Mons. Oscar Arnulfo Romero (19171980), camina hacia la beatificación y esto es una gran noticia para Centroamérica y el resto del mundo, pues fue un arzobispo fiel, congruente hasta caer abatido por las balas el 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba una Misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia de San Salvador. De ahí la urgencia de pedir que no se termine instrumentalizando su causa, tomándolo como slogan de la izquierda política, pues defender a los excluidos, no es cosa de marxistas o relativistas, sino de cualquier cristiano que quiere tomarse enserio su fe. A menudo, se utiliza a Mons. Romero, para revindicar la lucha por cambios en la Iglesia que afectarían el fondo de sus enseñanzas, olvidando que fue el propio arzobispo de San Salvador quien en más de una ocasión afirmó su total adhesión a la Iglesia.
Mons. Romero no es un héroe revolucionario o una leyenda marxista, sino un sacerdote que supo entregarse en medio de los desafíos de su tiempo. No cambiaba el alzacuello por las armas, sino que buscaba la transformación desde la predicación, sustentando cada palabra a partir de su propia vida. No faltan las personas que quieren apropiarse de él, manejarlo a su antojo a modo de legitimar la Teología de la Liberación, pero la historia se impone y, entonces, queda claro que fue un hombre espiritual y práctico, abierto a las necesidades de un país herido, lastimado por el contexto. Mons. Romero, demostró que para ayudar a los pobres no hace falta Marx, sino Cristo. Lo mismo está pasando ahora con el Papa Francisco, quien nunca ha visto una antítesis entre el rosario y la necesaria inclusión de los que están afectados por lo que él llama la “cultura del descarte”.
Ahora bien, figuras como la de Mons. Romero, no nacen por generación espontánea o factores ambientales, sino que van muy ligadas a la calidad de la formación recibida. Actualmente, nos faltan ese tipo de hombres y mujeres porque no hemos prestado suficiente atención a los procesos educativos. El que haya sido un arzobispo en toda regla, fue también gracias a los estudios que hizo, a la sólida formación de la Compañía de Jesús en ese momento. Seguir adelante con su causa de canonización, implica recordar que la santidad tampoco es algo que pueda improvisarse. Su capacidad para entender, asumir y predicar elocuentemente la fe, vino de haber sido bien formado, preparado. Hoy día, se impone la urgencia de trabajar por mejorar el nivel de los seminarios, buscando que egresen futuros sacerdotes en los que sea posible unir la fe con la razón, determinando dicha unión por la experiencia de Dios en la vida y en la liturgia.
El ejemplo de un mártir, sirve para recordar que Centroamérica también necesita de la nueva evangelización, de la “Misión Continental” que puso sobre la mesa el documento de “Aparecida” (2008), evitando separar la necesaria asistencia social del anuncio misionero de la Palabra de Dios. Valoremos el legado de Mons. Romero y asumámoslo como lo que fue: un sacerdote en todo el sentido de la palabra.