Vengo oyendo en los últimos tiempos un soniquete que no por repetido deja de chirriarme en los oídos por lo que tiene de falso y también por lo que esconde detrás: La Iglesia debe acoger a todos, no puede ser excluyente, como Jesucristo que acogía a todos y no excluía a nadie. Esta frase no deja de ser una falacia (argumento falso con apariencia de verdad) porque tras lo que aparentemente es un mensaje de amor y caridad se esconde un relativismo brutal y basado en una falsedad.
Veamos, la exclusión es algo natural a la vida de todo ser humano, tanto a nivel personal como institucional, puesto que normalmente no es el resultante de una conducta discriminatoria ni nada parecido, sino de la propia elección o del cumplimiento de unos requisitos previos. Si yo tengo un grupo de amigos, están excluidos del mismo la práctica totalidad de la humanidad. Si el Colegio de Médicos de Navarra exige a sus miembros residir en la región y haber estudiado medicina, sucede otro tanto. Mi mujer al casarse conmigo (bendita sea) excluyó a cerca de 4000 millones de varones de gozar de su lecho.
Así lo mismo sucedía con Jesucristo. Eran muchos sus discípulos, en ocasiones se contabilizaron miles siguiéndole, pero a la hora de mandarlos en misión sólo escogió a 72, excluyendo al resto. Menos numeroso era el grupo de sus apóstoles, tan sólo una docena y de entre estos cuando requería de algún momento de mayor intimidad apartaba únicamente a tres (Pedro, Juan y Santiago) excluyendo a los demás.
Lo mismo ocurría con los criterios, su mensaje estaba abierto a todo el mundo, pero sus condiciones eran claras, no se imponía, pero daba a elegir, de manera que era la otra persona la que decidía si quedaba excluido o no. Cuando se acerca a la orilla del mar de Galilea y llama a sus primeros apóstoles les dice “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” no les dice “tengo un proyecto y cuento con vosotros, decidme hasta que punto os interesa y el tiempo que le podríais dedicar”. Cuando se acerca el joven rico que ya cumplía unos requisitos francamente notables, era cumplidor de los mandamientos desde la infancia, le dice que para seguirle debe antes vender sus bienes y dárselos a los pobres... ¿acaso diríamos que le excluye en caso de haberse ido con Él sin hacerlo?, pues perfectamente. Incluso en ocasiones sus exigencias son “irracionales” como al discípulo que le dice que le siga sin esperar siquiera a enterrar a su padre recién fallecido (Mt 8,21).
Es cierto que Jesús comía con publicanos y pecadores y no rehuía la compañía de prostitutas, pero con eso no validaba su conducta, todo lo contrario. Si lo hacía era precisamente para mostrarles su amor y su perdón y llamarlos a la conversión, no para dar por buena una conducta ilícita. En ocasiones no lo expresa directamente, cuando se autoinvita (perdón por la palabra) a casa de Zaqueo no le dice que cambie de vida, pero es él mismo el que al sentirse amado se convierte. En otras lo hace con rotundidad, así a la mujer adúltera a la que le llevan con el pretexto de lapidarla no la condena (en el famoso “el que esté libre de pecado...”) pero le ordena que se vaya “y no peque más” no le dice “da igual que le pongas los cuernos a tu marido, tú misma”. En otras lo hace desde la acogida en silencio, como cuando se deja lavar los pies por la prostituta y tan sólo cuando es acusado por ello perdona sus pecados, no le dice “gracias por el servicio de pedicura, ahora vuelve al trabajo que tienes clientes esperándote en el burdel”.
Con la Iglesia debe suceder otro tanto. Hay una frase que me gusta repetir que dice que “La Iglesia es para todos pero no es de todos”. Sé que suena a despotismo ilustrado del XVIII, así que me explicaré. Un budista puede inscribir a sus hijos en un colegio católico si lo desea, pero no puede pedir que pongan una estatua de Buda en una capilla del templo pues es un elemento ajeno al cristianismo. Un musulmán puede recibir ayuda de Cáritas si lo necesita, pero no puede casarse por la Iglesia con sus tres mujeres. El propietario de una clínica abortiva podrá ir a misa si lo desea, pero no podrá comulgar pues su conducta lo excluye de la comunión con Dios y con la Iglesia...
Pues a pesar de que ello resulta obvio, hay algunos que abogan por una “Iglesia sin exclusiones” y en la práctica lo que están pidiendo es que cualquier persona por el mero hecho de desearlo sea admitido en la plena comunión con la Iglesia con independencia de su creencia, su forma de vida o su conducta moral. “Tomar la comunión”, máximo exponente de la comunión eclesial, no debería tener ningún tipo de condiciones, como mucho que la persona tenga una buena conducta (volvemos al maniqueísmo) sin importar si vive amancebada, si no cree en la virginidad de María, si está divorciada y vuelta a casar, si sólo “se confiesa con Dios” y rehuye del sacramento de la reconciliación, si acaba de abortar, si consume anticonceptivos, si practica el “adulterio consentido”, si tiene relaciones sexuales con personas de su mismo sexo, si cree en la reencarnación o si es cliente de prostíbulos... por poner ejemplos. Según estas personas todo es “cuestión de conciencia” y cómo esta es algo que pertenece a la intimidad de la persona “no puede entrar nadie”, ni otros, ni los curas, ni el Papa ni Dios mismo.
Naturalmente, tras este “buenismo” (perdón) maniqueo lo que se manifiesta no es el cristianismo, sino el relativismo moral. Da igual lo que pienses, da igual lo que creas, da igual cómo vivas, mientras seas una “buena persona” y no “hagas daño a los demás” la Iglesia es tu sitio. Así nos cargamos naturalmente los más de 2000 años de historia de la Iglesia, el mensaje de Jesucristo y la Biblia en general.
Nadie está obligado a pertenecer a la Iglesia, nadie puede imponer su fe a nadie... pero de igual manera nadie puede pretender que ésta renuncie a su propio ser y a su propio credo porque a mí no me acomode. Si todo es Iglesia, nada es Iglesia. Y si la Iglesia no es nada, para nada sirve.
La Iglesia es para todos, para todos aquellos que quieran conocer el mensaje de Jesucristo, para todos aquellos que quieran vivir de una forma concreta siguiendo su palabra, para todos aquellos que quieran ser instruidos y compartir la doctrina y la fe de los miles de santos que nos precedieron, para todos aquellos que deseen participar de los sacramentos con todos los requisitos que conllevan, para todos aquellos que quieran ser perdonados de sus pecados y convertirse a una vida nueva en lugar de recrearse en ellos, para todos aquellos que quieran reconocer su debilidad y encontrarse con Dios padre de amor... cada uno a su ritmo, sin violencias ni empujones pero en un camino claro sin atajos... y el que no quiera, nadie le obliga.
Tal como Jesús explica, Dios como Padre amoroso del hijo pródigo permite que éste en su libertad se vaya de su casa y sale todos los días a la puerta esperando que regrese para darle su perdón y celebrar una gran fiesta, no para que se traiga las putas y los cerdos. ¿A quién excluye eso? Evidentemente a aquellos que de forma consciente y voluntaria no desean ni ese credo ni esa forma de vida, a aquellos que prefieren seguir malgastándola en lugar de vivir con el Padre en su casa. Y si eso nos convierte en excluyentes a mi, a la Iglesia y a Jesucristo mismo será que yo mismo, la Iglesia y Jesucristo somos excluyentes... qué le vamos a hacer.