Chiara Lubich no es tan conocida como otros gigantes del espíritu que han iluminado la noche en que se convirtió el siglo XX. Todos saben quién es San Juan Pablo II, San Josemaría Escrivá o la beata Teresa de Calcuta, pero esta mujer, nacida en Trento en 1920, ha pasado más desapercibida para el gran público, sin que eso signifique en absoluto que sea una desconocida. A pesar de ello, su influencia está al nivel de las mayores figuras de la Iglesia en el siglo pasado y estoy convencido de que esa influencia irá a más. Su experiencia espiritual bebe de las fuentes franciscanas -era maestra de novicias de la Tercera Orden Seglar cuando, en el marco de la segunda guerra mundial, Dios se sirvió de ella para fundar el movimiento de los Focolares-, pero va más allá de ellas generando una riquísima espiritualidad que, partiendo de los conceptos más elementales, se desborda en matices llenos de profundidad. Aunque no vivió nunca en clausura, sino en medio del mundo, su alma y su experiencia de Dios eran profundamente contemplativas.
Parte de una idea esencial: Dios existe y nos ama. Por eso hizo suya la frase de San Juan en su primera carta: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene". De hecho, decía que esa quería que fuese la frase que se esculpiese en su tumba cuando muriera. Esta fe en el amor divino se hacía experiencia cuando, por el amor recíproco entre los hermanos, disfrutaban de la presencia del Señor en medio de ellos, tal y como el propio Cristo había prometido (Mt 18, 20). Pero a veces no era la experiencia del amor divino lo que la sostenía, sino la fe en él, lo cual sucedía cada vez que el Señor le dejaba probar, como a los grandes místicos, una gota del dolor que Él experimentó clavado en la Cruz; entonces ella se abismaba en esa comunión misteriosa con el Crucificado -al que llamaba Jesús Abandonado- y con el cual quería compartir la vida, como la esposa enamorada que no quiere dejar la compañía del marido, sobre todo cuando éste la necesita. De este múltiple encuentro con Cristo -presente en medio de los hermanos y presente misteriosa pero realmente en el dolor- nacía su fecundidad apostólica. Llamada por el Señor a construir una gran obra eclesial, comprendió que nada, absolutamente nada, se puede hacer si no hay unidad. La meditación sobre las últimas palabras de Cristo antes de dejar el Cenáculo para dirigirse al Huerto de los Olivos -"Padre, que todos sean uno, como tú y yo, para que el mundo crea- le hicieron darse cuenta de que en la unidad está el secreto de todo apostolado y que, sin ella, lo que se hace con esfuerzo se deshace fácilmente.
Jesús en medio, Jesús Abandonado, la unidad. Tres claves de la profunda espiritualidad de esta mística del siglo XX. A la que hay que añadir una cuarta, que no es un adorno ni un colofón florido, sino la esencia que aúna y resume las anteriores. Me refiero a María. Nunca olvidaré aquella meditación escrita por Chiara que empieza así: "Entré un día en una iglesia...." y en la que la -si Dios quiere- pronto santa fundadora de los Focolarinos le pregunta a Jesús por qué ha encontrado la forma de quedarse siempre con nosotros en la Eucaristía y no ha hallado la manera de dejarnos a María, y entonces oye, con los oídos del alma, que el Señor le responde: "Porque quiero verla en ti". Ser María, que goza con la presencia de Jesús, que no abandona a su Hijo en el Calvario, que le cuida cuando sufre, que evangeliza para que todos le conozcan y le amen, esa fue la vocación de Chiara Lubich. Una vocación que vivió con intensidad y fidelidad, que ha contagiado a miles, no sólo pertenecientes a su movimiento, y que ha hecho de ella una luz puesta en lo más alto para que todos la vean y den gracias a Dios que enriquece a su Iglesia continuamente con nuevos santos.