Juan, el precursor del Maestro... llamaba a los que venían a bautizarse: “Raza de víboras (Mt 3,6) ¿quién os ha enseñado a escapar del juicio inminente? “ (Mt 3,6) Yo no soy el Mesías. Soy un servidor y no el Maestro. Soy un súbdito, no soy el rey. Soy una oveja y no el pastor. Soy un hombre y no soy Dios. Al venir al mundo he curado la esterilidad de mi madre, pero no ha permanecido virgen. He surgido de la tierra no del cielo. He hecho enmudecer a mi padre, no he derramado la gracia divina. Mi madre me ha reconocido, no ha sido una estrella que me ha mostrado. Soy miserable y pequeño, pero después de mí viene el que es antes que yo (Jn 1,30).
Viene después, en el tiempo; antes, estaba en la luz inaccesible e inefable de la divinidad. “El que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de quitarle las sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y con fuego.” (Mt 3,11) Yo me someto a él, él es libre. Yo estoy sujeto al pecado, él destruye el pecado. Yo inculco la ley, él nos trae la luz de la gracia. Yo predico siendo esclavo, él promulga la ley como maestro. Yo vengo de la tierra, él viene de arriba. Yo predico un bautizo de conversión, él concede la gracia de la adopción filial: “Él os bautizará con Espíritu Santo y con fuego. ¿Por qué me reverenciáis? Yo no soy el Mesías.” (Homilía atribuida a San Hipólito de Roma; PG 10, 852)
Algunas veces nos queremos hacer dueños de todo. Queremos que el Espíritu Santo esté de nuestra parte y que Dios mismo nos sea útil. Útil para resolver nuestros problemas humanos. Cegados por nuestra soberbia, intentamos utilizarlo como herramienta y como arma. Herramienta para solventar los problemas que provienen de nuestro pecado. Arma, para utilizarlo contra nuestros hermanos cuando estos no están dispuestos a aceptar las “soluciones” que proponemos. Dios no es herramienta ni arma, que puedan ser utilizadas por nuestras manos.
Nosotros no promulgamos leyes ni las abolimos, Dios es el único que puede actuar para transformarnos y a través de cada uno de nosotros, cambiar la sociedad que nos rodea. A veces creemos que cambiando normas el mundo cambiará y dejaremos de sufrir. Toda la historia del hombre evidencia que cambiar las normas no nos lleva más que a repetir los mismos errores. Cambian los actores, pero el resultado es el mismo.
En la Iglesia nos sucede lo mismo. Creemos que si cambian las estructuras y las normas que nos “estorban”, todo cambiará. En el pasado muchos Papas han cambiado las formas de gobierno eclesial y no por ello se han solucionado los problemas de la Iglesia. Creemos que si cambiamos la disciplina de los sacramentos, las personas dejarán de sufrir. Mientras el pecado siga acampando entre nosotros, seguiremos sufriendo y reclamando misericordia.
El Evangelio nos muestra el camino de forma clara. Cristo no cambia las leyes de su tiempo, sino que invita a sus seguidores a negarse a sí mismos y seguirle. Invita a ayudar a los sufrientes, pero señala que estos nunca desaparecerán por mucho que nos empeñemos.
En este año nuevo habrá momentos en los que podremos ver si Cristo es el centro de la Iglesia o lo es una u otra ideología. Si nos damos cuenta de que la conversión es la solución, tendremos a Cristo en el centro. Si nos dedicamos a cambiar las formas externas, todo seguirá igual o iremos a peor.
Por ello es imprescindible orar por la Iglesia y difundir el Evangelio. La Buena Noticia es un tratamiento maravilloso: “negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz y seguir a Cristo” es el tratamiento que el Médico nos ha recetado. La medicina será la Gracia, que penetrará en nosotros si abrimos el corazón a base de humildad. Es imprescindible dejar de creernos redentores y salvadores del mundo y la Iglesia. El único redentor y salvador es Cristo. No existen segundas ni terceras redenciones, tampoco segundo o terceros redentores. Sólo la Verdad nos hace libres.