Después de conocer ayer las fuentes que se refieren a la conversión de San Pablo y lo que dicen (pinche aquí si se lo perdió), nos preguntamos hoy la forma bajo la cual se le apareció Jesús, tema que, como va a tener ocasión de ver Vd.,  tiene más enjundia de la que cupiera imaginar en principio.
 
            Pues bien, y aun a pesar de que Pablo clame “¿acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?” (1Co.9, 1)-, la forma en la que se le aparece Jesús no es una forma humana, -por lo que poco o nada tiene que ver con las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos antes de ascender a los cielos- sino que es, a la vez, la de una voz y la de una luz. Y si en ello hay general acuerdo en los diversos relatos que del mismo evento se hace en los Hechos de los Apóstoles, hasta tres como se ha dicho, se contiene en ellos, sin embargo, una divertida contradicción, y es que si en Hch. 9, 7 –es decir, en el que relata directamente el autor del libro, Lucas- los hombres que acompañan a Pablo escuchan la voz pero no ven la luz, en Hch. 22, 9 y en Hch. 26, 1314, -es decir, en aquéllos que Lucas pone en boca del protagonista de los hechos, el propio Pablo- esos mismos hombres ven la luz pero no escuchan la voz. Como quiera que sea, Pablo y sólo Pablo percibe la doble sensación, la luz cegadora y la voz atronadora; y Pablo y sólo Pablo, se ve aquejado por una desagradable consecuencia del extraño fenómeno:
 
            “Saulo se levantó del suelo, y aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber.” (Hch. 9, 8-9).
 
            Muchos han sido los intentos de explicar de manera racional o científica todo lo que le aconteció a Pablo en el camino de Damasco. Uno de los más conocidos quizás sea el que debemos al filósofo francés Ernest Renan (n.1823-m.1892), quien en su obra Historia de los orígenes del cristianismo, deja escrito:
 
            “Si Pablo tuvo allí [en Damasco] visiones terribles, es porque las llevaba en su espíritu. Cada paso que daba hacia Damasco despertaba en él acerbas dudas. Las casas que empieza a percibir son acaso las de sus víctimas. Este pensamiento le atormenta, detiene su paso; quisiera no avanzar e imagínase resistir ya a un aguijón que le insta eficazmente. La fatiga del camino, unida a esa preocupación, le hace desfallecer. Tenía a lo que parece, los ojos inflamados, acaso el comienzo de una oftalmía [quizás se refiera Renan a las escamas que, según se relata en Hch. 9, 18 y coincidiendo con el momento en que recupera la vista, le caerán a Pablo de los ojos tres días después de la aparición]. En las largas marchas, las últimas horas son las más peligrosas. Todas las debilidades de los días pasados se acumulan; debilítanse las fuerzas nerviosas y se opera una reacción. Acaso también el cambio brusco de la llanura devorada por el sol a las frescas sombras de los jardines, produjo un acceso en el organismo enfermizo y gravemente alterado del fanático viajero. Las fiebres perniciosas, acompañadas de transportes cerebrales, son repentinas en aquellos parajes. En unos cuantos minutos cae uno como herido por un rayo. Cuando el acceso ha pasado, queda en nosotros la impresión como de una noche oscura surcada de relámpagos, en las que se han visto multitud de imágenes dibujarse sobre un fondo negro [Renan, en nota a pie de página añade que él mismo ha tenido esa experiencia]. Lo cierto es que un desvanecimiento repentino privó a Pablo de lo que le quedaba en conciencia y cayó en tierra privado de sentido”.
 
            Se sabe también que Pablo tiene unos parientes, Andrónico y Junia, “que llegaron a Cristo antes que yo”, según él mismo declara de una manera cariñosa en su Carta a los Romanos (ver Ro. 16, 7), los cuales podrían haber contribuído a su conversión.
 
            No es de todas maneras ésta la única ocasión en la que Pablo ve a Cristo. En su discurso a sus compatriotas judíos que le tienen preso, les describe la segunda vez en la que lo hace, la cual debió de acontecer, por los datos que el propio Pablo brinda, hacia el año 40:
 
            “Habiendo vuelto a Jerusalén [se refiere Pablo a la visita que hace a la ciudad santa para conocer a Pedro] y estando en oración en el Templo, caí en éxtasis y le ví a él que me decía: “Date prisa y marcha inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí”” (Hch. 22, 1718).
 
            Todavía relata el iluminado de Tarso una tercera visión, aún más espiritual que las anteriores, acontecida, una vez más a partir de los datos que el propio Pablo aporta, hacia el año 43, esta vez, con toda probabilidad, en su propia ciudad de Tarso, quien sabe si no en su propia casa:
 
            “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años -si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo [cabe suponer que Pablo quiere decir el más alto de los cielos]. Y sé que este hombre -en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2Co. 12, 2-4).
 
            Y sin más por hoy sino desearles como siempre, que hagan mucho bien y no reciban menos, me despido hasta mañana.
 
 
 
            ©L.A.
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