Cuando estamos dormidos, nos pueden despertar con un balde de agua fría bajo el riesgo de enfermar o, por el contrario, con una música agradable, tranquila. Pues bien, esta analogía nos sirve para entender lo que tenemos que hacer con las generaciones que vienen. Algunos piensan que la mejor forma de despertarlas es a los gritos, haciéndolos sentir mal, pero la realidad es que para que una generación tome conciencia de su responsabilidad histórica, el despertar tiene que ser suave, de buen modo, sin caer por ello en una espiritualidad evasiva, acrítica. Debe ser un itinerario comprometido, serio, pero atractivo. Criticar sus gustos, cuando se trata de actividades o cosas positivas, es un error, porque abrimos una brecha entre la fe y la vida. Jesús despertó a sus discípulos de una forma amena y, al mismo tiempo, firme, decisiva. Como maestros o agentes de la pastoral juvenil, hay mucho que hacer en este y otros sentidos. Es decir, llevarlos a tomar conciencia desde el ejemplo y la empatía.

  Si se nos acerca un joven para hablarnos de su moto (cosa que es tan sana como un auto o camioneta) y, sin siquiera conocerlo, lo primero que hacemos es ponerle cara de “seguro que eres un rebelde tatuado y sin causa”, además de no evangelizar, provocamos una mala experiencia que puede durar muchos años. Ahora bien, si nos dice que la usa para saltarse los semáforos, habrá que hacerlo despertar y ser muy claros en que por ahí no va la cosa. Cuando nos toca confrontarlos hay que aprender a hacerlo sin que salgan peor de lo que llegaron. Es decir, verdad con misericordia. Decir las cosas con claridad y, al mismo tiempo, sencillez, prudencia. Esto y, por supuesto, evitar los prejuicios que echan a perder cualquier proyecto. De ninguna manera, se trata de idolatrar a la juventud, al punto de negociar los valores, cayendo en el relativismo. Repetimos, nada tiene que ver abaratar la doctrina con sumar, pues lo que termina atrayendo, comprometiendo, es la fe de la Iglesia y no lo que nosotros de manera subjetiva o arbitraria presentemos. Nada de buscar aplausos a costa de la verdad.

 Algunas generaciones llegan adormiladas por el consumismo y la moral “ligth”, lejana a toda conciencia de pecado; sin embargo, esto no es una casualidad. Detrás hay muchos problemas antropológicos. Por esta razón, la Iglesia tiene que ser -como lo ha pedido el Santo Padre- un “hospital de campaña”. Esta clase de “carpa” o -empleando el lenguaje de la Venerable Concepción Cabrera de Armida- ese “oasis” en medio del desierto, tiene que estar en el frente de batalla, ahí donde caen los afectados por los malos ejemplos, la desintegración familiar, el desempleo, la violencia, así como la pobreza material o de sentido. Claro que también debe atenderse a los jóvenes que se encuentran bien, porque tampoco hay que esperar a ponerse mal para unirse al proyecto de Jesús. En otras palabras, confirmar a los que ya están y acercarse a los que todavía no llegan.

  Los jóvenes no están muertos, sino dormidos y hay que despertarlos. ¿Con qué medios contamos? Por lo pronto, con la escuela y la pastoral juvenil. Dos plataformas que, en estrecha colaboración con los padres de familia, pueden reconstruir el tejido social. San Juan Pablo II fue un experto en el tema que estamos tratarlo. Su estilo dice mucho. Lo importante es que tal despertar sea firme y, al mismo tiempo, cercano a las cosas que más les llaman la atención.