Pero existe otro tipo de madres. Las madres normalitas, las de andar por casa. Las que cada día tenemos menos claro que el anterior cómo se hace para ser una madre perfecta. Madres del montón, que no hacemos pastelitos habitualmente y, cuando nos animamos a meter a nuestros hijos en la cocina, tardamos más en recoger todo el desastre que en ayudarles a meter unas cuantas galletas en el horno. Madres que nos sentimos, a menudo, perdidas, desorientadas, a las que nos encantaría tener un manual de instrucciones básico para lidiar con nuestros pequeños de la mejor manera posible. Madres que perdemos el control, nos equivocamos y tenemos que pedir perdón más de una vez. Madres que, de vez en cuando, pagamos con nuestros hijos nuestro mal humor porque no ha sido un buen día o las cosas no han salido tal como esperábamos. Madres que no podemos evitar poner cara de horror cuando oímos en la habitación de al lado que nuestro hijo se ha puesto a devolver. Madres que no tenemos tiempo para pintarnos la raya del ojo a diario y que cuando lo hacemos vamos calculando el tiempo de más que tardaremos esa noche en acostarnos por tenernos que desmaquillar.
Somos una modalidad de madres imperfectas, plagaaadas de defectos, pero llenas de amor y de insospechadas capacidades. Madres capaces de bañar a un niño, mientras charlamos con el otro y ponemos antena al que está en la cuna para asegurarnos de que está bien. Madres que ya no recordamos qué era lo que nos gustaba hacer antes de casarnos, pero nos preocupamos más de lo que nos gusta hacer ahora. Madres que no sabemos bien dónde está la delgada línea que separa la disciplina del afecto, pero nos perdemos nuestros únicos veinte minutos de relax de la semana para ir a escuchar a un tipo que parece tener la clave del éxito en su poder. Madres conscientes de nuestras limitaciones, pero que nunca desfallecmos en nuestra voluntad de ser cada día un poquito mejores que el anterior. Madres que desconocemos qué pasa por las cabezas de nuestros hijos, pero estamos dispuestas a escucharles y dejar que ellos nos lo cuenten. Madres que ya no recordamos cuál es la última novela que leímos pero tenemos la mesita de noche repleta de libros que pretenden ayudarnos a educar. Madres que, a veces, necesitamos separarnos de nuestros hijos un rato, pero cuando lo hacemos, no dejamos de pensar en ellos. Madres que consideramos los cantajuegos como un atentado contra el sentido musical pero nos sorprendemos a nosotras mismas cantando solas esas terribles canciones en el coche. Madres que somos eso, madres. Y que nos damos cuenta de que ese es el sentido principal de nuestras vidas. Madres capaces de ese amor evangélico del que "da la vida por sus amigos". No somos esas madres perfectas de las películas. Somos, simplemente, madres. Y, para nuestros hijos, esas son las madres perfectas.
https://www.youtube.com/watch?v=N9pSlZUxJ1E
Dedicado a María, la madre más admirablemente imperfecta que conozco.