Probablemente un profundo desagrado sobre muchos de los episodios que han conformado la historia española, reconquista contra el islam, conquista y evangelización de América, defensa del cristianismo en Europa, fracaso de las dos repúblicas, -de la que, por cierto, sólo ella fue responsable-, derrota en la guerra civil, derrota por absentismo –aun más humillante- en la postguerra... ha llevado a la izquierda española a un desafecto cierto y evidente hacia su propia nación del que por más que lo desee, no puede desembarazarse. Ese desafecto se ha venido manifestando tozudamente, haciéndolo a través de la desvirtuación de la propia historia, que se pretende regular por ley; el reconocimiento sistemático de las razones del adversario sin entrar ni a considerar las propias; la exaltación de sus partes (las regiones) en detrimento del conjunto (la nación); y por encima de todo, el desprecio de la propia patria, a la que se denomina despectivamente “el estado” o “este país”, nunca desde luego por su nombre, y con ella la de sus símbolos, el himno, su bandera...
Si hasta la fecha la izquierda española había sobrellevado con alguna dignidad tan embarazosa situación y cuando le tocaba gobernar lo hacía con cierto decoro hacia los intereses nacionales, con la llegada del indocumentado que hoy día es presidente del gobierno, éste ha decidido instalar a la patria de sus desamores en la que probablemente considera la situación que se merece, esto es, la de la perpetua humillación.
Hasta la fecha dos eran las grandes afrentas con las que el citado personaje había agraviado a la que, aun a su pesar, es todavía su patria: aquella ocasión en la que gratuitamente la situó entre las naciones “discutibles y discutidas”, y aquélla en la que se dejaba fotografiar en Casablanca junto al Sultán de Marruecos ante un mapa en el que dos ciudades y una comunidad autónoma entera aparecían en verde como parte de un imaginario Gran Marruecos que nunca existió.
A partir del día de hoy, a las mismas habrá que añadir una tercera: la humillante e inexplicada visita de un ministro español a Gibraltar, primera desde que en 1714 se perpetrara la mutilación de la unidad patria que ha perdurado hasta la fecha, visita que ni siquiera Azaña o González se habían atrevido a realizar y que sólo sirve para avalar una ocupación que al presidente del gobierno debería doler como al que más.