Después que entraron las milicias comunistas de Madrid del General Riquelme, en la tarde del 22 de julio de 1936, los jesuitas sufrieron un registro. Un miliciano, pistola en mano, subió a un piso del número 8 de la calle Sillería, jurando, entre blasfemias, que desde allí se había hecho fuego contra ellos. Se registró todo inútilmente. Vivían allí cinco jesuitas (tres padres y dos hermanos coadjutores). Poco después del registro los Padres Gómez y Márquez se separaron para buscar mejor refugio.
Allí, en un cuartito que daba al patio, instalaron su capilla. Sobre la mesa que hacía de altar, había dos velas encendidas, y, en medio de ellas, un cajoncito de madera. Allí estaba Jesús, y, delante de Jesús, los tres ancianos.
Los tres jesuitas sabían que los milicianos no tardarían en regresar, y esperaron, cara a cara a la muerte, serenos, en oración. Como escribió el Hermano Agustín: “no hay más que elevar los ojos al cielo y confiar en Cristo Jesús”.
El padre Máximo Pérez Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos hizo llegar a la Postulación la transcripción del manuscrito que se guarda en el archivo jesuítico de Alcalá de Henares. El documento original está escrito a mano con tinta y letra muy espaciada. Tiene bastantes correcciones y tachaduras de su autor. Aunque no está firmado, sin embargo, por los datos personales que va sembrando el redactor, se deduce con certeza que está escrito por el padre José Mª Gómez, miembro de la misma comunidad de los mártires, que salvó su vida gracias a estar refugiado, junto con el padre Gabino Márquez, en casa de una familia amiga, como se cuenta en el relato. El documento, abundante en nombres concretos, se escribió después de la liberación de Toledo, preguntando a las personas que habían sido testigos de los hechos que se narran. El documento lleva por título Los Jesuitas y la revolución.
LOS QUE SE SALVARON
Introducción
En la madrugada del 20 de julio de 1936 se rebelaron contra el Gobierno de Madrid los militares de Toledo, negándose estos a entregar las armas y municiones de la fábrica, como se les pedía, y declararon el estado de guerra.
En ese estado vivimos todos los días 20,21 y 22 con creciente tiroteo dentro de la ciudad. Ya el 21 atacó a Toledo una columna de fuerzas venida de Madrid al mando del general Riquelme. Este ataque fue rechazado por los de la ciudad, pero se repitió al día siguiente con mayor número de fuerzas enviadas de Madrid. Y, ante la superioridad numérica de sus contrarios, los militares y derechistas se refugiaron en el Alcázar, del que desde aquel momento hasta el de su liberación, fueron los heroicos e inmortales defensores.
Los jesuitas
A las seis de la tarde del 22 de julio, hora en que se refugiaban en el Alcázar los militares y derechistas, se declaraba en Toledo el triunfo de los comunistas, anarquistas y socialistas, y empezaba la más sangrienta persecución contra los sacerdotes y religiosos, militares y derechistas. En aquella hora nos encontrábamos en el piso de la calle de Sillería nº 8, los tres padres y dos hermanos que componíamos la Residencia de Toledo.
Llevábamos dos días sin salir de casa por causa del tiroteo, y tan ajenos estábamos a lo que se nos venía encima que, a la hora dicha, y cuando ya teníamos dentro de casa a un miliciano que venía a registrarla, todavía estábamos vestidos de sacerdotes los Padres y sin determinación alguna respecto a la dispersión.
En seguida nos vestimos de paisanos y acordamos dispersarnos. El padre Superior y yo pedimos hospedaje en el Hotel del Lino, y nos respondieron que no podía ser. El padre Juste dijo que él tenía ofrecido hospedaje en casa de unas penitentes suyas, Srta. De Avellanal. Los dos Hermanos, se pensó que podían quedar en casa pasando como criados de la dueña, Srta. Pilar García Ramírez.
Al vernos rechazados del hotel, al padre Márquez y a mí, la criada de la casa de la que Dios se valió para salvarnos, dijo que en su casa había dos camas que podíamos aprovechar. Aceptamos el ofrecimiento y, acompañados por la misma criada, nos dirigimos a su casa, que estaba en la calle del Instituto nº 23, y que había de ser nuestro refugio y salvación por espacio de 66 días.
El padre Juste que no pudo al fin contar con el ofrecimiento que le habían hecho y los dos Hermanos quedaron en la casa de La Sillería, y esto fue lo que los perdió a los Hermanos. De la suerte que corrieron los tres hablaremos aparte lo mejor que podamos.
Para ir a nuestro refugio, atravesamos la calle de La Sillería en el momento en que mataban a tiros al párroco de San Nicolás, don Pascual Martín, a quien los rojos dijeron que gritase ¡viva el comunismo! Gritando él: ¡Viva Cristo Rey!
Caminábamos siguiendo a la criada por la calle de Alfileritos, cruzándonos con milicianos armados de fusiles y pistolas, quienes ciertamente me miraron a mí, y no sé cómo no me dejaron muerto en la calle.
Al llegar por detrás de San Vicente a la casa a donde nos dirigíamos, pasamos a ocho o diez metros del cadáver del Prior de los Carmelitas, padre Eusebio, a quien acababan de matar a tiros. Toda la noche y el siguiente día estuvo aquel cadáver ensangrentado debajo de la ventana del piso donde nos alojamos. Dicho Padre se había refugiado días antes en una casa cercana a la nuestra, y de allí le sacaron los rojos para matarlo, denunciado por uno de los vecinos, entre los cuales íbamos nosotros a vivir.
Entre enemigos
Si exceptuamos a nuestros hospedadores, el humilde cartero Alfredo Frisuelos, su esposa y buena cristiana Juana Jiménez, y la hija de estos, Esperanza.
Todos los otros vecinos nos eran contrarios. Vivíamos en lo más alto: un piso muy pequeño y muy pobre, como eran nuestros huéspedes. Debajo de nosotros, en el principal, el dueño de la casa con su mujer y una criada. Este hombre, no obstante ser sacristán, era de ideas republicanas y socialistas, y enemigo de los sacerdotes y de los jesuitas. Pero más mala aún era la criada, emparentada con dirigentes de la Casa del Pueblo, partidaria de los rojos cuyo triunfo ansiaba y enemiga de los del Alcázar con cuya destrucción se gozaba.
En la planta baja vivía un guardia de asalto, joven y casado con una mujer de los más alocada, habladora y sin sustancia que he visto. Se comprenderá que este matrimonio estuviese de parte del Gobierno que les pagaba y, por lo mismo, deseaban el triunfo de los rojos y la derrota de los del Alcázar y los derechistas. El guardia, de carácter benigno y que fluctuaba entre los de derecha y de izquierda, siempre se mostró atento, aunque reservado, con nosotros. La mujer, la charlatana y sin juicio, aunque interesada por nosotros de quienes se compadecía, nos molestaba en gran manera con su charlatanería y disparates.
A los dichos hay que agregar un miliciano, llamado Andrés, que dormía en la planta baja y pasaba en ella la mayor parte del día, pues era encargado de traer y llevar con un auto a los que le mandaban, y la mayor parte del tiempo estaba en casa para do o hablando con la novia, por nombre Vicenta, que era la criada de la casa contigua a la nuestra, nº 25.
Importa saber que en esta casa contigua a la nuestra vivían tres familias amicísimas mías, cada una de las cuales tenía un miembro en el Alcázar, y que la criada Vicenta también tenía allí a su padre, guardia civil, y a un hermano soldado.
Y, como si todos los anteriores no bastaran, todavía hay que añadir otros diez o doce enemigos más. Ello fue que desde los primeros días los milicianos, en número de seis u ocho, más dos o tres milicianas, siguiendo sus normas de matar y robar, invadieron el piso alto de la casa nº 25, donde vivía el comandante don Blas Piñar, uno de los del Alcázar. Saquearon y desvalijaron todos los muebles, ropas, etc. y lo eligieron para vivienda de ellos durante los 70 días que duró el asedio.
Estos cariñosos vecinos visitaron durante todo el tiempo nuestra casa trayendo a ella sus hurtos para que se los guardara la mujer del guardia de asalto, y para tratar con el miliciano Andrés y para otras cosas. Frecuentaron también nuestra casa otros guardias de asalto y milicianos para visitar a nuestros vecinos propiamente dichos y hasta paisanos de nuestros hospedadores, que habían venido de sus pueblos a servir como milicianos la causa del Gobierno.
Entraron en nuestro piso varias veces. No exagero si digo que cerca de un centenar de personas, en su mayor parte mujeres y enemigos nuestros supieron que en la casa nº 23 de la calle del Instituto se escondían los dos padres jesuitas más significados y buscados por todo Toledo para matarlos. Y el gran milagro para mí que Dios nuestro Señor hizo a favor nuestro, fue el de evitar que ninguna de aquellas personas que conocían nuestra estancia, la divulgasen.
Otros peligros
a) Los registros domiciliarios. Por casi todo el primer mes estuvimos temiendo viniesen los milicianos a registrar nuestro piso dando con nosotros. De hecho vinieron varias veces, todas ellas fueron detenidos en la puerta, ya por el miliciano Andrés, ya por el guardia de salto Teófilo, ya por nuestra propia patrona con su porte pobre y humilde. Por fin se consiguió un cartel o certificado de que nuestra casa estaba registrada por el Comité del Frente Popular y, por lo tanto, todos los camaradas debían respetarla.
b) Los cañones. Hacia el 22 de agosto una bala de cañón del 7,5, verdadera bala perdida, vino a dar sobre nuestra casa. Atravesó el muro exterior, recorrió el pasillo del piso principal, perforó la puerta del mismo piso y cayó en la escalera interior sin que explotara. El ruido y estrépito de los cristales fue grande, y la impresión de nuestra patrona la privó del sentido por algunas horas. Si aquella bala explota al chocar con nuestra casa, nos quedamos sepultados vivos.
c) Las minas y las bombas. Sabido es que para combatir y destruir el Alcázar con todos los que se hallaban dentro apelaron los del Gobierno a las minas preparadas con grandísimo trabajo y cargadas con varias toneladas de trilita. Fueron cuatro durante los últimos días, y de un poder destructor inconcebible. Las hacían explotar de 5 a 6 de la mañana, y para que se libraran de sus efectos los habitantes de la ciudad, se les avisaba la noche antes a fin de que se saliesen al campo.
Nosotros no podíamos hacer esto, porque para ello necesitábamos un salvoconducto firmado por el gobernador, previa presentación nuestra ante el Comité del Frente Popular que antes nos hubiera mandado fusilar.
Determinamos para el momento de la explosión bajarnos mientras todos se iban al campo, a un sotanillo muy endeble que tenía la casa también bastante endeble. Preferíamos nos matase Dios, si esa era su voluntad, a que nos matasen los hombres. Lo mismo hacíamos con los bombardeos de los aeroplanos.
d) Hasta nuestros huéspedes. ¿Quién lo creyera? Nuestro cartero, hombre bueno pero de pocos alcances, a la vista de los efectos de las minasen su piso, donde había inutilizado una de las cinco habitaciones, a la vista de la escasez de alimentos, no siendo lo mismo proveer para tres que para cinco, y a la vista de otros inconvenientes o molestias, como la de dormir en el suelo, él se atrevió a decirnos hacia mediados de septiembre, que no podríamos continuar en su casa.
La mujer entonces, de más talento y calzones que el marido, se cuadró delante de este y llamándole lo que se le vino a la boca, le dijo que allí mandaba ella; que nosotros no salíamos de su casa, y antes la matarían a ella que exponernos ella al menor peligro de la vida.
Gracias a esta generosidad y energía de la mujer, continuamos hasta el fin en aquella casa, en la que “ex his ómnibus periculis eripuit nos Dominus”.
Nuestra vida religiosa
Durante los 66 días que duró nuestro cautiverio ni pudimos celebrar, ni comulgar, ni rezar el Oficio Divino. Suplimos lo mejor que pudimos cumpliendo las otras prácticas espirituales de la vida religiosa. Hacíamos al levantarnos más de una hora de meditación, una o dos partes del rosario durante la mañana, y el examen y letanías de los santos al mediodía. Por la tarde rezábamos otras dos partes del rosario; hacíamos un rato de lectura espiritual en los libros que había en la casa. Y antes de acostarnos, preparábamos nuestros puntos y hacíamos el examen.
A falta de ocupaciones, dedicábamos más tiempo al sueño, no solo por la noche, sino también entre el día. Teníamos nuestros ratos de estudio aprovechando los libros de un hijo de la casa, que estudió en Comillas para sacerdote. Yo di un repaso a la Historia de España y a la de la religión, y leí una vida del Cardenal Merry del Val y otras cosas.
Leíamos además la prensa, toda ella izquierdista, plagada de mentiras y de noticias desagradabilísimas. Pero no había otra cosa y por ella íbamos sacando alguna verdad.
Las penitencias interiores y exteriores, las que las circunstancias, en no corta cantidad nos deparaban: comida bastante pobre, monótona y escasa; habitación pequeñísima, un cuartito para los dos, cuyo techo tocábamos con las manos levantadas, y de dos metros de ancho por tres o cuatro de largo; imposibilidad casi absoluta de mudarnos de ropa, pues no teníamos más que lo puesto, y todo lo demás que se deja entender. Sobre todo la preocupación continua de ver llegar a cada instante nuestra última hora y de no ver por ningún lado esperanza de salvación.
Nuestra liberación
Corrimos la misma suerte que los del Alcázar. En un mismo día nos encerramos unos y otros. En un mismo día quedamos libres. Nosotros que seguimos la marcha de las columnas liberadoras desde que pisaron tierras de Huelva y conquistaron luego Mérida, Badajoz, y avanzaron por Cáceres y ganaron después, tras reñidísimos combates Oropesa, Talavera, Santa Olalla, Maqueda y Torrijos, seguimos con inefable alegría que estaban en el río Guadarrama, a 14 kilómetros de Toledo el día 26 de septiembre.
Al siguiente día 27, los cañones a ocho kilómetros de nosotros, hacían retroceder a los rojos ocho kilómetros en pocas horas, y llegaban a mediodía a las puertas de Toledo.
Entraban en la ciudad a las seis de la tarde y hora y media más tarde estaban dentro del Alcázar los Regulare de Tetuán y los Legionarios de la 3ª Compañía de la 5ª Bandera. ¡Toledo era nuestra! Pero nosotros, en nuestro escondite, no lo sabíamos. Hasta creíamos que se lucharía aún el siguiente día para ganarla.
A las ocho y media de la mañana del 28, oímos felicitar a voces a uno en la calle debajo de nuestras ventanas. Pocos minutos después, nos dicen que podemos ver a los moros en la calle, que todo el mundo los veía, y que los del Alcázar estaban ya saliendo y volviendo a sus casas. Me eché a la calle por primera vez después de 66 días, y efectivamente vi a cinco o seis moros que habían venido acompañando a uno del Alcázar a su casa, vecina a la nuestra.
Ya entre la gente amiga de la vecindad, no pude menos de gritar: ¡Viva España! y ¡Vivan los moros! Todo aquel día el padre Puyal que había venido de capellán de los requetés, nos estuvo buscando por Toledo. Nos encontró por la tarde y nos llevó a nuestra casa, de la que ya se había posesionado. ¡Gracias sean dadas a Dios!
Allí, en un cuartito que daba al patio, instalaron su capilla. Sobre la mesa que hacía de altar, había dos velas encendidas, y, en medio de ellas, un cajoncito de madera. Allí estaba Jesús, y, delante de Jesús, los tres ancianos.
Los tres jesuitas sabían que los milicianos no tardarían en regresar, y esperaron, cara a cara a la muerte, serenos, en oración. Como escribió el Hermano Agustín: “no hay más que elevar los ojos al cielo y confiar en Cristo Jesús”.
El padre Máximo Pérez Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos hizo llegar a la Postulación la transcripción del manuscrito que se guarda en el archivo jesuítico de Alcalá de Henares. El documento original está escrito a mano con tinta y letra muy espaciada. Tiene bastantes correcciones y tachaduras de su autor. Aunque no está firmado, sin embargo, por los datos personales que va sembrando el redactor, se deduce con certeza que está escrito por el padre José Mª Gómez, miembro de la misma comunidad de los mártires, que salvó su vida gracias a estar refugiado, junto con el padre Gabino Márquez, en casa de una familia amiga, como se cuenta en el relato. El documento, abundante en nombres concretos, se escribió después de la liberación de Toledo, preguntando a las personas que habían sido testigos de los hechos que se narran. El documento lleva por título Los Jesuitas y la revolución.
LOS QUE SE SALVARON
Introducción
En la madrugada del 20 de julio de 1936 se rebelaron contra el Gobierno de Madrid los militares de Toledo, negándose estos a entregar las armas y municiones de la fábrica, como se les pedía, y declararon el estado de guerra.
En ese estado vivimos todos los días 20,21 y 22 con creciente tiroteo dentro de la ciudad. Ya el 21 atacó a Toledo una columna de fuerzas venida de Madrid al mando del general Riquelme. Este ataque fue rechazado por los de la ciudad, pero se repitió al día siguiente con mayor número de fuerzas enviadas de Madrid. Y, ante la superioridad numérica de sus contrarios, los militares y derechistas se refugiaron en el Alcázar, del que desde aquel momento hasta el de su liberación, fueron los heroicos e inmortales defensores.
Los jesuitas
A las seis de la tarde del 22 de julio, hora en que se refugiaban en el Alcázar los militares y derechistas, se declaraba en Toledo el triunfo de los comunistas, anarquistas y socialistas, y empezaba la más sangrienta persecución contra los sacerdotes y religiosos, militares y derechistas. En aquella hora nos encontrábamos en el piso de la calle de Sillería nº 8, los tres padres y dos hermanos que componíamos la Residencia de Toledo.
Llevábamos dos días sin salir de casa por causa del tiroteo, y tan ajenos estábamos a lo que se nos venía encima que, a la hora dicha, y cuando ya teníamos dentro de casa a un miliciano que venía a registrarla, todavía estábamos vestidos de sacerdotes los Padres y sin determinación alguna respecto a la dispersión.
En seguida nos vestimos de paisanos y acordamos dispersarnos. El padre Superior y yo pedimos hospedaje en el Hotel del Lino, y nos respondieron que no podía ser. El padre Juste dijo que él tenía ofrecido hospedaje en casa de unas penitentes suyas, Srta. De Avellanal. Los dos Hermanos, se pensó que podían quedar en casa pasando como criados de la dueña, Srta. Pilar García Ramírez.
Al vernos rechazados del hotel, al padre Márquez y a mí, la criada de la casa de la que Dios se valió para salvarnos, dijo que en su casa había dos camas que podíamos aprovechar. Aceptamos el ofrecimiento y, acompañados por la misma criada, nos dirigimos a su casa, que estaba en la calle del Instituto nº 23, y que había de ser nuestro refugio y salvación por espacio de 66 días.
El padre Juste que no pudo al fin contar con el ofrecimiento que le habían hecho y los dos Hermanos quedaron en la casa de La Sillería, y esto fue lo que los perdió a los Hermanos. De la suerte que corrieron los tres hablaremos aparte lo mejor que podamos.
Para ir a nuestro refugio, atravesamos la calle de La Sillería en el momento en que mataban a tiros al párroco de San Nicolás, don Pascual Martín, a quien los rojos dijeron que gritase ¡viva el comunismo! Gritando él: ¡Viva Cristo Rey!
Caminábamos siguiendo a la criada por la calle de Alfileritos, cruzándonos con milicianos armados de fusiles y pistolas, quienes ciertamente me miraron a mí, y no sé cómo no me dejaron muerto en la calle.
Al llegar por detrás de San Vicente a la casa a donde nos dirigíamos, pasamos a ocho o diez metros del cadáver del Prior de los Carmelitas, padre Eusebio, a quien acababan de matar a tiros. Toda la noche y el siguiente día estuvo aquel cadáver ensangrentado debajo de la ventana del piso donde nos alojamos. Dicho Padre se había refugiado días antes en una casa cercana a la nuestra, y de allí le sacaron los rojos para matarlo, denunciado por uno de los vecinos, entre los cuales íbamos nosotros a vivir.
Entre enemigos
Si exceptuamos a nuestros hospedadores, el humilde cartero Alfredo Frisuelos, su esposa y buena cristiana Juana Jiménez, y la hija de estos, Esperanza.
Todos los otros vecinos nos eran contrarios. Vivíamos en lo más alto: un piso muy pequeño y muy pobre, como eran nuestros huéspedes. Debajo de nosotros, en el principal, el dueño de la casa con su mujer y una criada. Este hombre, no obstante ser sacristán, era de ideas republicanas y socialistas, y enemigo de los sacerdotes y de los jesuitas. Pero más mala aún era la criada, emparentada con dirigentes de la Casa del Pueblo, partidaria de los rojos cuyo triunfo ansiaba y enemiga de los del Alcázar con cuya destrucción se gozaba.
En la planta baja vivía un guardia de asalto, joven y casado con una mujer de los más alocada, habladora y sin sustancia que he visto. Se comprenderá que este matrimonio estuviese de parte del Gobierno que les pagaba y, por lo mismo, deseaban el triunfo de los rojos y la derrota de los del Alcázar y los derechistas. El guardia, de carácter benigno y que fluctuaba entre los de derecha y de izquierda, siempre se mostró atento, aunque reservado, con nosotros. La mujer, la charlatana y sin juicio, aunque interesada por nosotros de quienes se compadecía, nos molestaba en gran manera con su charlatanería y disparates.
A los dichos hay que agregar un miliciano, llamado Andrés, que dormía en la planta baja y pasaba en ella la mayor parte del día, pues era encargado de traer y llevar con un auto a los que le mandaban, y la mayor parte del tiempo estaba en casa para do o hablando con la novia, por nombre Vicenta, que era la criada de la casa contigua a la nuestra, nº 25.
Importa saber que en esta casa contigua a la nuestra vivían tres familias amicísimas mías, cada una de las cuales tenía un miembro en el Alcázar, y que la criada Vicenta también tenía allí a su padre, guardia civil, y a un hermano soldado.
Y, como si todos los anteriores no bastaran, todavía hay que añadir otros diez o doce enemigos más. Ello fue que desde los primeros días los milicianos, en número de seis u ocho, más dos o tres milicianas, siguiendo sus normas de matar y robar, invadieron el piso alto de la casa nº 25, donde vivía el comandante don Blas Piñar, uno de los del Alcázar. Saquearon y desvalijaron todos los muebles, ropas, etc. y lo eligieron para vivienda de ellos durante los 70 días que duró el asedio.
Estos cariñosos vecinos visitaron durante todo el tiempo nuestra casa trayendo a ella sus hurtos para que se los guardara la mujer del guardia de asalto, y para tratar con el miliciano Andrés y para otras cosas. Frecuentaron también nuestra casa otros guardias de asalto y milicianos para visitar a nuestros vecinos propiamente dichos y hasta paisanos de nuestros hospedadores, que habían venido de sus pueblos a servir como milicianos la causa del Gobierno.
Entraron en nuestro piso varias veces. No exagero si digo que cerca de un centenar de personas, en su mayor parte mujeres y enemigos nuestros supieron que en la casa nº 23 de la calle del Instituto se escondían los dos padres jesuitas más significados y buscados por todo Toledo para matarlos. Y el gran milagro para mí que Dios nuestro Señor hizo a favor nuestro, fue el de evitar que ninguna de aquellas personas que conocían nuestra estancia, la divulgasen.
Otros peligros
a) Los registros domiciliarios. Por casi todo el primer mes estuvimos temiendo viniesen los milicianos a registrar nuestro piso dando con nosotros. De hecho vinieron varias veces, todas ellas fueron detenidos en la puerta, ya por el miliciano Andrés, ya por el guardia de salto Teófilo, ya por nuestra propia patrona con su porte pobre y humilde. Por fin se consiguió un cartel o certificado de que nuestra casa estaba registrada por el Comité del Frente Popular y, por lo tanto, todos los camaradas debían respetarla.
b) Los cañones. Hacia el 22 de agosto una bala de cañón del 7,5, verdadera bala perdida, vino a dar sobre nuestra casa. Atravesó el muro exterior, recorrió el pasillo del piso principal, perforó la puerta del mismo piso y cayó en la escalera interior sin que explotara. El ruido y estrépito de los cristales fue grande, y la impresión de nuestra patrona la privó del sentido por algunas horas. Si aquella bala explota al chocar con nuestra casa, nos quedamos sepultados vivos.
c) Las minas y las bombas. Sabido es que para combatir y destruir el Alcázar con todos los que se hallaban dentro apelaron los del Gobierno a las minas preparadas con grandísimo trabajo y cargadas con varias toneladas de trilita. Fueron cuatro durante los últimos días, y de un poder destructor inconcebible. Las hacían explotar de 5 a 6 de la mañana, y para que se libraran de sus efectos los habitantes de la ciudad, se les avisaba la noche antes a fin de que se saliesen al campo.
Nosotros no podíamos hacer esto, porque para ello necesitábamos un salvoconducto firmado por el gobernador, previa presentación nuestra ante el Comité del Frente Popular que antes nos hubiera mandado fusilar.
Determinamos para el momento de la explosión bajarnos mientras todos se iban al campo, a un sotanillo muy endeble que tenía la casa también bastante endeble. Preferíamos nos matase Dios, si esa era su voluntad, a que nos matasen los hombres. Lo mismo hacíamos con los bombardeos de los aeroplanos.
d) Hasta nuestros huéspedes. ¿Quién lo creyera? Nuestro cartero, hombre bueno pero de pocos alcances, a la vista de los efectos de las minasen su piso, donde había inutilizado una de las cinco habitaciones, a la vista de la escasez de alimentos, no siendo lo mismo proveer para tres que para cinco, y a la vista de otros inconvenientes o molestias, como la de dormir en el suelo, él se atrevió a decirnos hacia mediados de septiembre, que no podríamos continuar en su casa.
La mujer entonces, de más talento y calzones que el marido, se cuadró delante de este y llamándole lo que se le vino a la boca, le dijo que allí mandaba ella; que nosotros no salíamos de su casa, y antes la matarían a ella que exponernos ella al menor peligro de la vida.
Gracias a esta generosidad y energía de la mujer, continuamos hasta el fin en aquella casa, en la que “ex his ómnibus periculis eripuit nos Dominus”.
Nuestra vida religiosa
Durante los 66 días que duró nuestro cautiverio ni pudimos celebrar, ni comulgar, ni rezar el Oficio Divino. Suplimos lo mejor que pudimos cumpliendo las otras prácticas espirituales de la vida religiosa. Hacíamos al levantarnos más de una hora de meditación, una o dos partes del rosario durante la mañana, y el examen y letanías de los santos al mediodía. Por la tarde rezábamos otras dos partes del rosario; hacíamos un rato de lectura espiritual en los libros que había en la casa. Y antes de acostarnos, preparábamos nuestros puntos y hacíamos el examen.
A falta de ocupaciones, dedicábamos más tiempo al sueño, no solo por la noche, sino también entre el día. Teníamos nuestros ratos de estudio aprovechando los libros de un hijo de la casa, que estudió en Comillas para sacerdote. Yo di un repaso a la Historia de España y a la de la religión, y leí una vida del Cardenal Merry del Val y otras cosas.
Leíamos además la prensa, toda ella izquierdista, plagada de mentiras y de noticias desagradabilísimas. Pero no había otra cosa y por ella íbamos sacando alguna verdad.
Las penitencias interiores y exteriores, las que las circunstancias, en no corta cantidad nos deparaban: comida bastante pobre, monótona y escasa; habitación pequeñísima, un cuartito para los dos, cuyo techo tocábamos con las manos levantadas, y de dos metros de ancho por tres o cuatro de largo; imposibilidad casi absoluta de mudarnos de ropa, pues no teníamos más que lo puesto, y todo lo demás que se deja entender. Sobre todo la preocupación continua de ver llegar a cada instante nuestra última hora y de no ver por ningún lado esperanza de salvación.
Nuestra liberación
Corrimos la misma suerte que los del Alcázar. En un mismo día nos encerramos unos y otros. En un mismo día quedamos libres. Nosotros que seguimos la marcha de las columnas liberadoras desde que pisaron tierras de Huelva y conquistaron luego Mérida, Badajoz, y avanzaron por Cáceres y ganaron después, tras reñidísimos combates Oropesa, Talavera, Santa Olalla, Maqueda y Torrijos, seguimos con inefable alegría que estaban en el río Guadarrama, a 14 kilómetros de Toledo el día 26 de septiembre.
Al siguiente día 27, los cañones a ocho kilómetros de nosotros, hacían retroceder a los rojos ocho kilómetros en pocas horas, y llegaban a mediodía a las puertas de Toledo.
Entraban en la ciudad a las seis de la tarde y hora y media más tarde estaban dentro del Alcázar los Regulare de Tetuán y los Legionarios de la 3ª Compañía de la 5ª Bandera. ¡Toledo era nuestra! Pero nosotros, en nuestro escondite, no lo sabíamos. Hasta creíamos que se lucharía aún el siguiente día para ganarla.
A las ocho y media de la mañana del 28, oímos felicitar a voces a uno en la calle debajo de nuestras ventanas. Pocos minutos después, nos dicen que podemos ver a los moros en la calle, que todo el mundo los veía, y que los del Alcázar estaban ya saliendo y volviendo a sus casas. Me eché a la calle por primera vez después de 66 días, y efectivamente vi a cinco o seis moros que habían venido acompañando a uno del Alcázar a su casa, vecina a la nuestra.
Ya entre la gente amiga de la vecindad, no pude menos de gritar: ¡Viva España! y ¡Vivan los moros! Todo aquel día el padre Puyal que había venido de capellán de los requetés, nos estuvo buscando por Toledo. Nos encontró por la tarde y nos llevó a nuestra casa, de la que ya se había posesionado. ¡Gracias sean dadas a Dios!