“Las ideas son el mar, los hechos la espuma”. Esta frase, cuyo autor desconozco, me dio la clave para entender el mundo al comienzo de mi formación filosófica. En aquella época, la dogmática marxista dictaba que todo depende de la materia y, en lo social, de la economía. Fueron los propios comunistas quienes, gracias a Gramsci, fundador del Eurocomunismo, se dio cuenta de que la estructura (lo material, la economía) no genera la superestructura (ideas, creencias y valores), sino al revés lo importante son las ideas y más vale la redacción de un periódico o una cátedra que la propiedad de una empresa. La derecha, paradójicamente mantuvo la tesis marxista y así les va. Parafraseando y corrigiendo a Bill Clinton: “Es la educación, estúpidos – y no la economía- “.

Bastaba ver las construcciones megalíticas prehistóricas, las pirámides o las catedrales para entender que han sido las ideas o creencias o las ideas, las que dieron lugar a  ellas. Así se explica por qué en el norte de África, clima mediterráneo, no se produce vino,  pero sí en el centro y norte de Europa. En este caso, las creencias religiosas – el cristianismo o el islam-, son las que han dado lugar a una economía u otra. Las revoluciones son como los terremotos, solo se producen cuando la tectónica de placas chocan, es decir cuando una visión de la vida sustituye a otra.

Algunos para explicar lo que está ocurriendo achacan la causa a una minoría egoísta o malévola que conspira para destruir el orden establecido, organizados en determinados foros u organismos; otros, el pueblo llano, lo achaca a los políticos; en cualquier caso, el culpable es una minoría que si desaparece y es sustituida por otra -esperanza política-, nos solucionaría los problemas. Creer que la política es la solución es una parte del problema. Como en el ejemplo citado anteriormente de los terremotos, las placas tectónicas son las causantes de los mismos, así las nuevas ideas que subyacen en la sociedad son las que provocan estos males. Por ello, tiene razón Alex del Rosal cuando señala que, aunque gane las elecciones el centro derecha, seguirá gobernando la izquierda que son quienes han ganado la batalla cultural.

Viene todo esto a cuento de la desorientación que padece Occidente. La buena gente con sentido común dice que no entiende nada; los intelectuales y pensadores más despiertos hablan de la decadencia de Occidente, o de que la sociedad actual ya no se sostiene porque es una sociedad líquida en la que los principios más sólidos, se han disuelto (Bauman).

Lo que llamamos Occidente y que grosso modo es lo que constituye en modo de vida de Europa y América, tiene tres veneros o manantiales que han ido fertilizando la cultura occidental, o, si se prefiere, tres pilares sobre los que se han sostenido: Grecia (la razón), Roma (el derecho) y Jerusalén (el valor de la persona y su filiación divina).

Spengler, filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, achaca la decadencia de Occidente a un ciclo necesario tal como ocurre con cualquier ser vivo: nacen, crecen, alcanzan su madurez y su decadencia para acabar muriendo.

Toynbee, filósofo inglés que murió en 1975, es menos determinista y cree que, incluso en la época de decadencia, la supervivencia de una civilización depende de que haya una minoría creadora que sepa dar respuesta a las dificultades que surgen en el seno de cualquier sociedad.

En la misma línea y aplicado al cristianismo, Benedicto XVI, en los años 70, ya predijo la actual situación del cristianismo en Europa y hablaba de la necesidad de minorías creativas.

Podríamos pensar si la sensación de decadencia es real o fruto de una nostalgia pesimista (cualquier tiempo pasado fue mejor) o catastrofista. Existen muchos ejemplos y argumentos en favor de ese diagnóstico pesimista, pero también de un optimismo ingenuo. Personalmente, creo que ninguna de las dos posturas es cierta. El ser humano es un ser problemático, un ser que, por no estar determinado por sus instintos, se la juega con su libertad, con su inteligencia y su compromiso, para bien y para mal. Tanto a nivel personal, como social, el ser humano genera constantemente problemas y amenazas, pero también creador de soluciones. Basta recordar cómo surgió la Unión Europea tras el drama de la Segunda Guerra Mundial, o de tantos hombres y mujeres que en los distintos ámbitos, decidieron dejar el mundo mejor que se lo encontraron. Y en todo caso, es la época que nos ha tocado vivir… y mejorarla.

Tengo por seguro que no saldremos de la crisis o decadencia de España y de Europa, si en primer lugar no somos conscientes de la misma. En segundo lugar si creemos que no podemos hacer nada – “para que triunfe el mal basta con que los buenos no hagan nada” (Burke)-  y esperamos que unos cuantos – ya sean políticos o eclesiásticos- nos saquen de ella. Y, en tercer lugar, si no volvemos a recuperar los manantiales que han fertilizado nuestra civilización: la cultura griega, romana y cristiana. Hay que volver a las fuentes, hay que recuperar nuestro sentido común, ese conjunto de valores, ideas y esperanzas gracias al cual hemos llegado a ser lo que somos.

Tal vez sea la primera vez que una civilización esté cayendo no por amenazas externas, sino por un suicidio colectivo al olvidar dichas fuentes. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la natalidad, la educación, la economía y un largo etcétera que abordaremos en próximos artículos.  Hannah Arendt, una gran pensadora del s. XX, decía que “la decadencia occidental se debe al rechazo de la trinidad romana: religión, tradición y autoridad”.

La religión ha sido sustituida por las ideologías dominantes, la tradición por el progresismo fatuo vanidoso y ridículo, la autoridad por el poder ejercido de modo despótico, aunque muy sibilino en ocasiones. En definitiva, hay que recuperar el ovillo de Ariadna, aquel que permitió a Teseo salir del laberinto en el que había matado al Minotauro.

JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD.