Después de ver en su día cuál es el orden generalmente aceptado de los evangelios (
pinche aquí para conocer los pormenores de la cuestión), toca hoy preguntarse si el autor del Cuarto Evangelio tenía conocimiento de la existencia o si incluso había leído los tres evangelios anteriores al suyo. Y la verdad, esa es la idea que impera cuando se analiza la relación existente entre los tres primeros evangelios, los de los tres sinópticos, y el cuarto y último, el de
Juan. Así lo expresa por ejemplo
Eusebio de Cesarea en su
Historia Eclesiástica:
“Marcos y Lucas habían publicado ya sus respectivos evangelios mientras Juan se dice que en todo ese tiempo seguía usando de la predicación no escrita, pero que al fin, llegó también a escribir por el motivo siguiente. Los tres evangelios escritos anteriormente habían sido ya distribuídos a todos, incluso al mismo Juan, y se dice que éste los aceptó y dio testimonio de su verdad, pero también que les faltaba únicamente la narración de lo que Cristo había obrado en los primeros tiempos y al comienzo de su predicación” (op. cit. 3, 24, 7).
Pero no hace falta irse ni a inciertos desiertos ni a extrañas montañas para descubrir dentro de los propios evangelios claves que obligan a aceptar dicha relación. Me voy a referir hoy a una muy divertida y curiosa relacionada con la figura de
María, hermana de
Lázaro, el hombre resucitado por
Jesús.
Nos cuentan los sinópticos:
“Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se acercó a él una mujer que traía un frasco de alabastro, con perfume muy caro, y lo derramó sobre su cabeza mientras estaba a la mesa. Al ver esto los discípulos se indignaron y dijeron: «¿Para qué este despilfarro? Se podía haber vendido a buen precio y habérselo dado a los pobres.» Mas Jesús, dándose cuenta, les dijo: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una `obra buena' ha hecho conmigo. Porque pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre. Y al derramar ella este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de mi sepultura lo ha hecho” (Mt. 26, 612).
El episodio lo recoge idéntico
Marcos, (Mc. 14, 3-8) y de manera diferente pero asociable,
Lucas (Lc. 7, 36-50).
Pues bien,
Juan también se hace eco del episodio, y lo hace de esta manera:
“Había un enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos” (Jn. 11, 1-2).
Curiosa presentación del personaje que obliga a preguntarse: ¿quién es esa señora? y ¿en qué momento ha ungido al Señor con perfumes y en qué momento le ha secado los pies con sus cabellos? Pero si uno echa la vista atrás en el
Evangelio de Juan buscando en los capítulos anteriores a la cita a la que indudablemente tiene que estar refiriéndose su autor y el bueno de
Juan… ¡no ha dicho nada sobre el tema! Presenta a una persona como la que había hecho tal cosa, pero a sus lectores, en cambio, esa cosa no se la ha contado nunca, lo que delata no sólo que él se refiere a un episodio que ha leído -¿dónde sino en sus compañeros sinópticos?-, sino que también lo han hecho los lectores a los que él se dirige, y que probablemente, hasta le han preguntado muchas veces:
“oye Juan, ¿quién es la mujer que ungió al Señor con perfumes y le secó después los pies con sus cabellos?”.
Es más, ese rasgo que tan bien caracteriza la personalidad de
Juan y que hemos tenido ocasión de conocer y de glosar, la vanidad (
pinche aquí si no sabe a lo que me refiero), vuelve a expresarse manifiestamente en este episodio cuando, mejorando el relato hecho previamente por sus colegas evangelistas, informa a sus lectores de que ese personaje que ellos habían dejado sin nombre –Mateo y Marcos lo llaman simplemente “una mujer” (Mt. 26, 7; Mc. 14, 3), Lucas “una pecadora pública” (Lc. 7, 37)- Juan conoce perfectamente quién es:
“María [hermana de Lázaro]
era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos” (Jn. 11, 2) Una vanidad que, por otro lado y ya dijimos en su día, no deja de tener su aspecto muy positivo y muy de agradecer para la exégesis, pues con detalles como éste, Juan vuelve a demostrar ser un testigo presencial de los hechos, firmando así una vez más su autoría en calidad de discípulo muy cercano que fue del protagonista de su relato, quitando la razón a cuantos discuten su autoría respecto del Cuarto Evangelio, un clásico de la conspiranoia evangélica que a tantos lleva dando de comer tanto tiempo.
Y bien amigos, esto es todo por hoy: que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Mañana más, y a poder ser, mejor.
©L.A.
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