Horas después, amanece. Incluso si se trata de niños muy dormilones, el seis de enero es el día en que todos ellos asoman sus cabecitas prácticamente al mismo tiempo que lo hacen los primeros rayos de sol. Sus padres, por el contrario, ese día no pueden con su alma y suplican clemencia con un enternecedor: "cinco minutitos más, preciosa... por favor...". Pero el seis de enero no hay piedad. "¡Queremos ver lo que han dejado los Reyes! ¡Vamos!".
En nuestra casa, todo transcurrió más o menos de esa manera. El hecho de que no esperáramos ningún regalo no era un dato importante, sino un mero detalle que en nada cambió -sorprendentemente- el transcurso de los acontecimientos. Pero el momento más extraordinario fue cuando entramos todos en el salón y las dos mayores corrieron entusiasmadas hacia los montoncitos de dulces, como si nunca hubieran visto un chupa chups o un huevo kinder (doy fe de que no es así, los han visto más veces de las que deberían). Pero esos chupa chups no eran unos chupa chups cualesquiera. La magia de esos caramelos no estaba en los caramelos, sino en quiénes habían bajado desde el Cielo hasta allí para hacerles ese regalo. La fuerza de los Reyes, su encanto, la razón por la que los niños se maravillan ante ellos, no es porque vienen a traer regalos, sino, simplemente, porque vienen. Nosotros, adultos, a menudo somos incapaces de mirar más allá de nuestras necesidades o caprichos y ver algo más, algo milagroso, algo fantástico. Ellos, por el contrario, no se sienten más o menos fascinados en función del número de regalos que reciben, sino dependiendo de la intensidad con la que sean capaces de creer.
Todo esto, me lleva a pensar en algo: ¿les doy a mis hijos lo que verdaderamente necesitan? ¿o hago que necesiten lo que les doy? ¿Son verdaderamente ellos quienes necesitan todo lo que les damos? ¿O somos nosotros quienes necesitamos que lo tengan? Porque, a fin de cuentas, ellos, con un cucurucho de cartón lleno de chucherías adecuadamente ambientado son plenamente capaces de alcanzar el súmmum de la felicidad. Mientras que, muchas veces, una habitación llena de juguetes puede estar acompañada del más profundo de los aburrimientos.
Y esta conclusión me conduce, a su vez, a una teoría enormemente extendida entre los profesionales de la educación: nuestros hijos, a menudo, están sobre estimulados. Una sobre estimulación que empieza de manera precoz incluso antes de nacer y que, a partir de ese momento, es imparable.
Y es que un bebé de cinco-seis meses, que empieza a dar patadas, a moverse o a tratar de permanecer sentado, es capaz de permanecer largos ratos con un simple sonajero pequeño, de madera, pintado de rojo en la parte que hace ruido (evidentemente, el tiempo dependerá del carácter de cada niño). Lo observa, lo toca, se lo lleva a la boca, lo vuelve a mirar y contempla las babillas que lo han humedecido... Sin embargo, si uno asoma la cabeza en la sección de 0 a 6 meses de cualquier tienda de juguetes, se encuentra todo tipo de artilugios de mil colores y formas, capaces de reproducir todo tipo de sonidos y combinar luces de todos los colores a una velocidad mayor de la que cualquier cerebro humano es capaz deasimilar.Nuevamente, más de lo que necesitan. Me atrevería a ir más allá: no solo más de lo que necesitan, sino todo lo contrario a lo que necesitan. Porque lo malo de todo esto es que, al niño que con seis meses le demos más que un simple mordedor, el día que le demos el mordedor ni siquiera sabrá qué narices hacer con él. Y este problema, que a los seis meses puede parecer inofensivo, irá creciendo al mismo tiempo que el tamaño de nuestros hijos.