Jonás 3,1-5.10; 1 Corintios 7, 29-31; -20
«Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron»
«No pretendamos nivelar, ni igualar. La originalidad es el camino concreto que Dios marca a cada uno. Potenciando la fuerza interior que Dios nos ha confiado. Respetando diferentes formas de ser»
El otro día vi la película llamada «Divergentes». En ella se presenta un mundo futuro de ficción. Para mantener la paz han constituido cinco facciones. Cada una con un rasgo fundamental. Son las siguientes: Osadía. A ella van los osados, los que tienen un alma valiente. Quieren proteger a los demás y dar su vida luchando por ellos. Son defensores, imponen el orden. Otra facción se llama concordia. Son positivos y alegres. Cultivan la tierra y viven en paz. No hacen daño a nadie. Otros pertenecen a la facción de abnegación. Ellos están dispuestos a dar la vida por los demás. Son solidarios, no piensan en sí mismos. Huyen de la vanidad. Son servidores sociales y por eso detentan el poder. Los que viven en erudición buscan la verdad, investigan y estudian. Tienen el poder que da el conocimiento de las cosas. Los que imparten la justicia pertenecen a la facción de la verdad. Dicen siempre la verdad, lo que piensan. Incluso aunque uno no quiera oírla. Son cinco facciones que permanecen en paz respetando la originalidad de los otros. La pertenencia a una u otra facción viene dada por cómo es cada uno. Para ello hay una prueba que muestra cómo somos en nuestro interior. Aunque la prueba nunca es definitiva y, al final, uno decide libremente dónde quiere ir. Lo que sucede es que, como pasa con los test de personalidad, no es tan fácil encasillar a las personas en un solo temperamento o grupo. Uno no tiene normalmente sólo un rasgo que lo determina. Eso sí, algunos rasgos suelen destacar por encima del resto. Pero hay algunas personas que tienen a la vez varios rasgos muy marcados, rasgos que destacan con fuerza. Por eso en la vida no basta con hacer un test para saber cómo somos. Es necesario ahondar más, saber cómo somos en realidad, profundizar en nuestra historia, descubrir lo más original que tenemos. En la película los divergentes son aquellos que no encajan en una sola facción. Lo que es una riqueza de la persona, se ve aquí como un peligro. Son personas complicadas, fuera del sistema, que desestabilizan el orden porque no encajan, porque no se las puede encasillar tan fácilmente. El planteamiento parece un poco simple, pero tiene intuiciones verdaderas. Se trata de una paz basada en un equilibrio que no existe. Un intento por controlar a los diferentes, reduciéndolos, eliminándolos, apartándolos. Una paz que no funciona.
La verdad es que, en nuestro camino, queremos saber bien cómo somos. Queremos pertenecer a algún sitio, a alguna realidad, no vivir abandonados, sin hogar. Nos gusta saber cuáles son nuestras fuerzas, lo que nos hace felices, lo que nos ayuda a crecer, dónde seremos más útiles. Y también queremos descubrir en qué nos diferenciamos de los otros. Queremos ser fieles a nosotros mismos, a nuestra verdad, a lo más original que hay en el corazón. Eso sí, como casi nunca somos cien por ciento de una sola manera, corremos el peligro de no encajar en un solo sitio. Como en la película, queremos ser justos y veraces, osados y amables, abnegados y serviciales, a un mismo tiempo. La intuición que desarrolla la película me gusta. A veces queremos encasillar a las personas en una única facción. Nos gusta decirles a los demás cómo son. Así los controlamos y sabemos cómo van a reaccionar siempre. Lo hacemos mucho con las personas a las que amamos. Como queriendo que no se salgan del esquema fijado. Que no rompan el molde en el que las hemos colocado. Que no desestabilicen el sistema siendo demasiado originales. A veces lo hacemos también con nosotros mismos y nos limitamos. Creemos que no podemos crecer en ciertos aspectos. Y tapamos otros rasgos de nuestra alma que gritan por salir. Y todo para encajar. Para no desentonar. Todos, en el fondo, tenemos algo de divergentes. De rebeldes. De luchadores. No queremos que nos limiten, que nos impongan una forma de ver la vida negando nuestra originalidad. Todo esto es muy cierto. Pero la pregunta que subyace tiene que ver con la pertenencia. Queremos pertenecer a un grupo. Y a veces podemos ceder a lo que somos en lo más hondo para ser aceptados en un lugar. La tensión entre ser fieles a lo que somos de verdad y adaptarnos a lo que una comunidad o un grupo espera de nosotros, siempre va a existir. Los que nos quieren suelen esperar de nosotros ciertas actitudes. Algunas son importantes y tendremos que cultivarlas. Pero otras puede que no. Lo importante es no renunciar a nuestra verdad, a lo más auténtico que hay en el alma. Porque siempre volverá a gritar desde lo más profundo de nuestro ser. No cedamos a nuestra intuición más verdadera. Podemos pertenecer a un grupo, encontrar un hogar, pero sin dejar de ser nosotros mismos, sin renunciar a nuestra verdad. No hay nada peor que una sociedad que busca que todos sean iguales, o que todos estén controlados, piensen lo mismo, se adapten a un sistema. A veces buscamos lo mismo en la Iglesia. Queremos que todos piensen exactamente igual, vivan la fe de la misma forma, tengan la misma espiritualidad. Justamente Pentecostés nos muestra el camino de la diversidad que encuentra su unidad en Cristo. En Él cabemos todos. Somos diferentes, y encajamos. No pretendamos nivelar, ni igualar. La originalidad es el camino concreto que Dios marca a cada uno. Potenciando la fuerza interior que Dios nos ha confiado. Respetando diferentes formas de ser. Aceptando otros carismas. No queremos nivelar, sino respetar siempre. No parece tan sencillo porque con frecuencia nos quedamos en lo que nos molesta y vemos sólo lo que los demás tendrían que mejorar. Decía el P. Kentenich: «Es un arte superar en nosotros al escarabajo estercolero y cultivar en nosotros la abeja. Tenemos que darle también al otro el derecho a su ser. Educarnos a nosotros mismos para ver en él más lo positivo, lo valioso, antes que estar colocando siempre en primer plano lo que no me gusta en él. No que queramos negarlo. Dios también lo conoce»[1]. Es el arte de ver lo bueno en los demás. Respetando su forma original de ser. Sin escandalizarnos, ni asustarnos. Ver lo bueno en el diferente, en el que no piensa igual que nosotros. Aceptando las diferencias, conviviendo pacíficamente con ellas sin miedo, sin perder la paz, sin temer que su cercanía pueda contagiarnos, sin temer el qué dirán. Sí, porque a veces nos preocupa más lo que los demás piensan que lo que realmente quiere Dios. Jesús comía con prostitutas y publicanos. Él miraba al diferente y veía la semejanza. Veía, en lo más hondo del corazón, su verdad más bella, su originalidad más valiosa. Abrazaba y sostenía al que encontraba en el camino.
Esta semana hemos celebrado el 20 de enero. El Padre Kentenich, el 20 de enero de 1942, tomó una decisión importante. Podía evitar ser mandado al campo de concentración de Dachau. Bastaba con pedir un nuevo informe médico sobre su estado de salud. Era muy posible que ese informe lo eximiera de tener que ir a lo que parecía, por su precaria salud, una muerte segura. Era una decisión moralmente lícita. El Padre lo sabía. El plazo se cumplía el 20 de enero. Esa noche el Padre decide no hacer nada. Ve en la eucaristía qué es lo que le pide Jesús. Esa decisión, ese paso, es un salto audaz. Muchos no lo entendieron. Hacía falta mucha fe para dejar pasar una oportunidad como esa. Como él decía, era necesario tener los dos pies en el mundo sobrenatural. Él va a unir esa decisión a la vivencia de la Inscriptio. Es un acto de amor a Dios por el cual le pedimos que inscriba nuestro corazón en el corazón de Jesús. Decía el P. Kentenich: «La realización de la Inscriptio ocurre en la vida diaria. No queremos pertenecer a aquellos que al rezar saben decir mucho sobre la entrega total, pero que luego reúnen todos los caballos del mundo para que tiren del carro de la propia, pequeña vida y lo hagan volver atrás cuando Dios comienza a tomar en serio nuestra oración y hace con nosotros lo que Él quiere»[2]. Muchas veces en la vida nos empeñamos en hacer lo que nosotros queremos y no nos abrimos con libertad a lo que Dios nos pide. S. Ignacio lo describe en aquella oración: «Toma, Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad y todo mi corazón. Todo me lo has dado, todo te lo ofrendo sin reservas; haz con ello lo que Tú quieras. Sólo una cosa te pido: tu gracia, tu amor y fecundidad. Tu gracia para que me incline con alegría ante tu voluntad y deseos; tu amor para creerme, saberme -y a veces sentirme- amado siempre como las niñas de tus ojos; tu fecundidad para que yo sea muy fecundo para ti y para María, para nuestra obra común. Así entonces seré rico en plenitud y no querré nada más». ¿Qué estoy dispuesto a entregarle a Dios? Nuestra libertad. Son palabras fuertes. La libertad es un don sagrado. No queremos desprendernos de ella. Perder la libertad, dejar de ser libres para decidir. Nos parece mucho. Mi memoria. Lo que he guardado como sagrado en el corazón. Entregarle lo que he vivido, mi historia personal. Mi entendimiento. Para aceptar que no todo tengo que comprenderlo. ¡Cuántas veces en la vida queremos tenerlo todo bien ordenado! Queremos que las piezas del puzle encajen perfectamente. Miramos hacia delante y hacia atrás deseando que nuestra vida tenga un orden perfecto. No es así y sufrimos. Entregamos el entendimiento, aceptando la posibilidad de vivir sin comprender, sin que todo tenga un sentido, una lógica aceptable. Mi voluntad. Para no querer otra cosa que lo que quiere Dios. Mi corazón. Para no amar otra cosa que lo que ama Dios. Es bonito el gesto. A veces nos sentimos superados por la vida, incapaces de seguir remando mar adentro. Sólo necesitamos la gracia de Dios, su amor y su fecundidad. Para que nuestra vida dé fruto en otros corazones. Damos fruto si nos entregamos, no si nos reservamos buscando nuestro deseo.
Abandonar nuestra vida en manos de Dios no parece nunca tan sencillo. Sobre todo cuando estamos hablando del sufrimiento. No queremos sufrir. Va contra nuestra naturaleza que busca la felicidad, la paz, el descanso, la alegría. No hay nada más contrario a nuestro querer. Sufrir nos parece innecesario, injusto, demasiado duro. En esos momentos, cuando nos faltan las fuerzas, es Dios quien nos sostiene: «Esto vale especialmente cuando Dios nos lleva a la escuela del sufrimiento. Para Pablo es natural que nosotros, en nuestra calidad de miembros de Cristo, seamos asociados a su pasión, y que el padecimiento no sólo signifique colapso de fuerzas humanas sino también surgimiento de fuerzas divinas y abundante fecundidad de nuestra vida y de nuestro obrar»[3]. La escuela del sufrimiento. Dios lo permite en nuestra vida. Dios nos ama y en su amor tolera que suframos. El corazón se rebela contra todo sufrimiento. No queremos padecer, no queremos sufrir la pérdida, ni el dolor. Queremos una vida plena. Una persona le rezaba así a Jesús en su dolor: «Conozco muy bien las pérdidas. Desde pequeña tuve que sufrirlas. Las más abruptas, las que me dejaron sin respiro. Dios sabrá explicármelas al final del camino. El tiempo hará el resto, calmará un poco la ausencia, sanará un trozo de mi corazón herido. Mientras tanto me guías por este mundo con tu luz, Señor, que desde la estrella más brillante, desde el mar más profundo y desde las cumbres más altas, me muestra que sólo se llega a ti por tu cruz». El camino del sufrimiento es el camino de la cruz. No pienso que Dios nos mande las cruces. Pero la cruz sale a nuestro encuentro siempre, porque somos limitados, porque el tiempo lo desgasta todo, porque la naturaleza nos hiere. Entonces llega el dolor y el sufrimiento. Y Jesús está ahí, en mi cruz. Muchas veces no encontraremos el sentido. En realidad no siempre será necesario. Sólo le pedimos a Jesús que no nos suelte de la mano, que no nos deje solos por la vida sin su compañía, sin su fuerza y aliento. Es lo que necesitamos. Hablando de su enfermedad, comentaba la doctora África Sendino: «Si Dios me brindase rebobinar la moviola de la vida y me ofreciera elegir entre las dos opciones posibles, salud sin quiebra o lo que realmente me ha sucedido, no podría decir que no a lo que sucedió en realidad. Porque Dios no nos ofrece la enfermedad como castigo, sino como camino. Y porque en ese camino yo estoy aprendiendo intensísimas lecciones de lo que supone que Dios componga el argumento de mi biografía. Comprendo que la Providencia divina no es un simple planteamiento, sino una realidad cotidiana que me aguarda en el rostro de mis amigos. Y presencio, como un espectáculo grandioso, hasta dónde puede llegar la bondad de quienes me rodean»[4]. En el dolor no sólo nos encontramos con el rostro amigable y cercano de Dios, con su mano que nos sostiene, sino con el rostro de todos los que nos cuidan, nos velan, nos acompañan. Por eso queremos pedirle a Dios esa libertad interior ante la vida. Le entregamos nuestros miedos confusos ante el futuro. La desazón que nos invade al pensar en todo lo que nos puede suceder. Se lo entregamos. Es vivir inscritos en el corazón de Jesús. Allí poco importa lo que pueda suceder. Se nos quita el miedo yendo de su mano.
En la vida a veces tenemos que vivir con los dos pies en el mundo de Dios. Pero no es tan sencillo. Decía el P. Kentenich: «Tenemos que tener el sentimiento de ser forasteros en esta tierra, para poder estar arraigados en Dios. Ahora debemos comprometernos en serio en la vida cotidiana. No jugar con palabras, sino demostrar con hechos que le pertenecemos». Son palabras que nos recuerdan a las de San Pablo: «Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran». 1 Corintios 7, 29-31. Estamos muy lejos de vivir así. El apego al mundo es muy fuerte en el alma. Estamos entrañablemente unidos a lo mundano. A veces confundimos lo humano con lo mundano. Lo humano nos habla de Jesús. Él amó lo humano, se dio de forma humana. Él rescata todo lo humano de nuestra naturaleza. Lo mundano puede alejarnos de Dios, porque nos hace vivir con los dos pies sobre la tierra, dejando de lado a Dios. Lo humano es el lazo que nos une más íntimamente con Dios. Pero Jesús se hizo hombre para redimir el mundo. Y por eso el mundo ha de ser parte también de nuestra vida. No huimos del mundo, ni de lo humano. No nos encerramos en nosotros mismos buscando sólo a Dios. A Dios lo encontramos en el mundo, en lo humano. Pero sin desligarnos de su amor. No es tan sencillo pero es el camino que seguimos. Salvar el mundo por la presencia de Dios en medio de los hombres. Cristo se hizo hombre para salvar al hombre en el mundo. Queremos vivir sin estar totalmente apegados. San Pablo lo describe claramente. Enraizados pero libres. Unidos pero anclados en Dios. En la tierra y en el cielo. Somos ciudadanos del cielo. Vivimos entre los hombres y unidos a Dios.
Jesús pasa hoy junto al lago: «Pasando junto al lado de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago». Hace poco leíamos que Juan se fijó en Jesús que pasaba. Jesús es el paso de Dios por nuestra tierra, por nuestro lago. Dios puso sus pies en nuestro camino. Jesús pasa cada día por nuestra vida. Pasa por nuestra historia, llena de luces y sombras. Pasa por nuestro corazón. Sale a nuestro encuentro allí donde estamos. Llega a nosotros. Los apóstoles están haciendo lo que hacen todos los días, salir a pescar, preparar las redes. Y ahí es donde Jesús se acerca. Acoge su vida tal como es. Cristo viene a nuestro día cotidiano, a nuestro mundo, en lo más humano. Pasa y llega a nosotros cada mañana. Se mete en nuestra vida. Viene. Siempre he querido pasar por la vida de Jesús, por su corazón. Me gusta pensar que Él también pasa por mi vida, se adapta a mí, le interesan mis redes y mi barca, lo que hago. Me pregunta cómo me ha ido, le importa lo que a mí me importa. Comparte mi día. Para Él, nuestro lugar es el lugar de encuentro con Él, un lugar sagrado. A veces, es verdad, no lo vemos. Tan metidos estamos con nuestras cosas, en nuestro mundo. Otras veces, lo buscamos en experiencias religiosas fuertes. Quizás nos falta una mirada limpia y honda para ver sus pies en nuestro camino, en nuestro mismo barro. Para ver su paso por mi vida hoy, sus huellas, su mirada, sus palabras. Siempre me da tranquilidad pensar que Él llega e irrumpe. Que Él pasa por mi vida y se detiene. Pone sus pies en la historia de mi vida. En días tranquilos a veces miro para atrás y veo cómo ha sido su paso, cómo nunca estuve solo. Cómo llegó a mí en momentos, en personas. ¿Cómo es el paso de Dios en mi vida? A veces vamos juntos, caminando. Otras veces su paso es en otros, en su amor, en su belleza. Otras pasa por mi cruz y es mi sostén y mi consuelo, mi fuente de paz. A veces su paso es silencioso, y no lo veo. Hoy llega a la rutina más cotidiana de cuatro hermanos. Trabajan en familia. Navegan. Pescan. Preparan sus redes. Un día cualquiera. Un día más. Jesús pasa junto a su lago.
Jesús se detuvo junto a su barca y sus redes. Los miró con cariño y los llamó a seguir sus pasos. Así mira siempre Él. Ve su sencillez, su vida, su mar, su alma de niños. Eran hombres de acción. Pescadores. Nobles. Puros. Ve quizás también su relación de hermanos. Los eligió en su corazón antes de decírselo. Los nombra. No llama a los cuatro. Llama a cada uno. Pedro. Andrés. Santiago. Juan. El domingo pasado San Juan nos contaba este mismo episodio pero más gradual, cada uno en un momento. Hoy Marcos nos habla de la llamada a la vez. Los llama juntos. Van a vivir en comunidad. Van a vivir la amistad que merece la pena. Con Jesús y entre ellos. Pero Jesús pronuncia cada nombre. Elige a cada uno. Conoce a cada uno. Rezó por cada uno. Siempre es así en la vida. En la Iglesia. ¡Qué importante es cuidar la relación personal con Jesús, hablar con Él, tener con Él mi propia historia de amor! Y a la vez, vivir junto a otros la fe, buscar juntos, ayudarnos. No nos podemos quedar en lo personal ni tampoco diluirnos en la comunidad. Me gusta que Jesús vea juntos a los hermanos. Que nombre a cada uno. Así empezó la aventura. Desde la orilla del lago a la profundidad del mar. Con sus redes rotas pescarán hombres para Dios. Jesús no quería vivir solo. Se acerca. Acoge al otro como es. Lo nombra. Y lo llama, desde su vida, desde lo que es, a soñar con lo que puede llegar a ser. A soñar más. A amar más. A ser más pleno. Les habla en su lenguaje de cosas familiares para ellos. Les habla de redes y de barcas, de mar y de pescar. Pero les abre el horizonte. Les habla de un mar más grande, de un horizonte infinito, de una barca que no naufraga. Toca en su alma sus sueños. Despierta lo que está dormido. Yo no sé si lo comprendieron. Pero quizás vieron en los ojos de Jesús un amor personal, hondo. Sus ojos comprensivos. Y un deseo: «Venid conmigo». Sí. Querían estar con Él. Vivir con Él. ¿Qué tendría Jesús para que esos hombres de corazón limpio se fuesen inmediatamente con Él? ¡Qué confianza más honda! Esa es la llamada de Jesús. A vivir con Él. Desde lo que soy. Desde mis redes y mi barca. Pienso que la vida cristiana es eso, hacer lo mismo que hago pero con Jesús. Él lo cambia todo. Si viniese a mí. ¿Qué lenguaje usaría para que yo lo comprendiese? ¿Qué sueños despertaría en mi corazón? A los pescadores les habló de pescar hombres, de cuidar a otros, de entregar la vida por otros. De ser padres. ¿Cómo me hablaría a mí? Ellos no hicieron cálculos. No pensaron en los pros y en los contras. Me impresiona mucho ese sí inmediato, sin dudas, sin miedos. Lo dejan todo. Sus redes y su barca. Sin dudarlo. Sin consultar a nadie, sin pedir más información: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Marcos 1, 14-20. No necesitaban ninguna otra seguridad que esa cercanía de Jesús que todo lo cambia. Con Él todo merece la pena. No era un salto al vacío. A veces, cuando nos toca dar saltos en la oscuridad y quedarnos sin nada, el corazón tiembla. La experiencia de dejar algo para ponerse a buscar, pero sin tener nada, es muy difícil. Es la experiencia de desierto. De empezar. De despojarse de todo y buscar eso que llena el corazón, para lo que estamos hechos. Ellos lo dejaron inmediatamente porque lo encontraron a Él. Se despojaron de algo porque habían encontrado lo que buscaban sin saberlo, lo que respondía a ese grito del alma que tapamos tantas veces. Es el tesoro en el campo por el que merece la pena venderlo todo. Dejaron las redes. Dejaron a su padre en la barca. Pero habían encontrado el sentido de sus vidas. Su camino. La aventura de navegar más allá, más profundo, con Jesús. Jesús nos dice siempre: «Ven conmigo. Ven y te ayudaré a vivir en profundidad, a mirar en lo hondo. Ven conmigo y verás que la vida merece la pena, también cuando no comprendas, también cuando haya dolor. Ven conmigo y el mar será cada vez más ancho». Y se marcharon con Él. Nunca se separaron. Jesús siempre estuvo con ellos. Cada día. Así quiero vivir yo siempre. Navegar a su lado.
Jesús llama a sus discípulos en la orilla del lago. Pero sueña con ir con ellos mar adentro. En otro evangelio les pide a los discípulos que confíen y echen las redes dónde Él les diga. Jesús nunca teme el horizonte abierto. Tampoco el horizonte estrecho. Navega. Se adentra. Siempre lo hace así en mi alma. Y me invita a navegar por el océano. Es la pesca milagrosa. Navegan mar adentro y todo cambia. Ellos confían. Pero ir mar adentro en mi vida no significa necesariamente navegar e ir lejos de la orilla, recorrer otros mares e ir a otros horizontes más amplios donde pueda sentirme más valorado o más fecundo. No se trata de ese horizonte en el que se pierde la vista y no parece haber límites. No es ese horizonte en el que no hay trabas, ni órdenes que limiten, ni esas debilidades humanas que me hacen sentirme incapaz. No me lleva a otra parte, no me quita las cosas que hoy me limitan y obstaculizan, no me coloca en una comunidad ideal, con las personas más capacitadas. No me allana el sendero para que no tropiece, ni me quita la tormenta que aleja a los peces. No, sólo quiere que vuelva a mi misma barca, a mi mismo mar, con las mismas redes de siempre. Pero no ya a la hora adecuada, cuando todo cuadra. Quiere que las eche cuando Él me dice. Por eso me promete que seré pescador de hombres. Con mis redes. No con unas maravillosas y mágicas. No, sólo con mis capacidades, con mis límites humanos. Jesús me habla de otro horizonte. Me pide dejar mis redes y mi orilla y no temer. Me pide confiar y pescar donde me pide. Me invita a hacer lo mismo pero con otra hondura, de una forma más profunda. Hacer lo mismo pero a su lado, con sus manos, con su corazón, con su mirada. Consiste entonces en echar las mismas redes, no otras nuevas, no unas redes más grandes y poderosas. Jesús quiere que eche mis propias redes, ya usadas, algo viejas y débiles: «Echad vuestras redes». Y me pide además que lo haga en el mismo lugar. A veces me parece imposible. Sólo me pide que lo haga de nuevo pero de otra forma, confiando totalmente. Abandonado en sus manos. Mirando más allá. Así todo cambia. Decía el Papa Francisco: «Tengo que abandonarme. Hace falta la confianza en que el Señor no nos abandona, y también, el coraje. Coraje para ir hacia adelante y aguante para soportar el peso del trabajo». Confianza y coraje. Aunque hayamos estado toda la noche pescando sin obtener nada. No tememos. Jesús hoy nos promete que seremos pescadores de hombres: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Me fascina la invitación. Pero no tanto por poder pescar hombres. Es verdad que lo que más me conmueve es la invitación a ir con Él. ¿Dónde? Donde Él quiera llevarme. A veces me da miedo esa inseguridad de la ruta. ¿Dónde? ¿Y si los mares son muy profundos? El miedo a no controlar el oleaje ni la hondura. Y me pide que guarde las redes. Mis mismas redes que sirven para peces pretende que sirvan también para hombres. Me sorprende su ingenuidad. Como si Él mismo no supiera lo difíciles que son los hombres. Pero rezo como rezaba una persona: «Tú me ayudas a volver a echar las redes. Sin ti me desanimaría, sin ti mi horizonte me parecería plano. Contigo me fío, contigo me atrevo a ir mar adentro de nuevo, y mirar de otra forma. En tu alma está el mar más bello, más hondo, más lleno de peces». Me conmovió la oración. Es verdad. En Jesús está el mar más bello. Por eso con Él puedo pescar hombres, y navegar mares infinitos. Con Él y con aquellas personas que Dios ha puesto en mi camino. En alguna de ellas veo ese mismo mar. Veo a Jesús reflejado en su mirada, en su ánimo, en su confianza ciega, en su serenidad en la tormenta, en su esperanza cuando todo parece imposible. Sí, hay personas así, que llevan el mar reflejado en lo más hondo. Y así descubrimos que es posible. Nos damos cuenta de lo esencial, Jesús camina a mi lado, pesca conmigo, navega en mi barca. Parecía imposible pero es posible. Mi barca es su barca. Me dejo tocar por Jesús y transforma mi pequeña vida en un mar sin orillas. Lo finito en infinito. Los peces en hombres.
Es esa llamada de Jesús que siempre nos conmueve. De nuevo hoy escuchamos su voz, su invitación a seguir sus pasos. Jesús hoy, en este mundo tan convulso, sigue llamando. A cada uno a una vocación determinada. Pienso que la vocación a estar con Él en una vida consagrado sigue ocurriendo hoy igual que siempre. ¿Por qué nos parece que hay menos vocaciones a la vida consagrada? No es fácil comparar los tiempos. A veces lo hacemos y pensamos que en esta época en la que vivimos o Dios llama menos o los jóvenes responden menos a la llamada. No creo que sea así. Dios sigue llamando. Lo que sí pasa es que para que una persona pueda escuchar la llamada a la vocación son necesarias ciertas premisas. Sin hondura no es posible escuchar la voz. A veces me da la impresión de que muchos jóvenes viven tan volcados sobre el mundo que han perdido hondura. No hacen silencio. No navegan en su mar interior. Hay preguntas profundas que no oyen y temas fundamentales que no abordan. Falta profundidad. La vida va muy rápido. Falta silencio. El mundo con sus ruidos, con sus prisas, con sus voces, aturde. Estamos llamados a formar personas religiosas, unidas a Dios en lo más hondo de su alma. Que sepan discernir la voz de Dios, su llamada, su vocación, sea la que sea. Cuando los jóvenes son religiosos, hondos, si Dios los llama, seguro que lo oyen. Puede ser que también hoy falten modelos a los que seguir. O que haya personas consagradas que no vivamos de una forma que invite al seguimiento. El aburguesamiento invade el alma y podemos perder el fuego y la pasión. En esos casos nuestra vida no despierta la pregunta: «Maestro, ¿Dónde vives?». Pienso también que a veces falta osadía para dar el salto. Seguir una vida consagrada es una llamada que sigue chocando en el mundo de hoy. Sorprende. Es como una ruptura con la línea recta que siguen los pasos de cualquier joven. Lo mismo que a esos hombres junto a sus barcas, la llamada de Jesús supuso una ruptura. Ellos no dudaron. Creyeron y se fiaron. El joven rico, sin embargo, temía perder demasiado. A veces creo que muchos jóvenes ya están instalados. Estar instalados no tiene que ver con la edad. Cualquier persona, sin importar su edad, puede vivir así. Tiene más que ver con una actitud ante la vida. Un miedo profundo e irracional a perder su seguridad, su comodidad, sus cosas, sus planes. Cuando uno vive acomodado prefiere no escuchar la voz de Dios. No quiere que haya cambios. Teme las sorpresas de la vida. En un corazón acomodado no cabe la vocación. Hay mucho que perder y no parece tanto lo que se puede ganar. Muchos jóvenes viven acomodados, instalados. En ellos una llamada a dejar las redes, sus redes, sus costumbres, su tierra incluso, sus planes profesionales, sus amores, parece excesivo. ¿Y si luego uno se equivoca? Es hoy muy grande el miedo a equivocarse. Creo que por eso hay tanta indecisión. Los corazones indecisos son muchos. Cuesta tomar decisiones. Más aún si las decisiones son importantes. Hay un miedo profundo a la soledad. Una vida consagrada se ve como un páramo sin flores, sin descanso, sin compañía. Sí, Jesús viene conmigo, pero, se preguntan, ¿no hay nadie más? El temor a la soledad es hondo. Y la soledad, lo queramos o no, siempre nos va a acompañar. Tendremos que aprender a vivir con ella, sea cual sea nuestro estado de vida. Es bonito aprender a hablar con ella, a quererla en las noches duras del invierno, a besarla con cariño. Es importante aprender a apreciar su dureza y aceptar que será mi compañera de viaje en cualquier viaje que emprenda. Ya sea en la vida consagrada, como soltero o si formo una familia. Creo entonces que la llamada de Jesús a seguir sus pasos, a ser pescador de hombres, sigue hoy sonando con fuerza. Muchos corazones la oyen y responden con prontitud. Otros muchos no la oyen. Otros, oyéndola, prefieren seguir su camino, por miedo, por indecisión, por falta de confianza. En todo caso, no me inquieta. Jesús sigue construyendo su reino sobre aquellos corazones que se le abren. Que le dejan caminar en su interior. Que le ofrecen su barca para navegar mar adentro. ¿Dónde estoy yo? ¿Qué me pide hoy Jesús?
Pero, en realidad, ¿qué significa pescar hombres? Es una expresión muy conocida. A veces puede tener una connotación negativa. Nos parece que pescar es liar a alguien, hacer que se le complique la vida, convencerlo para que haga lo que no quiere hacer. Pero no es eso. No queremos hacer proselitismo, ya nos lo decía el Papa Francisco. No queremos convencer a nadie con palabras. Son los ejemplos los que arrastran. Sabemos que Jesús le da otra dimensión a nuestra vida. Esto sucede porque me fío, porque dejo que camine a mi lado y no huyo. Porque sigo su voz y no me alejo. Jesús me lía con su red de amor, de comprensión. Y yo le digo: «Voy contigo. Tú me abres los ojos del corazón». Jesús nos llama a seguir sus pasos, nos invita a la conversión. A estar con Él y cambiar de vida. A dejar los peces y pasar a pescar hombres. Nos llama a hacer plenitud lo que ya está en nosotros. Sólo quiere que nos fiemos de Él. Nos pide que usemos nuestras redes, nuestros conocimientos, nuestros talentos. Nos llama a seguir haciendo lo mismo pero todo en una nueva dimensión. Con Él nos adentramos mar adentro y echamos nuestras redes. Confiamos. Lo hacemos con paciencia. Pero ahora a su lado. Es una vocación a vivir en plenitud la cercanía con el Señor. Es la invitación a cambiar de vida, a convertir el corazón para que sea total posesión de Dios. Pescar hombres tiene que ver con nuestra vida y, al mismo tiempo, es algo que supera todos nuestros sueños y expectativas. Tiene que ver con vivir de tal forma que nuestro amor llegue a muchos corazones. Hay tantos hombres perdidos. Hay tanta frialdad en el mundo en el que vivimos. Echamos las redes de la unidad. Las redes que unen los corazones. Las redes que siembran la paz. Hay tanta soledad. El hombre de hoy necesita un hogar, necesita sentirse en casa. Echamos nuestras redes. Echamos las redes para anunciar que Jesús está con nosotros, cada día, para siempre. Que Él no nos deja nunca. Echamos las redes porque deseamos que muchas personas cambien de vida, sean mejores, más humildes, más de Dios. Ojalá muchos corazones se levantaran como en Nínive y cambiaran de vida como cuando Jonás predicó allí la conversión: «Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida». Jonás 3,1-5. Creyeron y se convirtieron. Echar las redes tiene que ver con dar esperanza, con mostrar el horizonte amplio al que Jesús nos llama. Pescar hombres es una invitación a estar con Dios, a experimentar ese amor personal de Jesús. Siempre será una pesca milagrosa, porque la conversión es obra de Dios. Nosotros sólo echamos las redes, dejamos ver su rostro torpemente y Dios hace el resto, cambia los corazones.