En la fiesta del Apóstol Santiago fueron cinco los sacerdotes que sufrieron el martirio. El primero de ellos era el siervo de Dios José López Cañada, capellán de las Madres Jerónimas del Convento de San Pablo. Fue acribillado delante de la Comunidad. Ya en el libro Toledo, 1936. Ciudad Mártir (Madrid, 2008) publiqué de forma histórico-novelado el relato pormenorizado que las Jerónimas conservan en la comunidad. Corresponde a los capítulos quinto y sexto. Lo narrado por las monjas comienza precisamente en los años anteriores a la instauración de la Segunda República:

Nosotras ya empezamos a pasar. El padre Capellán de la Comunidad instruía a muchos niños en la doctrina cristiana en nuestra iglesia, que hasta sus propios padres venían a oírle. Tanto era lo que le querían, que todos los días le acompañaban a la Catedral, porque era cantor sochantre, echándole muchos “vivas”. Y lo mismo cuando le veían por las calles por donde pasaba: “¡Viva don José, viva don José!”. Pero entró la República...”.

 

En el patio del Convento de San Pablo de las Madres Jerónimas

Recuerdos desde las entrañas de Toledo 

En el Convento de San Pablo, de las Madres Jerónimas, las monjas están explicando a un matrimonio, los señores del Pozo, que se han refugiado con las religiosas por tener mucho trato con ellas y con su capellán, los diferentes sucesos que la Comunidad ha vivido desde la entrada de la II República. Las narradoras buscan silenciar el nerviosismo vivido en momentos de tanta tensión. Contando todo lo que ha sucedido, piensan que el ambiente se va a relajar. 

La Madre Teresa refiere cómo cambió todo cuando entró la República en el año 31. Se expresa así: 

 ¡Oh Jesús mío! ¡Cómo cambió todo! La gente ya no venía a la iglesia y los niños tampoco. Todo se volvió al revés. Cuando veían a nuestro Capellán, no hacían sino insultarle sin parar; tanto era que, a su propia casa y a nuestro monasterio, no paraban de tirar muchas piedras. Un día anochecido, cuando estábamos toda la Comunidad en maitines, una pobre mujer a quien socorríamos, a ella y a sus hijos, empezó sin ton ni son, gritando a grandes voces contra nosotras y contra nuestro Capellán. De modo que, al ruido de tantos gritos, se reunió una multitud de gente. Nosotras no podíamos oír nada, pues la Comunidad estaba en el Coro. Ya muy de noche, llamó el Capellán y dijo:

 -¿Dónde están ustedes? ¿Está alguna religiosa en la huerta?

 -No, padre, estamos todas en maitines y en la oración, menos la hermana imposibilitada, que está en cama.

 -Pues en la plazuela de San Fernando hay una multitud de gente voceando, insultando, tirando piedras a más no poder.

 -¡Cuánto pasamos esa noche!

La Madre Priora, Madre Sacramento, interviene diciendo:

-Luego, en el año 1932 se oía que perseguían a las Comunidades de los conventos en Gijón y en Oviedo y venía la gente que nos quería para decirnos que debíamos tomar precauciones. Entonces el Capellán, como nos empezaron a quemar la puerta de nuestra iglesia, entró el Santísimo al coro, donde lo velamos de día y de noche… No recuerdo exactamente el día que fue…



Como esperando que le llegue su turno, Madre Corazón recuerda las dificultades de estos últimos meses:

-Y cómo olvidar el pasado 20 de febrero, jueves del Cordero, cuando estando en el coro el Capellán nos avisó de que teníamos que salir inmediatamente, porque iban a asaltar los conventos de Toledo. La primera en ser auxiliada fue la enferma, a la que se condujo a la casa de enfrente. Qué bien se portaron los vecinos con ella y con toda la Comunidad. Ésta fue la primera vez que salimos de nuestro amado convento durante unas cuantas horas, mientras el Capellán se quedaba al cuidado del monasterio. Estuvimos hasta las 12 de la noche. Como no se oía nada de ruido por aquí, que todo era por el centro de Toledo, nos volvimos otra vez al convento, porque al parecer los ánimos se habían apaciguado.

-Luego -interviene nuevamente la Madre Priora-, en el mes de marzo fue cuando vinieron los albañiles por parte del Estado para arreglar los tejados y parte del claustro principal. Ya estábamos tranquilas, porque creíamos que no iba a pasar nada. Pero los señores arquitectos y el maestro de obra, decían: 

-¡Están los obreros de la casa del pueblo que no se puede con ellos! ¡No sabemos qué va a pasar! 

Ya por entonces nos asustamos bastante y no hacíamos más que súplicas a Dios Nuestro Señor para que hubiera paz en toda España y no permitiera que tuviéramos que volver a salir de nuestro monasterio. A los días, vinieron los Superiores del Seminario a prepararnos por lo que pudiera ocurrir. Nos echaron una fervorosa plática, adecuada al tiempo en que estábamos y nos dijeron: 

-No venimos a asustarlas, pero sí a prepararlas y a que estén prevenidas por lo que pueda ocurrir… Y, sobre todo, a pedir mucho a Dios nuestro Señor que nos dé mucha fortaleza para lo que Dios quiera de nosotros. 

El mes pasado, el 24 de junio, terminaron la obra. Los señores arquitectos se despidieron diciéndonos que estaba muy mal la situación, pero que si no ocurría nada, volverían en septiembre a seguir la obra. 

Luego, antes de que llegasen ustedes, el 18 de julio, cuando estalló la guerra, el Capellán entró, por segunda vez, el Santísimo al coro. Hemos suplicado incesantemente, de día y de noche, por la situación tan triste que nos amenaza. A nuestro Capellán le han avisado para que se fuera a su tierra. Ya saben sus reverencias -dice la Priora dirigiéndose a algunas monjas- que es de Ventosa del Río Almar (Salamanca) y que allí no hay guerra. Pero él contesta: 

-No me voy. No las abandono; lo que sea de las religiosas, que sea de mí. 

La tornera apuntilla: 

-Sí, Madre, y eso que el lunes me dijo que varios de los chicos a quienes había enseñado la doctrina le perseguían mucho y le decían a voces: “- Nos las has de pagar, porque nos regañabas cuando íbamos a la doctrina. Te vamos a matar”.


Los huérfanos y el pasadizo

El martes llegaron los muchachos -dice la Madre Priora mirando a los dos huérfanos de 13 y 10 años que, aterrados, asisten a la conversación. Don Joaquín de la Madrid, el canónigo que tiene el Colegio de huérfanos, nos los envió para que tuviéramos cuidado de ellos. Él los está repartiendo por las casas de más confianza. Para nosotras es bastante peligroso, pero, al fin, los recibimos por caridad. Quién sabe si son los ángeles que nos guarden el monasterio. 

Hace unos días Sor Rosa le ha dicho a la Madre Priora: 

-¿No recuerda, Madre, que en el pasillo del lavadero había antes una ventana que comunicaba con las Benedictinas?

Encontraron el ventanuco, que con ciertos apuros rompieron para ver si podían comunicarse con ellas. Con el ruido formado por la rotura de la ventana, alguna de las monjas del Convento de la Purísima estaba esperando agazapada para ver quién salía desde las Jerónimas. Éstas pasaron por una escalera y las dos Comunidades pudieron encontrarse. También pasó Don José y pudieron celebrar la santa Misa, pues su capellán no reside en el Monasterio y lleva días sin poder ir a atenderlas. 

Así pues, ésta es la situación: ni el capellán, don José López Cañada, que también es beneficiado sochantre de la Catedral de Toledo, ni los demandaderos, ni nadie puede salir a la calle por la persecución y los tiroteos que hay de unos y otros. Es imposible transitar por ninguna parte. Las monjas han levantado la clausura para el Capellán, los demandaderos, los dos huérfanos de Don Joaquín y el matrimonio que ha venido a refugiarse. El Capellán dice la Santa Misa todos estos días en el coro, haciendo los rezos en Comunidad. A las monjas les anima y les pide que recen mucho, que la guerra durará nada más que unos cuantos días. Y que si no, que se preparen para lo que el Señor quiera hacer de ellas.
 

¿Quién sabe lo que querrá el Señor hoy de nosotros? 

Las calles de la ciudad de Toledo, como verdadero relicario, han recogido en sus paredes la señal de la sangre de los mártires. Y en su suelo reposan sus cuerpos. Hoy, un volquete comienza a recogerlos para trasladarlos hasta el cementerio. En la Plaza del Pozo Amargo sigue tirado el cuerpo de Don Matías Heredero. Mientras recogen su cuerpo, un gran revuelo se oye al final de la Bajada del Barco. 

A las cinco de la mañana, las monjas de San Pablo acuden como todos los días a coro. Sor Encarnación y Sor Ángeles, al entrar, se encuentran con Don José. Dirigiéndose a ellas, el Capellán les dice: 

-¿Quién sabe lo que querrá el Señor hoy de nosotros? ¡A ver Santiago bendito lo que nos va a traer hoy!

A las siete de la mañana, Don José celebra con gran fervor la Santa Misa, ayudado por el Sr. del Pozo, también muy fervoroso. 

Hoy el Capellán ha decidido celebrar primero a sus monjas y pasar luego al Convento de la Purísima, de las Madres Benedictinas, para celebrar la segunda Misa. Cuando está a punto de pasar con el Sr. Del Pozo, advierte a las jerónimas: 

- Si pasa algo, cogen el Santísimo y lo traen a las Benitas. 

Algunas monjas de San Pablo han pasado por el ventanuco a la segunda Misa. 

 

Llegan los milicianos del Cuartel de la Montaña 

La M. Teresa, en San Pablo, no deja de asomarse al torno; una de las veces, al oler a gasolina, llama corriendo al demandadero: 

-Está ardiendo la puerta. 

Juan, el demandadero, abre la puerta y una avalancha le obliga a echarse a un lado. 

Los milicianos invaden la portería. Algunos son de Toledo, pero la patrulla principal es la que hace cinco días ha asaltado el Cuartel de la Montaña de Madrid, aniquilando a los militares alzados contra la República. Inmediatamente, la M. Priora acude al coro a por el Santísimo. Tal vez por los nervios, es incapaz de abrir la puerta del Sagrario y decide acudir al ventanuco para dar la voz de alarma y avisar de que los marxistas están ya en la portería de San Pablo. Mientras tanto, Sor Encarnación prueba a abrir el Sagrario y, cuando lo consigue, lo lleva corriendo a las Benitas. Se lo entrega a una religiosa, puesto que Don José aún está celebrando la Santa Misa y regresa diciendo que ha conseguido entregar la Reserva al Capellán. Los milicianos la sorprenden saliendo de la ventana que comunica ambos conventos. 

El Capellán consume el Santísimo. Los gritos atronadores del tropel de milicianos que, disparando, cercan los alrededores del convento, comienzan a ser audibles: 

-Que salga el cura, que salga el cura. Si no sale, prendemos fuego a todo el convento. 

No dejan de bramar como leones rugientes buscando presa: 

-¿Dónde está el cura? 

Y una de las benedictinas le dice al sacerdote:

             -¡Ay, Don José! Que le buscan a usted. 

-Voy a quitarme los ornamentos sagrados -le responde-, pues no quiero que los profanen. ¡Vamos al martirio que el Señor nos tiene preparado! 

Él mismo sale al encuentro, imitando a Nuestro Señor Jesucristo en Getsemaní: 

-Yo soy el cura. No hagáis nada a las religiosas. 

Qué escena tan horrorosa contemplan ambas Comunidades al ver cómo detienen y, entre todos, maltratan a don José, mientras le dicen:

 -Ya te hemos cogido. Ahora nos las has de pagar.

El convento de San Pablo está lleno de cientos de milicianos y milicianas rompiendo imágenes, sacando los ornamentos litúrgicos de los armarios, destrozando todo cuanto está a su alcance. Tiroteos por las galerías hacen de aquel primer momento una escena siniestra con tintes apocalípticos. 

Sor Serafina, otra de las jerónimas, al escuchar que van a matar a todas las monjas, instintivamente se esconde a toda prisa, metiéndose con bastante dificultad en una alacena donde las monjas dejan los recogedores. Es una especie de carbonera que está detrás de una puerta. Oyendo tantos disparos, la novicia cree que ya han matado a las monjas, mientras exclama: 

-¡Oh Dios mío! Yo no me muevo de este escondite… Así podré dar testimonio de todo cuanto ocurra. 

Faltándole el aliento y la respiración, Sor Serafina sale dos veces a ver si ya se han marchado. Pero desde el corredor contempla como los marxistas atropellan a su Capellán, que, con los brazos en cruz, sobresale entre todos ellos. Su rostro muestra un semblante pacífico y compasivo. Los insolentes milicianos vociferan: 

-Hay que matarle.

Y don José les responde:

-Me vais a matar, pero yo os perdono.



Imagen panorámica de 360º del patio de las Madres Jerónimas de Toledo donde fue asesinado el capellán (© José María Moreno).

 
¡Yo os perdono! 

De repente, uno de los milicianos, que ha descubierto con su mirada a Sor Serafina que está en el piso de arriba, dispara con su fusil tres tiros. Pero ninguno alcanza a la religiosa, que regresa a su escondite de la alacena. Un nuevo e incesante tiroteo dentro de los claustros parece que busca la destrucción de todo el edificio. Desde su refugio, tras contemplar cómo están a punto de asesinar al sacerdote, la novicia suplica a Dios que le dé fuerza y valor para recibir el martirio. 

Sor Rosa y Sor Josefina se han quedado delante del grupo de monjas; con lo cual, pueden ver todo lo que está pasando. 

Don José se pone de rodillas y le mandan que se incline hacia un lado. Él, sin esperar más grita: 

-¡Viva Cristo Rey! 

Mientras repite “Yo os perdono”, le disparan seis tiros a bocajarro, dejándole muerto en el acto. 

A continuación, a empujones introducen en la escena al señor del Pozo, que ha querido refugiarse en la habitación que ocupa junto al Capellán estos días. Sin más diálogo, “el moro”, que es como se llama el miliciano que ha asesinado al sacerdote, le descerraja dos tiros dejándolo muerto en el acto. Ambos quedan tendidos en el suelo junto a un charco de sangre. Los furiosos milicianos gritan con alegría y enfurecidos: 

- Ya cayó el cura, ya cayó. 

Sor Josefina se pone de rodillas delante del cuerpo sin vida de Don José y, cual verónica, le limpia su cara. Un marxista le grita: 

- ¡Quítate de ahí! 

Ella se levanta y se pone con el resto del grupo.



Siervo de Dios José López Cañada

José era natural del pueblo salmantino de Ventosa del Río Almar. Había nacido el 21 de septiembre de 1898 y recibió la ordenación sacerdotal el 26 de mayo de 1923. Ejerció en la diócesis de Tuy-Vigo: en 1923, como capellán de las religiosas del Buen Pastor; en 1924, como coadjutor de la parroquia de Santa María de la Guía. Un año después aprueba las oposiciones y le encontramos ejerciendo de beneficia