-¿Cuántas sois? ¡Contesta!
-Trece, responde Madre Sacramento.
Y comienza a contarlas:
-Una, dos… diez, once, doce… ¡Falta una!
La Priora del otro convento, sin más, afirma:
-Nosotras estamos todas.
Luego comienzan las amenazas:
-¡Si no sale la que falta, mataremos a todas las monjas!
Fachada Oeste del Convento de San Pablo en junio de 1905. Fotógrafo anónimo. Colección Luis Alba. Ayuntamiento de Toledo
Dos religiosas, Madre Teresa y Sor Encarnación, acompañadas por varios milicianos, salen en busca de Sor Serafina. Un miliciano, para mofarse de la joven novicia, le decía que si quería ser su novia la llevaba donde quisiera, que iría a su casa por ella; que él era comunista, pero que su madre era una santa. Sor Encarnación callaba. Y otro de ellos, para seguir molestándola, quiere obligarla a que pisotee un Cristo crucificado. La novicia rompe su silencio y contesta con fervor y serenidad:
-Dispense usted, yo no hago eso.
Ante el coraje de la joven, ellos callan. Y, resuelta, sigue llamando a su compañera, como si nada hubiera pasado:
-¡Sor Paula, Sor Paula! Sal, que no te hacemos nada.
Ésta, sin embargo, inmovilizada por el miedo, aún oye decir a los marxistas:
-Llamadla vosotras, porque como nos oye a nosotros, está asustada.
Finalmente, la descubren. Sor Serafina de Santa Paula, a quien también conocen por Sor Paula, ya no puede contener la respiración. Miran, por enésima vez, detrás de una puerta donde está la alacena y, al abrir, se la encuentran dentro… medio muerta. Al verlos armados cree que es el último momento de su vida. Le dicen:
-¿Cómo se te ha ocurrido meterte aquí?
Y la novicia responde:
-Porque estoy mala.
-Anda, sal, que no te hacemos nada. Nosotros te bajamos en brazos.
Como empujada por un resorte, salta de la alacena y se planta ante los milicianos, que exclaman:
-¡Anda…! Y eso que dice que está mala…
La conducen a la celda y, mientras cierran la puerta, la ordenan:
-Y ahora quítate eso, refiriéndose al hábito. Ponte otra ropa.
Sor Serafina se dirige a ellos con palabras llenas de cariño, diciendo que las monjas les quieren y que piden siempre a Dios mucho por todos, pero que les ruegan que no las saquen del monasterio:
-¡Dios nuestro Señor se lo pagará!
Pero con voz grosera e insolente, uno le responde:
-¡No hay Dios! Vosotras sois las que estáis engañadas: Y a mí no me tiene que pagar nada. Es el Gobernador quien me paga 10 pesetas diarias. Y date prisa, que hay que hacer mucho.
Sor Serafina piensa que lo que quiere expresar realmente es: “Hay que matar mucho”.
A punto de salir de la celda, cuando se dispone a coger el rosario, tampoco la dejan. Y la atormentan diciéndole:
-Ya no te hace falta nada.
Bien custodiada entre los milicianos, todos bajan al claustro principal. Aunque ya no están los cuerpos de Don José y del señor del Pozo, al pasar por delante de los dos charcos de sangre, dicen los desalmados:
-Mira, aquí hemos matado al cura.
Cuando ya están todos reunidos en el patio de la portería, los milicianos se burlan de las monjas, diciéndoles que los dos huérfanos son hijos de alguna de ellas.
-¿De dónde sois?, preguntan en tono burlesco a los dos muchachos.
A la par responden:
-De Don Joaquín de la Madrid.
Uno de ellos dice:
-Bah, será de alguna de éstas…
Pero, en cambio, otro dice subiendo el tono de voz:
-¡Cállate, mal nacido! Los han traído aquí para refugiarse. ¿Qué van a hacer los niños, si son huérfanos?
El “martirio” de las monjas. Sacadas de sus conventos y conducidas a la cárcel
El día de Santiago se está convirtiendo para los marxistas en una jornada exitosa. Cuando, por fin, la monja que se había escondido entra en la habitación donde todas las demás están detenidas, algunas le preguntan bajito:
-Sor Serafina, ¿pero cómo ha hecho eso? Por poco nos matan a todas.
Ella pregunta, a su vez, desconcertada por su propia actuación:
-¿Han matado a alguna?
-No, al Padre Capellán y al Sr. del Pozo.
En ese instante, un miliciano grita furioso:
-¡Ya está bien de saluditos! ¡Todas a callar!
Junto a este texto, fotografía del Convento de San Pablo (Toledo). Fotografía de D. Pedro Román Martínez hacia 1929.
Cuando todas callan, la conversación de los que mandan es todavía más perceptible:
-Bueno… ¿entonces qué...? ¡Hay que matarlas aquí a todas!
Uno dice:
-A las jóvenes las llevaremos con nosotros y a las mayores las mataremos.
-No digas tonterías, tercia otro. Tal cual están en esa habitación, tiramos a las cuatro esquinas y listas.
Por fin, el que parece que manda sobre el grupo ordena que las monjas se pongan en fila para salir. En esto, ven llorar a una de las hermanas que está imposibilitada y le dicen:
-¿Por qué llora?
-Porque se van mis hermanas y yo me quedo aquí, responde. Yo también me quiero ir donde van mis hermanas, pero no puedo caminar.
Y le dicen:
-No se preocupe, se queda con nosotros, que somos caballeros.
Viendo la situación de la enferma, ya han decidido que la van a llevar al Asilo.
Tras colocar a las dos Comunidades en fila, los milicianos, con sus cinturones y collares de pistolas, se asoman a la calle con grandes gritos:
- ¡Las monjas de San Pablo! ¡Y el cura ya cayó!
Tras salir por la calle El Barco, la fusilería es tan intensa por las cercanías del Alcázar que tienen que cambiar el rumbo y dirigirse por otra calle, pasando por el colegio de Doncellas Nobles. Las calles están imponentes, entre la turba que ha entrado en el Convento y la que curiosea en la calle. Los que observan el paso de las monjas exclaman:
-¡Mirad cómo van…!
Y es que las religiosas parecen verdaderas pordioseras.
Por la calle de la Amargura
El Getsemaní vivido hasta ahora sigue su imitadora página del Evangelio. Arrastradas a tener que abandonar sus conventos, insultadas y mofadas, caminan por una verdadera calle de la amargura. Las monjas van elevando súplicas para que el Señor les dé fuerza y valor para lo que queda por venir. A alguna de ellas se le escucha sisear:
-Si Vos, Jesús mío, Rey de la gloria y Señor de los cielos y de la tierra, pasasteis primero por tantos oprobios, es justo que nosotras, pobres siervas tuyas, pasemos algo por Aquel de quien tantos beneficios hemos recibido.
Son ya las 12 de la mañana y el espectáculo, ante la algarabía creada, lleva a los marxistas a pasear a la comitiva por diferentes calles de Toledo, hasta llegar al manicomio, donde el Gobernador tiene que decidir qué hacer con ellas. En unas escaleras muy anchas las mandan sentar. Las monjas lo agradecen, pues muchas de ellas, entre la tensión y la caminata, no pueden andar más; además, como están sin haber tomado nada y hace calor, tienen verdadera sed. Algunas están auténticamente desmayadas. Una de las más decididas, a un gesto de la Madre Priora suplica un poco de agua a un miliciano, que las conoce por haber trabajado durante la última obra. Éste les acerca un botijo de agua para todas.
Las pobres monjas están desencajadas, ya que no sólo sufren por haber tenido que abandonar el convento, sino que ahora, estando en el Comité principal de la ciudad, se encuentran asustadas entre los cabecillas de la revolución, oyendo tantos disparates, insultos y, sobre todo, tan horrendas blasfemias como allí se escuchan.
Ha debido de pasar cerca de una hora cuando, de pronto, un mando regresa con la orden. A voces las mandan ponerse nuevamente en fila. Comienza de nuevo la caminata que ahora las conduce en dirección al tan temido Paseo del Tránsito. Otra vez los milicianos se enzarzan, como si las órdenes no fuesen claras o alguno no quisiera acatarlas.
- Alto, parad. ¿No hemos dicho aquí?
Con tanta tensión, más de una tiene que apoyarse en alguna de las hermanas. Incluso una de las monjas más jóvenes, viendo cercano el momento, está a punto de perder el conocimiento. Las más fuertes exclaman:
-¡Oh Jesús mío, Dios de toda bondad y misericordia! Aquí nos matan. Ayudadnos y dadnos fuerza y valor para recibir el martirio que hoy nos preparas. ¡Hermanas, encomendémonos todas a Dios nuestro Señor y ofrezcamos nuestros sufrimientos y nuestra propia vida! ¡Ésta es nuestra hora!
Mientras los milicianos suben el tono de la discusión, uno de los cabecillas determina en tono violento:
-¿No nos han dicho que no las hagamos nada y que las entreguemos a su destino? ¡Vamos, adelante, seguid con ellas!
En la Prisión Provincial
Después de tanto, la comitiva llega a la Prisión Provincial. Los milicianos, tras la orden recibida y acatada, entregan a las monjas a los encargados de la cárcel, que las tratan con más benignidad que los otros. La miliciana encargada del grupo las conduce al último piso y les dice:
-Aquí estarán ustedes hasta que dispongan los que mandan.
Sor Serafina, la religiosa que se había escondido cuando entraron los milicianos, y que se encuentra todavía convulsionada por la situación vivida, pregunta:
-Bueno, ¿y ahora qué es esto?
-La cárcel, contesta una hermana.
-¿Y para qué nos traen aquí?
-Pregúnteselo a ellos, responde por segunda vez.
Sor Serafina insiste:
-¿Y vamos a quedarnos esta noche aquí?
Cansada por la tensión y las preguntas, la Madre Priora zanja la conversación:
-Ya está bien. Estaremos aquí, si Dios nuestro Señor no lo remedia, años o hasta que nos maten.
Aunque es la una y media y ya ha pasado la hora de comer, los carceleros deciden subir algo de comida, viendo el estado en el que se encuentran las monjas, a pesar de que ellas han dicho que no tienen disposición para tomar nada. Al fin, por la atención mostrada, las monjas comen algo. Les t