‘Tengan un mismo sentir los unos para con los otros, sin complacerse en la altivez, atraídos más bien por lo humilde; no se complazcan en su propia sabiduría’. (Romanos 12:16)
Suele decirse que una persona es humilde cuando se abaja ante la grandeza de otra y no busca competir con ella. Lo es también cuando aprecia una cualidad superior a la suya o cuando reconoce, sin envidia alguna, el mérito de la otra persona. Pero no debemos confundirnos; esto no es humildad sino honradez, ya que por muy difícil que sea el reconocer una grandeza que eclipse nuestro propio ser y nuestras cualidades, el hacerlo no es mas que honradez.
Cuando María, la hermana de Lázaro, se arrodilló ante Jesús para ungirle los pies con un caro perfume y después secárselos con su propia cabellera, no estaba ejecutando ningún acto de humildad, sino de justicia (Juan 12:3). Cuando Jesús se quitó sus vestidos y se ciñó una toalla para lavar y secar los pies de sus discípulos, no estaba actuando en base a la justicia, sino con toda humildad (Juan 13:4-5). El propósito de Jesús en aquel momento lo explicó con toda claridad Él mismo cuando dijo: ‘En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís’ (Juan 13:1617).
La humildad no va de abajo hacia arriba, sino a la inversa. No consiste en que el más pequeño rinda homenaje al más grande, sino que este último se incline con todo respeto ante el más pequeño. Es totalmente erróneo querer derivar la mentalidad cristiana de las costumbres terrenas. Visto así se comprende perfectamente que el grande se incline con bondad y amor hacia el más pequeño y sepa apreciar su valor; que se sienta emocionado por la debilidad y se disponga a defenderla. La verdadera humildad estriba en esto: en inclinarse respetuosamente el grande ante el pequeño, el mayor ante el menor.
El hecho de rebajarse así no significa perderse a sí mismo, porque el grande que adopta una actitud humilde está seguro de sí mismo y de su acción, porque sabe que será recompensado por su acción si por medio de ella no está buscando ser premiado por los demás.
Su humildad le permite descubrir el valor de la pequeñez como tal y encuentra la grandeza de lo diminuto y de las minucias, llegando así a captar que la vida es un continuo ejercicio de virtuosas pequeñeces que hacen que la existencia de quien lo practica sea grande y valiosa. No comprende tan solo que el pequeño es valioso porque tiene también sus valores, sino que es valioso precisamente porque es pequeño. He aquí un profundo misterio que sólo se manifiesta al hombre verdaderamente humilde.
Es posible que ya conozcamos muy bien la teoría de la humildad, así como lo que es y en qué consiste, pero a pesar de este conocimiento la olvidamos fácilmente. Necesitamos modelos y, ciertamente, los tenemos en abundancia. A modo de ejemplo recordaremos a Santa Bernadette, la vidente de la Virgen de Lourdes, quien expresaba ejemplarmente la vivencia de esta virtud mencionada cuando, ya como religiosa y años después de las apariciones, abre su corazón y confiesa: ‘Mi historia es muy sencilla, la Virgen se sirvió de mí. Después me dejaron en un rincón. Ése es mi sitio; ahí soy feliz y ahí me quedaré’.
Pero es en Jesucristo en quien la humildad experimenta su punto máximo: ya no es el hombre sino Dios mismo quien hace suya la humildad y se identifica con ella. La más alta cumbre de esta humildad divina tiene efecto, sobre todo, en dos momentos: el Nacimiento y la Pasión de Cristo. Los demás momentos, tales como la elección de los discípulos, la predicación a las masas, el perdón a los pecadores, la salud a los enfermos, los milagros, el lavatorio de pies, etc., son actos secundarios de humildad que tienen sentido a la luz de la humildad vivida como pobreza en el nacimiento en una cueva de Belén, y en la humildad que significa la degradación, la ignominia, la ofensa, la deshonra y la iniquidad en la soledad de la Cruz.
Nacimiento y Pasión: humildad por amor. ‘¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?’ (Salmo 8:5). Se comprende la humildad divina cuando se ha comprendido que Dios nos supera, que está en otro nivel infinitamente superior al nuestro. Y es justamente en ese momento cuando se valora la humildad y se busca necesariamente llevarla a la práctica.
La humildad no es una opción ante la cual cabe declinar la invitación, sino una necesidad que mientras nos falte, nos hará permanecer inquietos, intranquilos, sin paz e infelices. Los hombres hallamos nuestra felicidad en el Bien supremo, que es Dios. Las virtudes y los bienes que nos llevan al Bien, nos perfeccionan; son como la escalera de acceso que nos permite introducirnos en la casa del Bien. Cuando Jesús ascendió por esa escalera no se renunció a sí mismo, sino que nos reveló la misteriosa grandeza divina de la humanidad; un misterio que el propio Jesús nos confirma personalmente y que nos pone como tarea para todo creyente: ‘Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, y hallaréis descanso para vuestras almas’ (Mateo 11:29).
Qué duda cabe: la humildad es más fácil para el que ha llevado a cabo algún buen acto, que para el que nunca ha hecho nada bueno.
‘Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo’
(Gálatas 6:3)