Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros» (Papa Francisco)

Seguro que recuerdas el anuncio de la lotería de Navidad de este año: “el mejor regalo es compartir”. Eso mismo debió pensar Andrés después de pasar el día con Jesús. Le faltó tiempo para ir a buscar a su hermano Pedro y contarle que habían encontrado al Mesías.

Quien ha conocido a Cristo, quien se ha convertido en su discípulo es una persona totalmente nueva, porque su vida ha quedado traspasada por un amor que llena totalmente el corazón. Y quien ha experimentado esto siente la necesidad de contarlo. El discípulo se convierte en misionero.

Ahora bien, esto exige, por parte del discípulo, coherencia de vida, sino ¿cómo podría ser testigo de la presencia de Cristo en su vida? Y, cuántas veces no habrá sucedido que el mal testimonio de los que nos llamamos discípulos de Jesús, hemos provocado el escándalo. Consciente o inconscientemente, una palabra o gesto puede acercar o alejar de Dios.

Ser discípulo exige también valentía, audacia. No tener miedo a hablar de Dios a la gente que nos rodea. Muchas veces no hará falta grandes discursos, o hermosas palabras, bastan pequeños gestos: una sonrisa, una palabra amable, un poco de tiempo para escuchar un problema de alguien, una pequeña ayuda. Todo eso siempre da pie a mostrar un testimonio de la presencia de Dios en el barrio, entre los vecinos, en la Universidad o en el trabajo.

Amado Señor,

ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya.

Inunda mi alma de espíritu y vida.

Penetra y posee todo mi ser hasta tal punto

que toda mi vida solo sea una emanación de la tuya.

Brilla a través de mí, y mora en mi de tal manera

que todas las almas que entren en contacto conmigo

puedan sentir tu presencia en mi alma.

Haz que me miren y ya no me vean a mí sino solamente a ti, oh Señor.

Quédate conmigo y entonces comenzaré a brillar como brillas Tú;

a brillar para servir de luz a los demás a través de mí.

La luz, oh Señor, irradiará toda de Ti; no de mí;

serás Tú quien ilumine a los demás a través de mí.

Permíteme pues alabarte de la manera que más te gusta,

brillando para quienes me rodean.

Haz que predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo,

por la fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago,

por la evidente plenitud del amor que te tiene mi corazón. Amén.[1]



[1] Beato Newman, Oración para irradiar a Cristo