenitud del Espíritu Santo por el bautismo, la confirmación, la ordenación sacerdotal y la episcopal?” Los seminaristas, al darse cuenta de cuanta razón teológica tenía el obispo, se quedaron pensativos, pero rápidamente reaccionaron para replicar: “Es cierto,pero…¿podemos al menos entonces rezar usted para que se le note?”
Recuerda Raniero Cantalamessa, hablando de esta efusión el Espíritu Santo y de la teología sacramental comenta:
“La teología tradicional conoce el concepto del sacramento "ligado", o"impedido". Se dice ligado un sacramento que, aún siendo válido, no puede producir sus frutos a causa de un impedimento. [..]Podemos aplicar analógicamente este concepto al bautismo. El bautismo es en muchos casos un sacramento "ligado", no a causa del pecado, sino a causa de la falta o de la debilidad de la fe”
En otras palabras, el sacramento necesita de la fe de quien lo recibe y existe algo que nos tiene “ligados”, atados, o impedidos de vivir con plenitud la gracia que ya habita en nosotros. O dicho de otro modo, lo recibimos, pero “no se nota” Creemos y con razón teológica, en la gracia, el significado y la acción efectiva de los sacramentos. Pero de alguna manera perdemos la razón práctica cuando “no funcionan” Y digo bien no funcionan, yendo más allá de sentimentalismos y efectismos baratos. Una Iglesia que funcione y que salve, “sacramento general de salvación”, tiene que impactar en las vidas de quienes se acercan a ella. Y no digo que esto no pase, pero me permito comentar que no pasa todo lo que debiera. Lo mismo con la oración. Está muy bien “hacer oración” siempre que la oración te haga a ti también. Si no, se convertirá en un diálogo sordo; un ejercicio de piedad a anotar en la agenda, algo meritorio pero insatisfactorio. Y una oración viva, tiene que ser una oración que salve. Para terminar y al hilo del tema del sacramento ligado me permito citar “La Ciudad de Dios” de San Agustín de Hipona (354-430), considerado el teólogo más importante de los cuatro primeros siglos de la Iglesia y el primer hombre moderno de nuestro tiempo:
“Incluso ahora en el nombre de Cristo se hacen milagros”. Cita el ejemplo de un ciego que recobró la vista, cuando Agustín estaba en Milán. Y describe la sanación de un hombre con quien se alojó, que se llamaba Inocencio.Agustín describe a continuación varias sanaciones: de un cáncer de pecho, de gota (en el bautismo), de parálisis y hernia (también en el bautismo). Agustín sabe de tantas curaciones milagrosas que en cierto momento llega a decir: “¿Qué debo hacer? Me siento tan presionado por la promesa de terminar esta obra, que no puedo dejar constancia de todos los milagros que conozco… incluso mientras escribo, muchos milagros son efectuados, el mismo Dios, que efectuó aquéllos de los que leemos, todavía actúa, a través de quien quiere y como quiere”.