“Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”. (Mc 14, 22-25)
Cristo, llegado el momento de la despedida, quiso dejarnos un extraordinario regalo: se entregó a sí mismo de una manera –en la Eucaristía- poco antes de entregarse de otra –en la Cruz-. Todo era amor. Por la Eucaristía se quedaba para salvarnos en la cotidianeidad de la comunión. Por la Cruz se iba para lavar nuestros pecados con su sangre redentora. Eucaristía y Cruz son dos manifestaciones de la misma realidad: el amor de Cristo a los hombres, una auténtica “locura de amor”.
Pero, decimos en español, que “amor con amor se paga”. A tanto amor le debe corresponder el máximo amor que nosotros podamos dar y que nunca alcanzará la medida que hemos recibido. Por eso debemos plantearnos la fiesta del Corpus Christi desde la perspectiva de devolver lo recibido. Si Cristo se ha quedado para consolarnos, acudamos nosotros a comulgar y a orar ante el Sagrario para consolarle. Si Él es nuestro apoyo, nuestro alimento, seamos nosotros su alegría. No debería pasar un solo día –si pudiéramos hacerlo- sin ir a misa o sin ir a hacer una visita ante el Santísimo. ¿Por qué acudir sólo cuando tenemos una enfermedad o un problema? ¿Por qué no ir sólo para dar las gracias? ¿Por qué no ir a visitar al Señor por el mero hecho de hacerle compañía? ¿Por qué no ser para los demás el pan de la caridad como Cristo lo es para nosotros? ¿No será que, en el fondo, no creemos que Cristo no está en la Eucaristía?. O eso o es que somos unos egoístas incorregibles. Recordemos, “amor con amor se paga”.