Con la noticia de la renuncia del P. Adolfo Nicolás Pachón como Prepósito o Padre General, la Compañía de Jesús vuelve a estar en el centro de atención y no es para menos, pues continúa siendo la orden con el mayor número de religiosos en la Iglesia. Sin duda, de cara a la Congregación General de 2016, hay muchos temas pendientes, sobre todo, el fortalecimiento de la vida espiritual y comunitaria en aras de aplicar el genuino carisma fundacional que es la clave para suscitar nuevas vocaciones; sin embargo, valdría la pena aprovechar la ocasión, el marco histórico, para clarificar el legado del P. Pedro Arrupe S.J. (1907-1991), pues todavía pesa sobre su memoria una serie importante de incomprensiones y/o leyendas urbanas. ¿Fue marxista?, ¿desobedeció al Papa?, ¿impulsó la teología de la liberación? En realidad, rechazó varias veces -de forma oral y escrita- la implementación del marxismo como estudio y orientación pastoral, además de tener claro el papel del Vicario de Cristo. De hecho, quienes lo conocieron, afirman que vivió el cuarto voto tanto como los consejos evangélicos. Hay muchas entrevistas y fotografías que ponen de relieve su total adhesión al magisterio de la Iglesia. Por otro lado, es verdad que durante su gobierno se dieron muchos problemas que amenazaron con destruir la Compañía al dejarla casi sin vocaciones por la herida del marxismo y otras ideologías, pero ¿él tuvo la responsabilidad? A veces, culpamos a los líderes, a las cabezas, pero ¿acaso es descabellado pensar que lo hayan mal interpretado o usado como slogan para intereses o agendas personales? Siendo justos, todo parece indicar que el P. Arrupe era un místico, un hombre congruente con la fe católica, pero que fue incomprendido, distorsionado y, como sucede hoy día con el Papa Francisco, difamado, hasta hacerlo una suerte de chivo expiatorio.
El P. Pedro Arrupe, durante su gobierno al frente de la Compañía de Jesús, quiso responder al mundo moderno, pero de ninguna manera apostó por el relativismo o la incursión de los religiosos en las esferas que son competencia exclusiva de los laicos como la política. En más de una ocasión, tuvo que aclarar que la orden no era ni capitalista, ni comunista, sino fiel a la Doctrina Social de la Iglesia. Él no fue quien ordenó el cierre sistematizado de colegios, noviciados, parroquias, etcétera. Lo que estuvo detrás del desastre fueron las lecturas que algunos llevaron a cabo dentro y fuera de la orden, trastocando lo que el Padre General quería decir.
Hay una analogía entre el beato Pablo VI y el P. Arrupe, pues los dos fueron tildados de “rojos”, cuando -en realidad- buscaban sacar adelante el Concilio Vaticano II desde la hermenéutica de la continuidad. Es innegable que la teología de la secularización (término del P. José Antonio Sayés) se filtró en algunos sectores de la Compañía y que hoy día se está trabajando para reconstruir o resarcir el daño; sin embargo, esto no se debió al P. General. Hacerlo responsable, sería tanto como afirmar que él estaba en condiciones de hablar por todos y cada uno de los jesuitas. El Superior General tiene la responsabilidad de mantener la disciplina, de trabajar por la salud del instituto, pero tampoco puede controlar lo que escapa de sus posibilidades humanas. En realidad, el P. Arrupe, apostó por la justicia social desde el Evangelio y esto se encuentra en perfecta sintonía con el magisterio eclesial. Por esta razón, es importante aclarar que las crisis posteriores de la Compañía no fueron por él, toda vez que se malinterpretaron sus orientaciones. Por decirlo de alguna manera, muchos las aplicaban de manera parcial, oyendo lo que gustaba y descartando lo que molestaba.
Vale la pena analizar más a fondo la vida del P. Arrupe y aclarar hasta dónde intervino, porque quizá estemos cometiendo una injusticia contra un hombre que, lejos de secularizarse, vivió una espiritualidad auténtica, ignaciana. Distingamos entre el P. Arrupe de la leyenda y el que realmente fue. En el estudio de su vida, se han cometido dos errores. El primero, atacando a san Juan Pablo II por haber intervenido, cuando era lo que tenía que hacer toda vez que la situación estaba perdiendo su cauce. El segundo, mostrar un P. General autorreferencial, mientras que permaneció fiel a las disposiciones de la Santa Sede. El Papa y el P. Arrupe, lejos de ser dos antagonistas, fueron personajes a los que les tocó una época difícil. De ahí la necesidad de avanzar hacia consideraciones más justas y, por ende, objetivas.
El P. Pedro Arrupe, durante su gobierno al frente de la Compañía de Jesús, quiso responder al mundo moderno, pero de ninguna manera apostó por el relativismo o la incursión de los religiosos en las esferas que son competencia exclusiva de los laicos como la política. En más de una ocasión, tuvo que aclarar que la orden no era ni capitalista, ni comunista, sino fiel a la Doctrina Social de la Iglesia. Él no fue quien ordenó el cierre sistematizado de colegios, noviciados, parroquias, etcétera. Lo que estuvo detrás del desastre fueron las lecturas que algunos llevaron a cabo dentro y fuera de la orden, trastocando lo que el Padre General quería decir.
Hay una analogía entre el beato Pablo VI y el P. Arrupe, pues los dos fueron tildados de “rojos”, cuando -en realidad- buscaban sacar adelante el Concilio Vaticano II desde la hermenéutica de la continuidad. Es innegable que la teología de la secularización (término del P. José Antonio Sayés) se filtró en algunos sectores de la Compañía y que hoy día se está trabajando para reconstruir o resarcir el daño; sin embargo, esto no se debió al P. General. Hacerlo responsable, sería tanto como afirmar que él estaba en condiciones de hablar por todos y cada uno de los jesuitas. El Superior General tiene la responsabilidad de mantener la disciplina, de trabajar por la salud del instituto, pero tampoco puede controlar lo que escapa de sus posibilidades humanas. En realidad, el P. Arrupe, apostó por la justicia social desde el Evangelio y esto se encuentra en perfecta sintonía con el magisterio eclesial. Por esta razón, es importante aclarar que las crisis posteriores de la Compañía no fueron por él, toda vez que se malinterpretaron sus orientaciones. Por decirlo de alguna manera, muchos las aplicaban de manera parcial, oyendo lo que gustaba y descartando lo que molestaba.
Vale la pena analizar más a fondo la vida del P. Arrupe y aclarar hasta dónde intervino, porque quizá estemos cometiendo una injusticia contra un hombre que, lejos de secularizarse, vivió una espiritualidad auténtica, ignaciana. Distingamos entre el P. Arrupe de la leyenda y el que realmente fue. En el estudio de su vida, se han cometido dos errores. El primero, atacando a san Juan Pablo II por haber intervenido, cuando era lo que tenía que hacer toda vez que la situación estaba perdiendo su cauce. El segundo, mostrar un P. General autorreferencial, mientras que permaneció fiel a las disposiciones de la Santa Sede. El Papa y el P. Arrupe, lejos de ser dos antagonistas, fueron personajes a los que les tocó una época difícil. De ahí la necesidad de avanzar hacia consideraciones más justas y, por ende, objetivas.