Al ver ese “tráfico” en un lugar donde la Iglesia es perseguida, me ha hecho pensar, por una parte, en la cantidad de católicos chinos que, a pesar de los pesares y contra viento y marea, viven su fe y lo hacen con alegría y entusiasmo. No hace mucho leía algo sobre un Seminario clandestino de una de aquellas diócesis. Los seminaristas viven en grutas, escondidas en la montaña, sostenidos por familias católicas sencillas y pobres, que tienen muy poco para alimentarse. Aquellos seminaristas no tienen un edificio, no tienen libros, no acuden a ninguna Facultad, Universidad o Centro Académico. Y, cada dos por tres, tienen que salir corriendo cuando les avisan que la policía está cerca.
Y pensaba también en lo fácil que lo tenemos nosotros. Sí, es cierto, que hay laicismo, que es beligerante, que ser católico no está de moda, y que también aquí hay que defender la libertad religiosa, pero también es cierto (y habló en primer lugar por mí), que nos hemos acomodado, que muchas veces somos tibios, que no entusiasmamos ni llenamos de alegría nuestra vida y la vida de los demás y que, a veces, más que esperanza trasmitimos desilusión. Y, repito, en primer lugar me estoy examinando yo y, a lo peor, me estoy proyectando.
Quizás nos hemos acostumbrado a la Navidad. Ya han encendido las luces, llevamos semanas con dulces navideños en los supermercados y el anuncio de la lotería parece que hace más ilusión que el nacimiento del Hijo de Dios.
Sin embargo, al pensar en los católicos chinos me imagino que ellos, un año más, mirarán al cielo para ver esa estrella que les anuncia el nacimiento del Salvador y seguirán esperando, con ansia de libertad, un día en que puedan celebrar la Navidad sin esconderse. Pero mientras llega ese día, siguen confiando en la promesa del Señor, esperando un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.