A propósito del Año de la Vida Consagrada, vale la pena profundizar sobre el uso y sentido del hábito religioso en el caso de las órdenes y de las congregaciones. Para entenderlo, conviene recordar un dicho muy “ad hoc”: “el hábito no hace al monje pero bien que le ayuda”. Queda claro que la congruencia de una persona nunca estará condicionada por una vestimenta; sin embargo, tampoco podemos negar el aporte pedagógico y escatológico que provoca ver cómo un grupo de hombres y mujeres lo dejan todo para abrirse a la novedad de la vida religiosa, asumiendo una forma de vivir tan profunda que incluso se nota en la forma de vestir, de arreglarse a nivel exterior como un signo de lo que se busca a partir del interior, de la esencia, del alma. Pedagógico porque sirve para distinguir los diferentes carismas que hay en la Iglesia y escatológico por el hecho de recordarnos a todos los bautizados que por muy ocupados que estemos en nuestros asuntos, no hay que olvidar que la primera inversión debe ser la de buscar sin miedo la vida eterna. Por ejemplo, el simple hecho de ver pasar a una religiosa con hábito en la calle, nos lleva a pensar en Dios, en la Iglesia, ¡en nuestra fe! Sin duda, un recordatorio hecho persona acerca de lo que viene, de aquello que nos espera y que no tiene nada de tétrico o aburrido, porque se trata del evangelio.
Existen algunas objeciones contra el hábito religioso, tales como: “aleja de la gente común y corriente”, “está fuera de época”, “ostenta poder”, etcétera. En realidad, no tiene nada que ver con la lejanía, pues se puede andar de jeans y tener un humor tan agrio que no haya valiente que se acerque. Hay fotografías de misioneros jugando fútbol con sotana y nadie se alarma, porque lo que determina el nivel de confianza, no es el hábito, sino la persona que lo lleva. Aunque su origen es antiguo, tiene un significado siempre actual, porque gracias a que se encuentra más allá de una época determinada, es una opción que está por encima del consumismo. En lo ordinario del hábito, se esconde lo extraordinario, pues resulta especialmente provocador ante ciertos estilos de vida consumistas, fugaces, de superficie. Tampoco tiene nada que ver con el poder, pues los excesos que había en ciertos ornamentos ya fueron atendidos por el Concilio Vaticano II. Los padres conciliares pidieron mayor simplicidad. El problema es que algunos confundieron la sencillez con la eliminación. Hoy día, entre las nuevas generaciones de religiosos, hay una tendencia de revalorar el significado del hábito, lo que demuestra que sí cuenta y dice mucho.
Ahora bien, tenemos que distinguir entre vida religiosa contemplativa y apostólica. En el primer caso, por desarrollarse dentro de un convento, el hábito debe ser algo permanente, cotidiano, mientras que en la vida apostólica, se comprende que su uso quede reservado a la capilla y a ciertas fiestas o solemnidades. Es decir, una justa combinación entre usarlo y vestir de civil. No es lo mismo un religioso que se va de misiones con 50 jóvenes y que, por lo escabroso del camino, requiere otro tipo de ropa, que una monja de clausura, pues su tarea no es al aire libre, sino conventual y, por ende, libre de complicaciones logísticas. ¿Qué hacer entonces? Siendo de vida apostólica, que se vista según la ocasión. Cuando se va de misiones, no tendrá que usarlo en los trayectos, pero sí aprovecharlo durante las celebraciones. El problema no es vestirse de civil, sino nunca usar el hábito y perder la oportunidad de lanzar un mensaje al mundo.
Se propone, en el marco del Año de la Vida consagrada, volver a las fuentes y recuperar el significado del hábito religioso como medio de expresión y promoción vocacional. Nada como que el interior encuentre eco en el exterior.