Sigo con Spaemann y sus comentarios a los salmos. Al llegar al 137 recoge una reflexión sobre la belleza de la liturgia y sus falsificaciones que me parece que arroja luz sobre el momento que vivimos.
Escribe Spaemann:
"En los tiempos del comunismo visité el monasterio de Emaús en Praga, del que los monjes habían sido expulsados hacía tiempo, primero porque eran alemanes y segundo porque eran mojes. Lo habían transformado en un museo de arte sacro.
A través de aparatos musicales se sonorizaba a los visitantes con cantos gregorianos de los antiguos monjes. ¿Es esto acaso muy distinto de lo que ocurre en las catedrales -sobre todo en las francesas-, donde se nos baña en música gregoriana de fondo que, en esas mismas catedrales, ha sido rigurosamente desterrada del culto divino? De este modo, las catedrales se convierten en terra aliena, en tierra extraña".
Pensando en esta cuestión, me ha venido a la mente aquello del príncipe Vladimiro de Kiev, cuando envió a varios emisarios a Constantinopla en 988. Allí fueron testigos de la liturgia bizantina en la catedral de Santa Sofía (por cierto, ahora también convertida en un museo). De regreso a Kiev, los emisarios le explicaron al príncipe que:
"no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza. No podemos describirlo, pero esto es todo lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres".
Es lo que deberíamos preguntarnos en cada celebración: si alguien ajeno nos visitara, ¿podría decir lo mismo?