El Papa Benedicto XVI tenía razón cuando, en la Universidad de Ratisbona, alertó sobre el peligro de que el Islam derivara hacia la violencia si no asumía el respeto a la persona, con todas sus consecuencias, incluida la libertad religiosa. Aquella advertencia no fue acogida por casi nadie y a muchos les pareció fuera de lugar, incluso dentro de la Iglesia católica. Hubo protestas en todo el mundo islámico -desde la Universidad egipcia de Al-Azhar hasta las multitudes enfurecidas de Indonesia o Paquistán, e incluso un misionero muerto en Turquía-. El tiempo, sin embargo, le ha dado la razón.
Después de aquel famoso "discurso de Ratisbona" la "primavera árabe" degeneró en baños de sangre y, al final, en el Estado Islámico que hoy es dueño de parte de Irak y de Siria y que ya ha puesto su pie en Libia. Tras lo ocurrido esta semana en París, hoy todos claman contra un Islam que se transforma en terrorismo sangriento. Hasta el propio presidente de Egipto pide a las autoridades religiosas musulmanas que hagan algo para que su religión no sea sinónimo en todo el mundo de violencia incontrolada.
Pero parece que tenía que ocurrir el atentado contra un medio de comunicación francés para que las conciencias se despertaran, como si lo demás no hubiera tenido tanta importancia. Y me refiero a las masacres de Boko-Haram en Centroáfrica y Nigeria -esta semana, de nuevo, cientos de muertos, sin que nadie se alarme por ello- o incluso a los cientos de miles de desplazados en Oriente Medio, con no pocos asesinatos por motivos religiosos, de los que han sido víctimas sobre todo los cristianos. Ahora que ha sucedido la horrible masacre de la revista francesa, todos se espantan y se convoca una cumbre internacional al máximo nivel; mientras eran asesinados miles de cristianos africanos, sirios o iraquíes, la cosa parecía no tener tanta importancia.
No tengo ninguna simpatía hacia el semanario que ha sufrido el atentado. Ha atacado a la Iglesia vilmente y se ampara en la libertad de expresión para ofender sentimientos dignos de respeto, bien sean de católicos o de musulmanes. Pero eso no justifica de ningún modo lo que les ha sucedido a los que trabajaban en él. Cuando se metió con el arzobispo de París o incluso cuando blasfemó contra la Santísima Trinidad, la Iglesia protestó -pues también ella tiene libertad de expresión, ¿o no?-, pero no hizo nada más. Ahora los musulmanes han escrito con en el rojo de la sangre su venganza. Esto demuestra quién es quién. Y no me refiero sólo a los católicos y a los musulmanes. Hoy en la sociedad laicista hay unos que insultan y otros que sufren los insultos; de éstos, algunos como los católicos los aguantan poniendo la otra mejilla y otros como los musulmanes pasan sus facturas con violencia. Benedicto XVI tenía razón al pedir al Islam que introdujera urgentemente cambios en su mentalidad para no convertirse en la religión del odio y la violencia. Además de eso, yo me atrevo a pedir a los laicistas que hagan también cambios para dejar de ofender a aquellos que tienen derecho a ser respetados, amparándose en la liberta de expresión. La respuesta violenta a los insultos no puede ser aceptada, pero también habría que intentar evitar los insultos, por el mismo motivo por el que hay que rechazar la violencia: por respeto a la persona. Esto no puede valer sólo para los musulmanes. Tiene que valer para todos.
Después de aquel famoso "discurso de Ratisbona" la "primavera árabe" degeneró en baños de sangre y, al final, en el Estado Islámico que hoy es dueño de parte de Irak y de Siria y que ya ha puesto su pie en Libia. Tras lo ocurrido esta semana en París, hoy todos claman contra un Islam que se transforma en terrorismo sangriento. Hasta el propio presidente de Egipto pide a las autoridades religiosas musulmanas que hagan algo para que su religión no sea sinónimo en todo el mundo de violencia incontrolada.
Pero parece que tenía que ocurrir el atentado contra un medio de comunicación francés para que las conciencias se despertaran, como si lo demás no hubiera tenido tanta importancia. Y me refiero a las masacres de Boko-Haram en Centroáfrica y Nigeria -esta semana, de nuevo, cientos de muertos, sin que nadie se alarme por ello- o incluso a los cientos de miles de desplazados en Oriente Medio, con no pocos asesinatos por motivos religiosos, de los que han sido víctimas sobre todo los cristianos. Ahora que ha sucedido la horrible masacre de la revista francesa, todos se espantan y se convoca una cumbre internacional al máximo nivel; mientras eran asesinados miles de cristianos africanos, sirios o iraquíes, la cosa parecía no tener tanta importancia.
No tengo ninguna simpatía hacia el semanario que ha sufrido el atentado. Ha atacado a la Iglesia vilmente y se ampara en la libertad de expresión para ofender sentimientos dignos de respeto, bien sean de católicos o de musulmanes. Pero eso no justifica de ningún modo lo que les ha sucedido a los que trabajaban en él. Cuando se metió con el arzobispo de París o incluso cuando blasfemó contra la Santísima Trinidad, la Iglesia protestó -pues también ella tiene libertad de expresión, ¿o no?-, pero no hizo nada más. Ahora los musulmanes han escrito con en el rojo de la sangre su venganza. Esto demuestra quién es quién. Y no me refiero sólo a los católicos y a los musulmanes. Hoy en la sociedad laicista hay unos que insultan y otros que sufren los insultos; de éstos, algunos como los católicos los aguantan poniendo la otra mejilla y otros como los musulmanes pasan sus facturas con violencia. Benedicto XVI tenía razón al pedir al Islam que introdujera urgentemente cambios en su mentalidad para no convertirse en la religión del odio y la violencia. Además de eso, yo me atrevo a pedir a los laicistas que hagan también cambios para dejar de ofender a aquellos que tienen derecho a ser respetados, amparándose en la liberta de expresión. La respuesta violenta a los insultos no puede ser aceptada, pero también habría que intentar evitar los insultos, por el mismo motivo por el que hay que rechazar la violencia: por respeto a la persona. Esto no puede valer sólo para los musulmanes. Tiene que valer para todos.