Sin embargo, el problema surge cuando todos vuelven a subir al coche y, entonces sí, entonces a la niña le entra hambre, la niña quiere comer, la niña comienza a dar el turre, a presionar, a ponerse cada vez más histérica, hasta que sus padres paran el coche para explicarle dulcemente que en ese momento no hay ningún restaurante cerca y que tendrá que esperar para poder tomar algo. En ese instante, la niña, en medio de su rabieta, coge la llave del coche y la lanza en medio del descampado, sin que nadie tenga tiempo de ver dónde ha caído salvo ella. Evidentemente, ella no quiere revelarlo, así que empiezan a pasar las horas, y todos siguen buscando la llavecita mientras el angelito observa impasible en la distancia; hasta que se hace de noche, y la pequeña sigue negándose a confesar ante los: "vamos, dile a papaíto dónde ha caído la llave". Horas después, caída ya la noche y tras 17 negativas a tan cariñoso ofrecimiento, Audrey Hepburn -que no es su madre-, indudablemente harta del surrealismo de la situación, la mira ya con la paciencia agotada y le dice casi a gritos algo así como: "¡dime dónde ha caído la dichosa llave!", ante lo cual, la pequeña no duda ni un instante y señala directamente hacia el lugar dónde se encuentra, gracias a lo cual, finalmente, pueden continuar el viaje.
Evidentemente, la situación que plantea la película es absolutamente extrema, caricaturesca. Sin embargo, sí es cierto que a veces, algunos padres, podemos caer en la peligrosa creencia de que el hecho de ser duros e implacables con nuestros hijos puede hacerles sufrir, y que eso es malo para ellos. A mí me ocurre algunas veces, cuando veo que un castigo o una severa bronca les afecta emocionalmente. Me siento mal, pienso que no es bueno hacerles sufrir así. Por eso, es importante caer en la cuenta de que precisamente se trata de eso, de que les afecte, de que les duela, de que les haga sentir mal; y no porque seamos masocas y nos guste ver sufrir a nuestros hijos, sino porque, a veces, esa es la única manera de que entiendan que sus actos pueden tener consecuencias negativas y que, por su bien y el de los demás, deben aprender a evitar las malas conductas y perseguir las buenas. Muchas veces, un niño de 3 años no entiende, aunque se lo expliquemos una y otra vez, que llamar ´tonto´ a alguien que pasaba por allí no está bien y que puede herir a esa persona. Sin embargo, sí entiende que cuando lo hace hay una consecuencia que le afecta negativamente y que, por tanto, debe evitar ese comportamiento, o, mejor dicho, sustituirlo por uno positivo, que genere una buena reacción en quiénes están a su alrededor.
La disciplina es un elemento esencial en la educación de nuestros hijos, no solo porque sea la base para establecer unas normas de conducta que nos permitan convivir a todos, dentro y fuera de la familia (y no pasar una vergüenza que nos morimos cuando nuestra hija pega a una pobre niña que pasaba por allí y ha tenido la mala suerte de ir a montarse en el mismo columpio que ella); sino porque, además, y en contra de lo que nos pueda parecer, no es una forma de ´maltratar´ a nuestros hijos, sino, muy al contrario, de darles seguridad y confianza en su obrar del día a día. Los límites, si somos coherentes en nuestras exigencias, les ayudan a entender la noción de Bien y Mal y a aprender, poco a poco, cuál es el que deben elegir, qué camino deben tomar en cada situación, y eso les ayuda a crecer seguros y confiando en nosotros y en sí mismos.
A mí, como madre, esto tan simple y sencillo, me ha costado varios años terminar de visualizarlo, a pesar de que esa escena tan descriptiva la vi hace ya casi una década. Y es que, cuando se trata de nuestros propios hijos, todo puede parecer muy diferente a lo que hemos vivido como personas ajenas a la situación. Digamos que no se compadece igual a los hijos de otros que a nuestros propios hijos... Pero la compasión es un sentimiento muy peligroso y que puede llegar a ser altamente perjudicial. Esto me lo hizo entender una encantadora enfermera la primera vez que fui a vacunar a mi hija mayor y exclamé cuando la vi estallar en llanto: "¡ay, pobrecitaaaa!"; ella me respondió muy seria y convencida: "pobrecita no, pobrecitos los que no pueden vacunarse". Pues eso, pobrecitos no cuando les castigamos o les hacemos llorar con una regañina, sino cuando no les damos la posibilidad de entender la bondad o maldad de sus actos y sus consecuencias. Pobrecitos, cuando no ponemos límites a su todavía inocente ´maldad´. Pobrecitos, cuando les dejamos obrar a su antojo, independientemente del daño que puedan causar a otros. Pobrecitos, cuando, con nuestro silencio o connivencia, no les damos las herramientas para llegar a ser personas íntegras y buenas. Las vacunas duelen, pero duelen muchísimo menos de los que dolería la enfermedad que se pretende evitar con ellas.