¡ANATEMA!

“El que no ame al Señor ¡sea anatema! Maranatha”

(1ª. Corintios 16:22)

Etimología y definición del término

La palabra anatema proviene del latín anathema y, aunque inicialmente significaba ofrenda, con posterioridad tomó la equivalencia de maldición, en el sentido general de condena, al ser apartado o separado de una comunidad de creyentes.

No debemos confundir el término anatema con el de excomunión ya que a pesar de que antiguamente era un solo término, en un momento determinado se separaron ambas acepciones, cada una con su significado independiente. Pronunciar una excomunión representa una sentencia mediante la cual se expulsa a una persona del seno de una comunidad religiosa, pero es una pena aún más grave el anatema, ya que además de ser desterrado el individuo de la sociedad religiosa, es objeto de maldición.

El significado original de la palabra anatema implicaba una ofrenda a los dioses, algo muy común en las culturas no cristianas del Antiguo Testamento. Pero cuando la palabra fue usada en la Septuaginta, o sea, en la traducción al griego de las Escrituras originales en hebreo, el término anatema fue utilizado para traducir la palabra hebrea harem o jerem, que proviene del término haram y que significa cortar, separar y maldecir, tanto si se trata de una persona como de un objeto.

Anatema según el Diccionario

En el diccionario de la RAE (Real Academia Española de la Lengua), las siguientes son las definiciones de anatema: Acción y efecto de excomulgar Maldición, imprecación

En el Antiguo Testamento, condena por exterminio de personas o cosas afectadas por la maldición atribuida a Dios. Persona o cosa anatematizada.

Por su parte, el Diccionario Bíblico interpreta la palabra anatema como algo puesto aparte y también como algo maldito. Es alguien o algo que ha sido puesto bajo una prohibición, lo cual lo destina a la destrucción o lo aparta de la sociedad. En el Nuevo Testamento el término anatema se utiliza en el sentido de pronunciar una maldición sobre otra persona, o bien para ponerse uno mismo bajo anatema o maldición.

Anatema en el Antiguo Testamento

El anatema fue una fórmula muy difundida en las comunidades de aquella época, y se remonta a un tabú de las tribus nómadas según el cual, todo aquel que no pertenecía a la propia tribu pertenecía a otra divinidad, junto con sus posesiones. Y en consecuencia, en el caso de una victoria sobre dicha persona, debía ser purificada; es decir, aniquilada.

La constancia más concreta de este caso ocurrió en Jericó, donde los vencedores mataron a todos hombres, mujeres y animales, y los objetos de bronce y de hierro fueron consagrados a Yahvé: “Consagraron al anatema todo lo que había en la ciudad, hombres, mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, a filo de espada” (Josué 6:21).

El incumplimiento de la orden de anatema era severamente castigado, lo cual nos confirma las siguientes citas bíblicas: “Pero los israelitas cometieron un delito en relación con el anatema. Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdí, hijo de Zeraj, de la tribu de Judá, se quedó con algo del anatema, y la ira de Yahvé se encendió contra los israelitas” (Josué 7:1).

“Saúl, vete y castiga a Amalec, consagrándolo al anatema con todo lo que posee. No tengas compasión de él; mata a hombres y a mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y asnos” (1º. de Samuel 15:3).

En la época postexílica caía bajo anatema todo aquel que violaba la legislación casándose con mujeres extranjeras; era excluido de la comunidad y sus bienes destruidos: “Todo aquel que no viniera en el plazo de tres días, según el consejo de los jefes y de los ancianos, vería consagrada al anatema toda su hacienda, y él mismo sería excluido de la asamblea de los deportados” (Esdras 10:8).

También en el Antiguo Testamento se consideraba que una persona había caído en anatema cuando permitía que entrara en su casa cualquier cosa considerada como abominable: “No debes meter en tu casa una cosa abominable, pues te harías anatema como ella. La tendrás por cosa horrenda y abominable, porque es anatema” (Deuteronomio 7:26).

Anatema en el Nuevo Testamento

La mirada tradicional es que en el Nuevo Testamento la palabra anatema siempre implica deshonra, exclusión y castigo. Pero existen también casos en que un individuo o grupo de personas pronuncian un anatema sobre su persona en el caso de que, en sí mismo, considere que hay algo inconcluso y que le afecta directamente.

Tal fue el caso del grupo de los cuarenta judíos que persiguieron a Pablo de Tarso en Jerusalén para causarle la muerte: “Al amanecer, los judíos se confabularon y se comprometieron bajo anatema a no comer ni beber hasta que hubieran matado a Pablo” (Hechos 23:12)

En Romanos, la expresión anatema (maldito) y separado de Cristo ha ocasionado muchas dificultades interpretativas. El concepto tradicional aquí es que Pablo no expresa un deseo de sí mismo, sino que intenta transmitir un sentimiento vehemente, mostrando cuán fuerte era su anhelo por la salvación de los miembros de su gente: “Pues desearía ser yo mismo maldito (anatema), separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne” (Romanos 9:3). En este punto, Pablo expresa que preferiría estar separado y ser rechazado por Cristo, si por ese medio lograra la salvación de los demás. Y también, en idéntico sentido, Pablo dice: “Como os tengo dicho, también ahora lo repito: si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea maldito! (anatema)” (Gálatas 1:9).

Anatema significa también estar abrumado de maldiciones: “El que no ame al Señor, ¡sea maldito! (anatema)” (1ª. Corintios 16:22). El punto de vista de Pablo es que aquellos que no aman al Señor, deberían ser ofrecidos a Dios.

Anatema según la Iglesia

En fecha temprana, la Iglesia adoptó la palabra anatema para denotar la exclusión de un pecador de la sociedad de los fieles, aunque el anatema se pronunciaba principalmente contra los herejes. Todos los Concilios, desde el primer Concilio de Nicea (325) hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), han parafraseado sus cánones dogmáticos: “Si alguno dice…. Sea anatema”. Sin embargo, aunque durante los primeros siglos el anatema no parecía diferir de la sentencia de excomunión, empezando en el siglo VI se hizo una distinción entra ambos términos.

El Concilio de Tours (813) decretó que luego de tres amonestaciones se recitara en coro el Salmo 108 (107) contra el usurpador de los bienes de la Iglesia, que además caiga en la maldición de Judas Iscariote, y que “no sólo sea excomulgado, sino anatematizado, y que sea golpeado con la espada de los cielos”. Esta distinción fue introducida en los cánones de la Iglesia, tal como se prueba por la carta del Papa Juan VIII (872-882) encontrada en el Decreto de Graciano (c. III, q. V, c. XII): “Sepan que Engeltrudis no sólo está bajo la sentencia de excomunión, que la separa de la sociedad de los hermanos, sino también bajo anatema, que la separa del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.

Esta distinción se halla en las primeras Decretales, en el capítulo Cum non ab omine. Las Decretales eran cartas de los papas en las que comunicaban decisiones sobre cuestiones disciplinarias. En este mismo capítulo, el décimo de las Decretales II, tít. I, el Papa Celestino III (1191-1198), hablando de las medidas necesarias para proceder contra un clérigo culpable de robo, homicidio, perjurio u otros crímenes, dice: “Si luego de haber sido depuesto de su oficio se vuelve incorregible, primero será excomulgado, pero si persevera en su contumacia, deberá ser golpeado con la espada del anatema. Pero si sumergido en lo profundo del abismo llega al punto en que desprecia estas penalidades, debe ser entregado al brazo secular”.

En un período posterior, Gregorio IX (1227-1241) distingue entre excomunión menor, lo cual implica exclusión solamente de los Sacramentos, y excomunión mayor, lo cual implica la exclusión de la comunidad de los fieles (Libro V, tít. XXXIX, capítulo LIX). El papa declaró que en todos los textos en que se menciona la excomunión, se trata de excomunión mayor. Desde entonces no ha habido diferencia entre excomunión mayor y anatema, excepto el mayor o menor grado ceremonial al pronunciar la sentencia de excomunión.

El anatema permanece como una excomunión mayor, la cual se promulga con mayor solemnidad. El Papa Zacarías (741-752) redactó una fórmula para esta ceremonia en el capítulo Debent duodecim sacerdotes (Causa XI, quest. III). El Pontifical Romano la reproduce en el capítulo Ordo excommunicandi et absolvendi, distinguiendo tres clases de excomunión: la menor, incurrida por una persona que mantenía comunicación con alguien bajo sentencia de excomunión; la mayor, pronunciada por el Papa al leer una sentencia; y anatema, o la penalidad incurrida por crímenes de orden grave, y promulgada solemnemente por el Papa.

Al emitir esta sentencia el Papa se viste con amito, estola y una capa pluvial violeta; usa su mitra y es ayudado por doce sacerdotes vestidos con sobrepelliz y sosteniendo velas en las manos. Toma su asiento frente al altar o en un lugar adecuado, y pronuncia la fórmula de anatema que finaliza con estas palabras: “Por lo cual, en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, del bendito San Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de todos los santos, en virtud del poder que se nos ha dado de atar y desatar en el cielo y en la tierra, privamos a (nombre) mismo y a todos sus cómplices y a todos sus favorecedores, de la Comunión del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor; lo separamos de la sociedad de todos los cristianos, lo excluimos del seno de nuestra Santa Madre Iglesia en el cielo y en la tierra, lo declaramos excomulgado y anatematizado, y lo juzgamos condenado al fuego eterno con Satanás y sus ángeles y todos los réprobos, mientras que no rompa los grilletes del demonio, haga penitencia y satisfaga a la Iglesia; lo entregamos a Satanás para que mortifique su cuerpo y que su alma se salve el día del Juicio”. A ello todos los presentes responden: “fiat, fiat, fiat”. El Papa y los doce sacerdotes lanzan al piso las velas encendidas que habían estado sosteniendo, y notifican por escrito a los sacerdotes y obispos cercanos el nombre del excomulgado y anatematizado con la razón de su sentencia, para que no tengan comunicación alguna con él. Aunque el sentenciado es entregado a Satanás y a sus ángeles, todavía puede arrepentirse, e incluso está obligado a ello. El Pontifical da la forma de absolverlo y de reconciliarlo con la Iglesia. La promulgación del anatema con tal solemnidad está calculada para infundir terror a los criminales, y así traerlos al estado de arrepentimiento.

Anatema Maranatha

Por otra parte, en la Iglesia Católica la palabra maranatha (Ven, Señor Jesús) se ha vuelto una fórmula de anatema muy solemne, por medio de la cual el criminal es excomulgado, abandonado al juicio de Dios, y rechazado del seno de la Iglesia hasta la venida del Señor. Un ejemplo de tal anatema se halla en estas palabras del Papa Silverio (536-538): “Si en lo sucesivo alguien engaña a un obispo de tal manera, sea anatema maranatha ante Dios y sus santos ángeles”.

El Papa Benedicto XIV (1740-1758) cita el anatema maranatha formulado por los Padres del Cuarto Concilio de Toledo (633) contra los culpables del crimen de alta traición: “El que ose despreciar nuestra decisión, que sea golpeado con anatema maranatha, es decir, que sea maldito en la venida del Señor y que tenga su lugar con Judas Iscariote, él y sus compañeros. Amén” (De Synodo Dioecesana X, i).

Hay mención frecuente de este anatema maranatha en las bulas de erección de las abadías y otras edificaciones eclesiásticas. Aún así, el anatema maranatha es una censura y el criminal puede ser absuelto si existe un verdadero arrepentimiento. Aunque es entregado a Satanás y a sus ángeles, la Iglesia, en virtud del Poder de las Llaves, puede recibirlo de nuevo a la comunión de los fieles. Es con vista a dicho propósito que la Iglesia toma medidas tan rigurosas contra él, para que por la mortificación de su cuerpo, su alma pueda salvarse el último día. La Iglesia, animada por el espíritu de Dios, no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Esto explica el por qué de las muy severas y terribles fórmulas de excomunión y anatema que, conteniendo todos los rigores del Maranatha, tienen como regla general cláusulas como esta: “A menos que se arrepienta, dé satisfacción y se corrija”.