2 Samuel 7,1-5. 8b-12; Romanos 16,25-27; Lucas 1,26-38
Dios le promete paz a David. Él había sufrido guerras y luchas. Anhelaba en su corazón una paz duradera. «El Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban». Después los judíos recordarán con nostalgia ese tiempo de paz. Nosotros también deseamos la paz. Tantas veces la soñamos. Tantas veces no la construimos. Duele el alma. Jesús es el príncipe de la paz. Nace en Belén, ciudad de guerras. Nace en medio de odios y violencias. Vuelve a nacer en unos días en los que hemos vivido atentados, muertes de niños, odios. Duele el alma. Pero la Navidad es tiempo de paz. Jesús viene a sembrar paz. Quiere que con Él seamos también nosotros constructores de paz. El otro día me contaron una anécdota con un niño. El padre le pide que tire contra el suelo una bola de cristal. Al caer, la bola se rompe en mil pedazos. Luego le dice al niño: «Pídele perdón». El niño lo hace. «Otra vez», le dice. Le vuelve a pedir perdón. « ¿Ha vuelto a su estado anterior la bola de cristal?», pregunta el padre. «No, sigue rota», contesta el hijo. «Ves, es lo que ocurre cuando herimos con palabras y gestos, cuando nuestras manos rompen otras vidas, por más que luego pidamos perdón, el mal ya está hecho, no hay remedio. El perdón ayuda a sanar. Pero la herida provocada tarda mucho en cicatrizar. Y siempre quedará la huella, la cicatriz que nos recuerda nuestro pasado». Nuestras palabras hieren, nuestros juicios y condenas, nuestras palabras duras, nuestros gritos. No nos damos cuenta y dejamos almas heridas a nuestro paso. Es fácil herir. Casi sin querer, a veces plenamente conscientes. El daño queda. La bola de cristal se rompe. ¿Podemos detenernos antes cuando la rabia está dentro? ¿Podemos evitar gritar, herir, tocar? No es tan fácil. Es posible. Cuando la ira entra en el corazón no es sencillo vencerla, dominarla, doblegarla. Nos falta paz. Deseamos una paz que no cree conflictos, que no discrimine, que no condene, que no hiera. Una persona rezaba: «Dame paz, Señor, dame paz. Para subir a tu lado, para trepar, escalando rocas. Dame las manos que sepan acariciar la vida. Montañas de ternura con las que sembrar el camino. No lo sé, Jesús, ¿qué hacemos con mi cueva de animales? Tal vez la puedas convertir en un Belén. Me encantaría. Pero tengo animales y estoy sucio. Pobre, a veces enfadado, con ira, muchas veces herido. Déjame subir más alto, soñar fuerte, con toda el alma. Dame tu paz, siembra tu paz en mi alma».Es lo que soñamos. Nos gustaría ser pacificadores. Nos gustaría no tener ira, ni rabia, ni enfados. Pero súbitamente, sin darnos cuenta, nos llenamos de todo lo que no queremos. El alma se envenena. Las ofensas se agrandan. Todo nos hace daño. Y no hay nada peor que el mal recibido acabe volviéndonos malos. El mal siempre causa daño. Pero a veces el mal nos hace malos. Y cuando nos envilecemos, dañamos, herimos y rompemos. Necesitamos paz. No una tregua, sino una paz definitiva. Queremos sembrarla con nuestros silencios. ¡Cuánto nos cuesta callar cuando el corazón está enrabietado! Nos ponemos violentos. Perdemos la sonrisa. ¡Cuánto bien hace una sonrisa en el momento oportuno, y un silencio humilde, y una mirada de comprensión! Nos cuesta detener los pasos, volver atrás. A veces ya es demasiado tarde. La bola se rompe en mil pedazos. No queremos mandar más mails incendiarios. Por escrito es bueno sólo decir cosas agradables. Las malas mejor cuando estamos cara a cara. Por escrito todo tiene otra forma, un rostro más feo, más frío. La crítica se convierte en ofensa imperdonable. Antes de contestar guardar silencio. Antes de dar un paso, mejor quedarnos quietos. Necesitamos paz. Nace el príncipe de la paz.
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo»
«Jesús viene a cambiarnos la vida. Viene a quitarnos cosas, comodidades, satisfacciones, para lograr vaciarnos. Y así, una vez vacíos, estamos en disposición de acogerle a Él»
El otro día vi una publicidad muy sugerente en un anuncio: «La Navidad nos desamuebla la cabeza. Nada mejor que el hogar para volvérnosla a amoblar». En el anuncio unos niños escribían dos cartas. Una a los Reyes en la que pedían muchos deseos materiales: juguetes, maquinitas, ropa, etc. Luego les pedían que escribieran una segunda carta a sus padres. En esta carta escribían sus deseos más profundos, los más verdaderos, los que tienen que ver con la vida. Ellos querían que sus padres tuvieran más tiempo para estar con ellos, jugaran con ellos por las tardes, viajaran menos, perdieran el tiempo a su lado. Al final les preguntan qué carta mandarían si sólo pudieran mandar una de ellas. Todos contestan que la segunda carta, la que iba dirigida a sus padres. El anuncio es conmovedor. Es cierto. A veces le damos demasiada importancia a lo material. Vivimos pensando en lo que podemos comprar, en lo que nos hace falta. Si nos preguntan qué queremos de regalo podemos pensar una lista de posibles regalos. Nos encanta que nos regalen cosas. Más aún nos gustan las sorpresas. Pero luego, si nos ponemos a pensar, las cosas más importantes no las pedimos. Si tuviéramos que escribirle una carta a alguna persona a la que queremos mucho, ¿qué le pediríamos? En esos casos no suele estar en juego el dinero, sino más bien el tiempo. Queremos más tiempo con las personas a las que queremos. Y el tiempo es un bien escaso. O, mejor dicho, lo invertimos valorando las prioridades que tomamos en la vida. En realidad, lo que más valoramos es el amor. Que nos cuiden, que nos traten con delicadeza, que nos busquen, que nos necesiten. El corazón nunca dice es bastante. Porque nuestro corazón sueña el infinito. Y nunca el amor humano nos basta. Necesitamos más, queremos más. Pienso que estos días de Navidad son una oportunidad para amoblar bien nuestra cabeza. ¿Qué es lo que realmente nos importa? Jesús viene a cambiarnos la vida. Viene a quitarnos cosas, comodidades, satisfacciones, para lograr vaciarnos. Y así, una vez vacíos, estamos en disposición de acogerlo a Él. Pero tenemos que reconocer que nuestra cabeza se desordena fácilmente. La envidia, el deseo de tener lo que muchos tienen, las comparaciones que tanto mal nos hacen, el querer tener más para ser más, los egoísmos, la avaricia, la codicia. Decía el P. Kentenich: «Hay personas superficiales que buscan satisfacciones en compensaciones y abandonan al Señor. Estoy seco; me falta algo. ¿Qué es lo que me falta? Tal vez busco una satisfacción que compense ese sentimiento. No hay alegría en mí. El hecho es que estoy triste. La mayoría no logra sobreponerse. Y cuando el Señor nos quiere, no suelta. Pero es verdad la frase que dijo San Agustín de sí mismo: - Temo que el Señor golpee a menudo y que yo cierre la puerta, o no la abra y me diga: - Tú ya no me importas. Entonces Él ya no viene con sus incitaciones; ya no trabaja conmigo»[1]. Nos desordenamos cuando nos dejamos llenar por esas pequeñas compensaciones que no nos llenan, que no sacian la sed más honda, que no responden al deseo verdadero que tiene el corazón. Cuando cerramos la puerta y no dejamos que entre. No hay posada, decimos. No hay sitio para ti, para tus deseos, para tu vida que cambia la mía. Queremos que esta Navidad venga Él a poner orden, a vivir en mí, a traer su luz.
La noche está quieta en Navidad. Será una noche inmóvil, callada. Miro, pienso y detengo mis pasos. Si tuviera un pincel me gustaría pintar esta noche de estrellas, o de luces que caen y suben. De estrellas. Así, con un pincel. Pero a veces los pinceles mienten. Vagamente recogen en colores una mínima parte de la verdad. Sólo un pequeño esbozo, un retazo de la belleza más profunda, una mínima parte de toda la vida. Los pinceles mienten. O mejor dicho, no dicen toda la verdad. Porque la verdad, toda la verdad, no se puede recoger en un cuadro, con un pincel. Los pinceles tan sólo detienen el tiempo por un instante en el discurrir de la vida. Retratan lo que sucede queriendo inmortalizarlo. Lo logran torpemente. Intentan guardar en un lienzo todo el misterio que no se explica con palabras. La vida no puede retenerse con pinceles. No vale de nada. La vida es un vagón silencioso, escondido en el tiempo, dibujado por Dios. Un vagón en movimiento. Un vagón lleno de misterios que no se dejan pintar. De miradas que no hablan y no se pueden retener. De miradas llenas de palabras y emociones. De miradas profundas y de lágrimas. Lágrimas llenas de alegría o de pena. Porque las lágrimas no siempre contienen tristeza. Muchas veces destilan gozo, esperanza, emoción. Son las paradojas que encierran las lágrimas. Esta noche santa es un vagón cargado de silencios. De estrellas y de vida. Un vagón que vuelve a detenerse en nuestra vida. Porque la vida siempre transcurre en un vagón. ¿Cuál es el mío? ¿De primera? ¿De segunda? Tal vez importa más con quién vamos en el vagón, antes que su ubicación en el tren. Al fin y al cabo todos llegan a su meta. Primero los primeros, más tarde los últimos, pero todos llegan. Tal vez sea importante el silencio de mi vagón. Porque es verdad que las palabras a veces rompen el misterio sagrado de las miradas. El silencio de la noche santa de Belén. Sí, especialmente el silencio de aquella noche. María callaba mirando a Jesús. José callaba mirando a María. El niño dormido. Silencios. Estrellas. Paz. Sonrisas. No quiero negar que la palabra tiene la belleza de una semilla sembrada en el desierto, o en el campo. Lleva en su pecho oculto un mundo entero, una vida entera, un milagro a punto de nacer. Es verdad, las palabras son también importantes. Escritas o pronunciadas. Dichas en voz baja o gritadas al viento. Juan pronunciaba sus palabras en el desierto, era un grito que rompía el silencio. Surgía la vida. Jesús pasó diciendo palabras. A veces con voz queda, otras con voz profunda. Mantuvo también silencios. Esos silencios misteriosos escribiendo en la arena, recibiendo ofensas. Una mirada basta a veces, tan sólo un silencio. Un gesto claro y un silencio, para comprender lo importante. En la vida hay muchos encuentros llenos de silencios. Cuando me conmuevo guardo silencio. Miro el horizonte y guardo silencio. Sorprendido. Atónito, lleno de vida, esperando. Como en esta noche santa. Esta noche en la que esperamos que ocurra lo que soñamos, que todo cambie, que algo nuevo comience. Es el silencio santo de Dios delante de mis ojos. De rodillas ante un establo. Siempre me emociona. Me arrodillaré de nuevo. No por costumbre, sino porque no quiero dejar de ser niño. Me arrodillaré sorprendido. ¿Qué espero? ¿Qué temo? Silencio. El silencio de Dios cargado de respuestas. Dios pronuncia una palabra y vivo. Nace el Niño en mis brazos. Callo y vivo. Me mira y vivo. Espero callado en mi vagón lleno de silencios. Nace de nuevo para decirme que me quiere. Y yo le quiero. La vida misteriosa de Dios entre los hombres. La vida cotidiana de los hombres sin Dios. ¿Cómo encontrarle oculto en la violencia, en la división, en el odio? ¿Cómo descubrir su rastro esquivo entre las vidas que buscan un sentido? Callo. Me vuelvo hacia tantas vidas misteriosas que no buscan respuestas. Miran pasar el tiempo. Tienen muchas preguntas. El tren de la vida avanza. Espero con los ojos entreabiertos. Me emociono de nuevo al mirar las estrellas de esta noche. ¿Estaré preparado? ¿Le diré que sí a Jesús en medio de mi silencio? ¿Lo romperé con esa palabra que marca nuestra vida? Octavio Paz decía: «La libertad es simplemente la diferencia entre dos monosílabos: sí y no». Yo elijo de nuevo la libertad. Sí, quiero seguir sus pasos. Me arrodillaré como un niño. Confío. Espero. Sueño. De rodillas es más fácil estar a la altura del niño. Y de su madre. ¿Estaré preparado? Nunca lo estoy. Siempre me pilla de improviso. Cuando menos lo espero nace de nuevo. Rompe mis rutinas. Me rompe por dentro. Quiero que venga ya a poner orden en mi vida. Parece fácil. Al menos para Él que todo lo puede. Espero. Quiero.
La Navidad tiene que ver precisamente con construirle una casa al Señor. Hoy escuchamos que David quería construirle una casa sólida y firme a Dios: «Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda. Natán respondió al rey: - Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo». David tenía un sueño. Su vida no fue perfecta. Se dejó llevar por sus pasiones. Cayó en la mentira y en el crimen. Robó lo que no era suyo. Vivió una vida llena de pecados y abandonos. Pero también una vida de amor a Dios y fidelidad. Experimentó la pobreza y la humillación. Se encontró consigo mismo y con el Dios de su historia. Lo amó y se supo amado. Y ahí encontró la paz y el perdón. Se supo hijo de la misericordia. Querido por Dios no por sus méritos, sino por haberse abajado hasta tocar el polvo. Abrazó el perdón de Dios con el corazón agradecido. Fruto de ese agradecimiento es el deseo tan humano de darle a Dios algo a cambio. Algo grande. Una casa. Perdonado, salvado, sanado, se sintió fuerte. ¿Por qué no podía él construir el templo? Me gusta David. Me gustan su verdad, su vaciamiento, su humillación. Me gusta cómo vuelve el rostro a Dios. Lo ama con lo más profundo de su alma. Le cantaba con alegría y bailaba sin inhibiciones ante Él, porque lo quería con un amor de niño, con un amor puro. Sí, me gusta David. Me gustan su debilidad y su fuerza. Su pasión y su fuego. Me gusta su amor encendido y su deseo de lograr lo más grande. Se sabe pequeño. Pero quiere darlo todo. Quiere calcular sus fuerzas, porque no quiere perder nunca, le duelen las derrotas. Como a todos. Así fue su vida. Y ahora, en el ocaso de su camino, de nuevo quiere lograr algo grande. Una casa para Dios. Muchas veces en mi camino de vida he querido construirle una casa a Dios. Una casa grande y digna. Siempre pienso en mi vocación como en esa casa, en el hogar en el que Él pueda habitar. Con frecuencia he querido construir contando con mis fuerzas, calculando mis capacidades, tomando en cuenta mis dones. Cuando lo intento experimento la debilidad y las caídas. Y vuelvo entonces el rostro a Dios buscando respuestas. Y Él muchas veces me las ha dado como a David con estas palabras: « ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre». 2 Samuel 7,1-5. 8b-12. David le quería construir un templo a Dios. Dios, a cambio, le ofrece mucho más. Le ofrece paz, descendencia, eternidad. ¿Qué más se puede esperar? David no pudo construir esa casa. A cambio, Dios colmó su corazón de niño. Al pensar en mi vida pienso en eso. Yo le quiero construir una simple casa a Dios y tantas veces no puedo. Pero Él hará muchas más cosas con mi vida que no lograré ver. Superará mis expectativas y sueños. En realidad, ya lo hace, cada día. Y así lo hace con todos. Con cada uno de sus hijos. Todos tenemos algo de David. El pecado y la humillación. La tristeza y la esperanza. La pasión y la inocencia. El amor y la soledad. Los grandes sueños y la mediocridad. El deseo de escalar cumbres y las caídas más torpes. Queremos construirle el templo más grande y luego no somos capaces de componer la melodía desafinada de un solo día. Pero Dios nos da lo que no pedimos. Nos hace soñar con lo que no imaginamos. Nos lleva a las cumbres más altas y nos enseña la inmensidad de lo que nuestra vida puede ser para muchos. Y nos quedamos mudos. Como David. Sobrecogidos. Consolados. Llenos de fe y de sueños.
Dios le promete paz a David. Él había sufrido guerras y luchas. Anhelaba en su corazón una paz duradera. «El Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban». Después los judíos recordarán con nostalgia ese tiempo de paz. Nosotros también deseamos la paz. Tantas veces la soñamos. Tantas veces no la construimos. Duele el alma. Jesús es el príncipe de la paz. Nace en Belén, ciudad de guerras. Nace en medio de odios y violencias. Vuelve a nacer en unos días en los que hemos vivido atentados, muertes de niños, odios. Duele el alma. Pero la Navidad es tiempo de paz. Jesús viene a sembrar paz. Quiere que con Él seamos también nosotros constructores de paz. El otro día me contaron una anécdota con un niño. El padre le pide que tire contra el suelo una bola de cristal. Al caer, la bola se rompe en mil pedazos. Luego le dice al niño: «Pídele perdón». El niño lo hace. «Otra vez», le dice. Le vuelve a pedir perdón. « ¿Ha vuelto a su estado anterior la bola de cristal?», pregunta el padre. «No, sigue rota», contesta el hijo. «Ves, es lo que ocurre cuando herimos con palabras y gestos, cuando nuestras manos rompen otras vidas, por más que luego pidamos perdón, el mal ya está hecho, no hay remedio. El perdón ayuda a sanar. Pero la herida provocada tarda mucho en cicatrizar. Y siempre quedará la huella, la cicatriz que nos recuerda nuestro pasado». Nuestras palabras hieren, nuestros juicios y condenas, nuestras palabras duras, nuestros gritos. No nos damos cuenta y dejamos almas heridas a nuestro paso. Es fácil herir. Casi sin querer, a veces plenamente conscientes. El daño queda. La bola de cristal se rompe. ¿Podemos detenernos antes cuando la rabia está dentro? ¿Podemos evitar gritar, herir, tocar? No es tan fácil. Es posible. Cuando la ira entra en el corazón no es sencillo vencerla, dominarla, doblegarla. Nos falta paz. Deseamos una paz que no cree conflictos, que no discrimine, que no condene, que no hiera. Una persona rezaba: «Dame paz, Señor, dame paz. Para subir a tu lado, para trepar, escalando rocas. Dame las manos que sepan acariciar la vida. Montañas de ternura con las que sembrar el camino. No lo sé, Jesús, ¿qué hacemos con mi cueva de animales? Tal vez la puedas convertir en un Belén. Me encantaría. Pero tengo animales y estoy sucio. Pobre, a veces enfadado, con ira, muchas veces herido. Déjame subir más alto, soñar fuerte, con toda el alma. Dame tu paz, siembra tu paz en mi alma».Es lo que soñamos. Nos gustaría ser pacificadores. Nos gustaría no tener ira, ni rabia, ni enfados. Pero súbitamente, sin darnos cuenta, nos llenamos de todo lo que no queremos. El alma se envenena. Las ofensas se agrandan. Todo nos hace daño. Y no hay nada peor que el mal recibido acabe volviéndonos malos. El mal siempre causa daño. Pero a veces el mal nos hace malos. Y cuando nos envilecemos, dañamos, herimos y rompemos. Necesitamos paz. No una tregua, sino una paz definitiva. Queremos sembrarla con nuestros silencios. ¡Cuánto nos cuesta callar cuando el corazón está enrabietado! Nos ponemos violentos. Perdemos la sonrisa. ¡Cuánto bien hace una sonrisa en el momento oportuno, y un silencio humilde, y una mirada de comprensión! Nos cuesta detener los pasos, volver atrás. A veces ya es demasiado tarde. La bola se rompe en mil pedazos. No queremos mandar más mails incendiarios. Por escrito es bueno sólo decir cosas agradables. Las malas mejor cuando estamos cara a cara. Por escrito todo tiene otra forma, un rostro más feo, más frío. La crítica se convierte en ofensa imperdonable. Antes de contestar guardar silencio. Antes de dar un paso, mejor quedarnos quietos. Necesitamos paz. Nace el príncipe de la paz.
La Navidad no es a veces un tiempo fácil.A lo mejor hemos perdido a un ser querido. O la crisis nos hace recordar tiempos mejores. O estamos solos. O ha cambiado nuestra realidad familiar. Hemos sufrido la separación, o el abandono. En esos momentos, celebrar Navidad cuando no hay motivos para estar alegres no es tan fácil. Miramos la fecha y suspiramos pensando en lo que vamos a vivir. El tiempo pasa, se acerca. ¡Qué hacer esos días en los que hay que estar alegres casi por decreto! No es fácil. Las cenas familiares no son siempre un motivo de alegría. Nos gustaría que fuera distinto. La realidad es la que es. Lo que sí podemos cambiar es nuestra actitud. Podemos llegar a las cenas de estos días con otra disposición. De nosotros depende. Decía hace poco el Papa Francisco en Estrasburgo: «En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor». ¿Podemos ser plenamente nosotros mismos en nuestra familia? ¿O tenemos que medir siempre nuestras palabras, lo que puede sentar bien o mal? En familia necesitamos sentirnos en casa, en un hogar. Pero depende de nosotros, de nuestra actitud. Las circunstancias pueden haber cambiado. No es fácil vivir la Navidad con un dolor profundo en el alma. ¿Qué hacer cuando se han roto nuestros proyectos, todos nuestros sueños? No es tan sencillo volver a vivir estas fiestas con el corazón de niño. Renovados, alegres, esperanzados. ¿Cómo se puede perdonar en Navidad? El Niño Jesús viene a pedirnos que perdonemos. Que pidamos perdón. Y a nosotros nos cuesta demasiado perdonar. Heridas profundas. Ofensas. Palabras. Todo lo recordamos. Lo guardamos como una losa en el corazón. ¿Cómo se olvida todo? ¿Cómo se perdona? Guardamos silencio. No sabemos. Los silencios dicen a veces mucho más que mil palabras. Nos sentimos como esa persona que rezaba: «Todos te traen cosas, mi niño Jesús. Todos te traen regalos. Te hablan. Fuera hace frío. Yo no sé, Jesús. No tengo nada. Estoy callada. Sentada en un rincón del portal. En el suelo, a tu altura. Me siento tan indigna. Tan pequeña. Tan pobre. Perdón por mi suciedad, mi vacío. Perdón por no saber querer. Yo sólo te miro. No puedo dejar de mirarte. Tú has venido a mí porque yo no sabía ir a ti. No sabía, no podía. Todo se deshace en mi corazón. María se ha dado cuenta. Me mira con calidez entre la gente. Me invita a acercarme. Tiemblo de emoción. Toda mi vida se detiene aquí. Te quiero mucho. Me arrodillo. Te beso en la frente y en un piececito. Me encantaría cogerte en brazos. Vuelvo a ser una niña inocente y pura. Quiero crecer a tu lado. No quiero separarme nunca de ti. Te adoro. Cuando te veo, pequeño y frágil, vuelvo a creer y a confiar. No llores, mi niño. Ayúdame a amar y a ser pequeña». Es la oración de la debilidad, de nuestra impotencia. La oración del corazón que desea perdonar y olvidar y no sabe cómo. La oración de la impotencia para vivir con paz, con alegría, con esperanza. La oración cuando nos arrodillamos frágiles ante Dios. ¿Cómo se puede amar bien a los que amamos? ¿Cómo se puede perdonar a los que nos han herido? ¿Cómo vivir rotos, con paz, sin rencor, abrazando?
Hoy miramos a María. De nuevo Ella nos mira. Le decimos como rezaba una persona:«Madre, quiero consagrarme para siempre a tu corazón Inmaculado. Te consagro cada miembro de mi ser para que tú los transformes: te ofrezco mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi pensamiento. Mi corazón, para que tú lo transformes y lo asemejes al tuyo, un corazón puro, un corazón verdadero, lleno de Dios hasta el último rincón. Tú eres mi ideal de mujer, en ti está todo lo que yo anhelo ser. Tu pureza de alma, tu delicadeza, tu femineidad, fue y es lo que hizo a Dios enamorarse de ti. Madre, te consagro mi alma y mi cuerpo, para que tú los hagas nobles, los limpies de todo lo bajo, los hagas morada de Dios. Quiero ser transparente del amor tan grande de Dios. Madre, yo no puedo hacer nada por mí misma, pero en ti está mi esperanza. Madre buena, Santuario vivo de Dios, aseméjame a ti. Llena de Dios cada parte de mi corazón, de mi pensamiento, de mis sentidos. Yo sé que para Dios nada es imposible». Miramos a María en Nazaret, de rodillas, escuchando callada al ángel, sobrecogida, muda: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú eres entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: - ¿Cómo será eso, pues no conozco a varón? El ángel le contestó: - El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: - Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y la dejó el ángel». Volvemos a meditar de nuevo este momento de gracias. María de rodillas, humillada, llena de belleza. Una niña pura ante Dios. Y Dios que necesita el sí de una niña, nuestro mismo sí. Dios sin tiempo sostenido en la espera de un sí. Aguardando paciente. Contemplando la pureza de María. Arrodillado ante Ella. Ante una mujer preservada del mal, limpia y pura. Ante una mujer íntegra, llena del fuego que purifica el corazón. Ante una mujer que teme y ama, espera y sueña. Ante esa niña que llevaba toda su vida esperando a Dios, soñando con Él. Ante esa niña que se siente pequeña y frágil. ¿Cómo se cumplirá la promesa? Ella, arrodillada y temblorosa, pronuncia su sí: «Aquí estoy, dispuesta a hacer tu voluntad». Un sí sencillo y claro. A veces nosotros en nuestra vida lo hemos pronunciado. Hemos roto el silencio para decirle que sí a Dios. Hemos puesto nuestra vida en sus manos. Como los niños. Temerosos y confiados. Un sí libre y alegre. María se hace esclava. Siempre fue esclava. Simplemente acoge la voz de Dios. Como una niña. Sonríe. ¿Cómo se hará realidad? A veces el cómo importa. O asusta. O nos impide caminar. Un cómo lleno de preguntas, de dudas, de incertidumbres. Quisiéramos adentrarnos en la vida con un corazón como el de María. Un corazón confiado. Nos arrodillamos como los niños ante Dios. El otro día leía algo muy verdadero. Una afirmación de Ignacia Sánchez: «En realidad, las pequeñas cosas son las que más importan. Son las pequeñas cosas que hacemos o no hacemos cotidianamente las que moldean a las personas que somos. Las pequeñas cosas son las que determinan cómo responderemos a las grandes cosas que se presenten en nuestras vidas». Las pequeñas cosas importan. El sí pequeño. El sí de María es un sí aparentemente insignificante. Pero es un sí que mueve el universo. María es pequeña. Su sí supera su capacidad. La niña llena de gracias se abre a Dios. Su corazón cambia. Hay síes que cambian nuestra vida para siempre. Depende de nosotros. Abrimos la puerta o la cerramos. Nuestro sí ha cambiado nuestra historia muchas veces. También nuestro no. Nuestras omisiones. Nuestras ausencias. Las veces en que dejamos cerradas las puertas de nuestra casa. Miramos a María. Queremos ser como Ella. Rezar como Ella. Decir su sí.
Hoy también miramos el corazón de José. Sólo una vez le hizo falta el ángel. Dios le pidió que cuidase a María y al niño y él obedeció. Y lo hizo sin más palabras ya desde aquel camino a Belén cuando sentía la carga pesada de buscar un lugar adecuado. No quería preocupar a María. Había mucha gente y él le hubiese dado el mejor sitio a Ella y a Jesús, pero no podía, no sabía. Miró asombrado cuando nació Jesús y lo vio en los brazos de María. Allí, callado, de rodillas, sin más palabras. Obedeció como un niño, dócilmente. El corazón de José era noble y dócil. Se abajó, aceptó. ¡Cuánto misterio! ¡Cuánto los amaba! Veló conmovido aquella primera noche de Dios en el mundo, tan pequeño, tan indefenso, tan desprotegido. ¿Cómo podría él llegar a cuidarlos?Era pecador, era pequeño. Ellos eran mucho y él tan poco. Dios, desde el cielo, velaba con él, le nombraba, feliz de estar a su lado, orgulloso de su sí humilde y sencillo. Hoy le rezamos de rodillas: «José, te pido que me ayudes a ser fiel, a entregar el corazón como tú lo hacías, en silencio, mirando siempre a María y a Jesús, sin pensar en tu bienestar. Enséñame a amar, a renunciar, a respetar, a dar toda mi alma por seguir a Jesús. Enséñame a repetir cada día mi sí oculto y alegre, a vivir cerca de Jesús, de María, a dar mi vida entregando el corazón como tú lo hiciste. Enséñame tu obediencia, enséñame a negarme a mí para dejar a otros delante, para servir a otras vidas sin querer ser yo protagonista». Cuando fueron a Egipto, fue a él a quien habló Dios y se pusieron en camino. ¡Cuánto lo quería Dios! ¡Cuánto confiaba y descansaba en él! Puso en sus manos lo que más amaba. Confiaba en su corazón bueno, de hombre obediente, íntegro, de hijo humilde, de hijo noble. Me imagino su temblor al recibir misión tan grande. Su emoción al ver la sonrisa de María cada día, en la rutina, en lo cotidiano de charlas y comidas, de trabajo y sueños, de compartir tantas cosas los tres. Me conmuevo al pensar en su trabajo silencioso en Nazaret. Ocultos a los hombres. Habitados por Dios. Allí vivieron el silencio sagrado del encuentro. Allí amaron y fueron amados. En realidad vivió el cielo en la tierra ¡Qué pena le daría morirse y dejarlos solos! A María y a Jesús. ¡Qué pena no poder protegerlos hasta el final! Le hubiese gustado cuidarlos y acompañarlos hasta la cruz. Eran lo que más amaba en el mundo. Hubiera querido ir con ellos por los caminos. Pero Dios lo quería a su lado. ¿Cuántas veces tuvo que renunciar José en su vida? Dios conoció muy bien su corazón y las puertas del cielo se abrieron de par en par ante el hijo que se negó a sí mismo con el mayor amor. Su renuncia fue la entrega cotidiana al servicio de María, el amor de su vida, y de Jesús, su hijo amado. Su amor a María era sagrado, profundo, humano, tierno, era el amor de Dios. Era un amor preparado para la renuncia, para la entrega. Un amor sacrificado y recio. Comentaba la protagonista de la obra «La bibliotecaria de Auschwitz»cuando debe renunciar a ser bibliotecaria para proteger el bloque, porque la vigilan, aunque sabe que ya no la admirarán y la tacharán de cobarde:«Es fácil medir el tamaño del heroísmo, cuantificarlo en honores y medallas. Pero, ¿cómo se mide el valor de los que renuncian?». José renunció toda su vida. El valor de su renuncia fue inmenso. Me imagino cuántas veces rezó mirándola a ella y a Jesús, en silencio, confiando. Se mantuvo oculto a la sombra de sus dos grandes amores. Eso bastaba. La renuncia por amor vale oro. En ese taller de Nazaret vivieron Dios y su madre, compartieron la vida. José pasó oculto la vida con ellos. Cuidándolos, descansando en ellos y ellos en él. Los cuidó, enseñó a Jesús con mucha humildad todo lo que sabía. Le enseñó a orar, a trabajar, a amar, a respetar, a obedecer. ¡Cuántas veces entre José y Jesús hablarían de María! José sería ese hombre fiel, de pocas palabras, humilde y noble. Me impresiona su renuncia. Me conmueve el regalo de poder compartir la vida santa en Nazaret. Allí, ocultos a los ojos del mundo, tejieron el comienzo de nuestra historia sagrada. José fue el santo custodio. Su vida fue velar, aguardar, esperar, cuidar, acariciar, soñar. Sin quejas, sin voces, sin llamar la atención. Amando, siendo amado. Me impresionan su humildad, su silencio fuerte y noble, su alegría serena y honda. Me impresiona su sencillez, oculto entre los hombres, sin ser tomado en cuenta. Allí, repitiendo con humildad su sí más verdadero. Ese sí silencioso y noble. Su sí sagrado a Dios.
Llega la Navidad. Nace Jesús de nuevo en nuestras vidas. Hace falta llegar con un corazón de niño. El otro día leía un pequeño cuento: «Un niño soñaba con la luna. Se despertaba y miraba por la ventana esperando verla entre las nubes. Al fin, un día, lo lograba. Era redonda y grande, luminosa, perfecta. Soñaba con tocarla, con tenerla. Esa luna daba luz a su vida. Y él sonreía. Este niño dormía soñando, vivía soñando. Anhelaba esa luna que daba luz a sus noches. Pero pasaron los días y la luna menguaba. Cada día un poco más pequeña. Él tuvo miedo. No quería quedarse sin su sueño, sin su luz, sin su esperanza. Soñaba. Una niña se acercó y miró su sueño. Lo vio sumergido en el aire, tembloroso, callado. El niño temblaba. Cogió con sus manos de niña llenas de ternura ese inmenso sueño. La luna seguía menguando. Cada día un poco más pequeña. El niño sufría y la niña también sufría con el niño. Decidió entonces soñar con el niño. Llegó el día en el que casi no se veía la luna en el cielo. Era sólo una sombra fugaz de lo que fue. Temblaron. Sólo había estrellas. Sólo el recuerdo pálido de lo que fue una luna. Lloraban. Se abrazaron tiernamente. Eran dos niños sin luna. Entonces ella, al oído, le susurró un deseo. Le dijo: - Soñemos más fuerte, con toda el alma. Ya verás, lo lograremos, no temas. Tendrás tu luna. Y entonces los dos soñaron fuerte. Cada día con más fuerza, con más alma, con más corazón. Y la luna, cada noche, cansada del día, iba engordando. Parecía como si el sueño de dos niños le diera un poco de vida. Cada día era más luna y menos sombra. Cada día más luz y menos noche. Hasta que un día, conmovidos, asombrados, miraron la luna llena por la ventana. Era una luna plena, entera, llena de luz. Sonrieron. Había luz. Rieron con esa risa fácil de los niños, a carcajadas. Sin temor a la vida. Felices, tocando las estrellas. Los sueños que se sueñan juntos tienen más fuerza, logran lo imposible. Y descansaron felices. Saboreando los sueños». Me gustó el niño de la luna. Me gustó la ingenuidad de los niños que sueñan con lo eterno. Tal vez como nosotros. La vida, las desilusiones, los tropiezos, nos hacen desconfiar. Miramos nuestra vida y pensamos que los sueños no son posibles. Nos conformamos con lo que hemos logrado, con lo que hay. No creemos en los milagros de Nochebuena. No creemos en el poder salvador de un niño que nace en Belén. Oculto en un establo. Cubierto por unos pocos pañales y una montaña inmensa de ternura. Queremos aprender a ser como niños. A soñar con lo que Dios puede hacer con nosotros. Parece sencillo. No es tan sencillo. Decía el P. Kentenich: «No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios y no hay misión más grande en estos tiempos que la de reconquistar para la humanidad el perdido sentir de niño»[2]. Parece sencillo, pero no lo es. El mundo de hoy necesita niños. Corazones de niños. El otro día leía: «Vivimos en una sociedad donde mentir se volvió rutina, traicionar en monotonía y ser hipócrita es la ropa de hoy en día». Necesitamos que haya más niños. Niños que no vivan en la mentira, que no traicionen, que sean inocentes y auténticos, trasparentes de Dios. Faltan ese tipo de niños. Añadía el Padre: «Si en mí no hay o no está suficientemente desarrollado el germen de lo filial, me falta el puente natural necesario para tener la vivencia de ser hijo en el plano sobrenatural. Cuando me encuentro ante personas que no han tenido la vivencia de ser hijos en el orden natural, ¡cuántos esfuerzos se necesitan para que lleguen a sentir el valor de lo filial! [3]. Cada Navidad es una nueva oportunidad para aprender a ser más niños, para vivir como niños. Pero no como niños inmaduros y caprichosos. Sino como niños confiados y alegres, positivos y veraces. Niños nobles y transparentes. Reflejos del amor de Dios, de su verdad, de su calor. Niños capaces de soñar y alcanzar la luna. De tocarla en un abrazo cálido. Sí, aunque no hayamos tenido experiencias humanas de filialidad, es posible vivir como niños ante Dios. Es cierto que lleva su tiempo. Es un proceso largo. Pero de nuevo nos arrodillamos como los niños ante el portal. De nuevo confiamos y soñamos. De nuevo creemos en lo aparentemente imposible.