En dos generaciones, a lo sumo, pocos recordarán a Cecilia, la abuela de Marisa, mi mujer, que ha fallecido hoy, casi con noventa. Había sobrevivido a José, su esposo, y a la hilera de geranios del balcón, víctimas de la artrosis de la buena mujer, que ya no estaba ni para trotes ni para riegos. Le sobrevive, empero, el amor de hombre, la planta que corona la puerta del jardín de Riópar donde, hasta el último septiembre, disfrutaba, entre balonazos de biznietos, del sol y de la charla.
Hay en las charlas de las ancianas de pueblo algo de punto de cruz, de calma de madeja. Sobrevolaban las tertulias de Cecilia tiempos mejores, años mozos, pequeñas esperanzas, risas suaves. Como quiera que los que siguen hablan otro idioma es previsible que en dos generaciones, a lo sumo, las charlas de jardín se incluyan entre las lenguas muertas. Y desaparezca así el recuerdo de Cecilia en el jardín. Temporalmente, claro, porque siempre nos quedará la vida eterna, el París del cielo.