Isaías 40, 1-5. 9-11; 2 Pedro 3, 8-14; Marcos 1,1-8
El Adviento es un tiempo de consolación. La palabra consolación me conmueve. Todos necesitamos en algún momento de nuestra vida ser consolados. Por los hombres, por Dios. Hoy nos lo dice Isaías, Dios viene a consolar a su pueblo: «Consolad, consolad a mi pueblo. Como un pastor que apacienta el rebaño, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres». Isaías 40, 1-5. 9-11. Escuchamos: «Él nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos consolar a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que Él nos ha dado». El Papa Francisco nos recuerda que la Iglesia es «un hospital de campaña». ¡Qué bonito poder consolar! ¡Qué difícil al mismo tiempo! Dice el Papa Francisco: « ¡Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla! Yo he encontrado algunas veces a personas consagradas que tienen miedo de la consolación de Dios y se atormentan, porque tienen miedo de esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. El Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura». El hombre hoy necesita encontrar el consuelo de Dios. Queremos buscar al Dios de los consuelos y no el consuelo de Dios. En los momentos tristes de nuestro caminar, corremos el peligro de olvidarnos de Dios cuando no experimentamos ese consuelo. Nos cerramos, no queremos que otros nos consuelen. Muchas veces las palabras de ánimo no consuelan. Pero en la vida necesitamos a alguien que nos escuche y acepte, a alguien que nos comprenda en nuestro pecado, que nos levante, que nos abrace. Bastante duros somos nosotros con nuestra propia vida, como para que también los otros lo sean. La Iglesia es un hospital de campaña. No un tribunal de justicia. Me gusta la imagen del hospital. Hay muchas guerras en nuestras vidas. Guerras de violencia, odios, venganzas, rechazo. Hay muchos heridos. ¡Qué fácil es ser rechazado! Necesitamos palpar el consuelo de Dios en el camino. Me doy cuenta, cada día más, que necesitamos aprender a consolar. No sabemos. Tal vez porque no hemos sido consolados. Nos gusta la justicia, y las normas, y la verdad. Y parece que la misericordia es la debilidad de Dios, su lado menos fuerte, su carencia. Es como ese lado bueno de los padres que hace que dejen de ser buenos educadores y pasen a consentir en todo a sus hijos. Los hijos consentidos y malcriados parecen fruto de la misericordia. Todo esto nos confunde. La misericordia nos parece injusta y propia de personas débiles. En realidad no lo expresaríamos nunca así. Menos aún cuando escuchamos hablar una y otra vez de la misericordia de Dios. Pero dentro del alma, en lo más hondo de nuestro subconsciente, no acabamos de entender que Dios pueda ser tan misericordioso. Nos han enseñado a cumplir, a dar la talla, a no caer, a responder siempre a lo que esperan de nosotros. ¿Cómo integrar la misericordia en esta visión de vida? Parece incompatible. ¿Un Dios misericordioso que sólo consuela? ¿Un Dios que no exige? ¿Un Dios abuelo? Creo que lo más importante en nuestra vida es ser consolados. Porque sólo el que ha sido consolado en su dolor, abrazado en su derrota, sostenido en su caída, será capaz después de sostener a otros, abrazarlos, levantarlos, vendar sus heridas. Jesús pasó por esta tierra consolando. Es el consuelo mismo hecho carne. Sus manos, sus abrazos, su mirada, sus palabras. Consoló a los pecadores, a los heridos, a los más rotos. Consoló con palabras y silencios. No comenzó pidiendo cuentas. Simplemente escribió en la arena y guardó silencio. El consuelo tiene más silencios que palabras. Jesús consolaba con su alma abierta. Con su mirada ancha. Con silencios llenos de respuestas. Charles de Foucauld le escribía a su hermana una vez desde Belén, para consolarla tras la pérdida de su hijo: «Te escribo al lado del pesebre esperando al niño, entre María y José. En la pequeña gruta, sencilla y pobre. ¡Qué bien se está aquí! Afuera hay frío y nieve, imagen del mundo; pero aquí todo es calidez y luz para preparar su llegada. Prepárate tú también para este encuentro. ¡Es tan fácil! Vuélvete pequeña, frágil, escondida a los ojos de los hombres. ¡Qué bueno ha sido Dios, que nos ha quitado todo, para que seamos completamente suyos! Que la espera del Niño Jesús pueda traeros consuelo y abundantes gracias». Así debe ser la espera del Niño en Belén. Él viene a traernos su consuelo. Nos despojamos de todo para vaciarnos y dejar que Él entre. Nos hacemos frágiles, escondidos. Nos dejamos abrazar por el consuelo de Dios. Descansamos en Él que trae esperanza. En Él que viene a quedarse entre nosotros. Nos espera.
«Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino»
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Últimamente me da vueltas el tema de los móviles y de internet. De las redes sociales y de esa necesidad del hombre moderno de estar continuamente conectado. Tal vez es que siento que se ha metido el móvil en mi propia rutina con tanta fuerza que es difícil pararlo. En mi generación no había móviles cuando éramos jóvenes. Sólo podíamos hablar con un aparato conectado a un cable. Los mensajes tenían tinta y papel y tardaban mucho en salir y en llegar. Tener muchos amigos no era posible, porque no teníamos tanto acceso a gente diferente. Nuestro cumpleaños nos lo felicitaban sólo algunos. De viva voz generalmente o por carta, pasados los días. Como contrapartida, no era necesario tener a todos presentes y felicitarles en sus cumpleaños. No manteníamos el contacto vivo con tanta gente. Una conferencia telefónica al extranjero era muy cara, sobre todo a partir del tercer minuto. Parece que fue entonces cuando se puso de moda vender relojes de arena de tres minutos. Nadie, cuando te mandaba una carta, esperaba tu respuesta inmediata. No había forma de saber si la habías leído ya o sólo la tenías en tu buzón de entrada sin abrir. Si llegabas tarde a una cita no tenías forma de avisar. No te metías en la cama con el teléfono fijo. Salías a pasear totalmente incomunicado. Y nadie podía dar contigo ni localizar tu posición. Era todo más difícil para contar cosas a los demás. No subíamos fotos a ninguna parte. Si queríamos ver una película teníamos que ir al cine o ver un video en casa. Acostumbrarse a la tecnología lleva tiempo. De repente en el bolsillo llevamos un ordenador que continuamente emite señales y nos invita a estar comunicados. Nos asusta no hacerlo. Nos da miedo quedar mal. Hemos perdido una cierta capacidad de aislamiento. Cualquiera da con nosotros. Y ahora nos es más difícil concentrarnos en nuestros pensamientos, aburrirnos mirando las estrellas, soñar despiertos sin interferencias. ¡Qué difícil trabajar o estudiar con el móvil cerca! Seguro que alguien nos busca o necesita. Definitivamente no podemos dar marcha atrás. No lo queremos tampoco. Se trata, eso sí, de aprender a vivir conectados, localizados, con muchos más amigos de los que conocemos, con muchas más relaciones de las que realmente queremos y podemos cuidar. Se trata de aprender a vivir con ello. Hacer silencio en el ruido. Paz y soledad en el bullicio de los vínculos. Ignorar las llamadas urgentes que piden respuesta inmediata. Dejar de vez en cuando mensajes sin responder sin que nos remuerda la conciencia. Aceptar que es imposible responder a todas las expectativas que las redes sociales crean. No dejarnos atrapar por esa adicción que surge a lo nuevo, a la novedad, a la última noticia. Descansar en una piedra del camino sin pensar en nada. Aburrirnos sin un móvil entre las manos. Salir a la calle sin el teléfono, sólo por hacer la prueba y comprobar si el mundo sigue su marcha sin mi presencia. Toda esta reflexión me plantea más preguntas que respuestas. Veo muchas ventajas de todo lo que ahora tenemos al alcance. Podemos cuidar mejor a los que están lejos y mantener relaciones que antes morían por inanición. Estamos al corriente de lo que pasa en el mundo y eso nos mantiene vivos. Compartimos nuestra vida y eso enriquece a otros. Son ventajas increíbles que nos hacen crecer. Pero también hay peligros. Nos podemos secar. Como toda adicción podemos perder libertad. Teniendo la cabeza inclinada cada día podemos dejar de mirar a lo alto, abiertos a los imprevistos. Corremos el riesgo de descuidar precisamente a los que están más cerca, a nuestra familia, a los que podíamos cuidar simplemente hablando un rato. El teléfono puede aislarnos y alejarnos de los que viven a nuestro lado. Podemos dejar de hablar con Dios. Se nos puede olvidar lo que significa estar realmente a solas con Él.
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Últimamente me da vueltas el tema de los móviles y de internet. De las redes sociales y de esa necesidad del hombre moderno de estar continuamente conectado. Tal vez es que siento que se ha metido el móvil en mi propia rutina con tanta fuerza que es difícil pararlo. En mi generación no había móviles cuando éramos jóvenes. Sólo podíamos hablar con un aparato conectado a un cable. Los mensajes tenían tinta y papel y tardaban mucho en salir y en llegar. Tener muchos amigos no era posible, porque no teníamos tanto acceso a gente diferente. Nuestro cumpleaños nos lo felicitaban sólo algunos. De viva voz generalmente o por carta, pasados los días. Como contrapartida, no era necesario tener a todos presentes y felicitarles en sus cumpleaños. No manteníamos el contacto vivo con tanta gente. Una conferencia telefónica al extranjero era muy cara, sobre todo a partir del tercer minuto. Parece que fue entonces cuando se puso de moda vender relojes de arena de tres minutos. Nadie, cuando te mandaba una carta, esperaba tu respuesta inmediata. No había forma de saber si la habías leído ya o sólo la tenías en tu buzón de entrada sin abrir. Si llegabas tarde a una cita no tenías forma de avisar. No te metías en la cama con el teléfono fijo. Salías a pasear totalmente incomunicado. Y nadie podía dar contigo ni localizar tu posición. Era todo más difícil para contar cosas a los demás. No subíamos fotos a ninguna parte. Si queríamos ver una película teníamos que ir al cine o ver un video en casa. Acostumbrarse a la tecnología lleva tiempo. De repente en el bolsillo llevamos un ordenador que continuamente emite señales y nos invita a estar comunicados. Nos asusta no hacerlo. Nos da miedo quedar mal. Hemos perdido una cierta capacidad de aislamiento. Cualquiera da con nosotros. Y ahora nos es más difícil concentrarnos en nuestros pensamientos, aburrirnos mirando las estrellas, soñar despiertos sin interferencias. ¡Qué difícil trabajar o estudiar con el móvil cerca! Seguro que alguien nos busca o necesita. Definitivamente no podemos dar marcha atrás. No lo queremos tampoco. Se trata, eso sí, de aprender a vivir conectados, localizados, con muchos más amigos de los que conocemos, con muchas más relaciones de las que realmente queremos y podemos cuidar. Se trata de aprender a vivir con ello. Hacer silencio en el ruido. Paz y soledad en el bullicio de los vínculos. Ignorar las llamadas urgentes que piden respuesta inmediata. Dejar de vez en cuando mensajes sin responder sin que nos remuerda la conciencia. Aceptar que es imposible responder a todas las expectativas que las redes sociales crean. No dejarnos atrapar por esa adicción que surge a lo nuevo, a la novedad, a la última noticia. Descansar en una piedra del camino sin pensar en nada. Aburrirnos sin un móvil entre las manos. Salir a la calle sin el teléfono, sólo por hacer la prueba y comprobar si el mundo sigue su marcha sin mi presencia. Toda esta reflexión me plantea más preguntas que respuestas. Veo muchas ventajas de todo lo que ahora tenemos al alcance. Podemos cuidar mejor a los que están lejos y mantener relaciones que antes morían por inanición. Estamos al corriente de lo que pasa en el mundo y eso nos mantiene vivos. Compartimos nuestra vida y eso enriquece a otros. Son ventajas increíbles que nos hacen crecer. Pero también hay peligros. Nos podemos secar. Como toda adicción podemos perder libertad. Teniendo la cabeza inclinada cada día podemos dejar de mirar a lo alto, abiertos a los imprevistos. Corremos el riesgo de descuidar precisamente a los que están más cerca, a nuestra familia, a los que podíamos cuidar simplemente hablando un rato. El teléfono puede aislarnos y alejarnos de los que viven a nuestro lado. Podemos dejar de hablar con Dios. Se nos puede olvidar lo que significa estar realmente a solas con Él.
María se pone en camino rumbo a Belén. María y José. Jesús en su vientre. Es Adviento. Es espera. Es silencio. Desconectamos el móvil. Nos conectamos con Dios. Descansamos del bullicio del mundo. Nos hace bien desconectarnos un poco. Renunciar un poco. Hacer más silencio. Caminamos con María y José. María calma a José cuando se inquieta. José se arrodilla ante María, ante Jesús en María. Ahora mismo, María, en el Adviento, es el único lugar del mundo donde está Dios hecho carne. ¡Qué grandeza! ¡Qué pequeñez! El miedo, la incertidumbre, el sentimiento de fragilidad, el poder descansar en José. María no está sola. ¡Qué bueno es Dios! Puede hablar con José, soñar con él, rezar con él mirando las estrellas, caminar de puntillas por la vida, alzar la mirada y los anhelos, desplegar un mundo de ternura. Él lo sabe todo y la comprende. Con él lo puede hablar todo. Con él, con José, con las manos sobre su vientre lleno de Dios. Están sólo los tres. Me imagino la intimidad de María con Jesús. Los diálogos interminables en el silencio del camino. Imagino la intimidad de María con José, la intimidad de los tres. ¿Cómo rezarían juntos cada día? Tendrían miedos, dudas, inseguridades. ¿Cómo será el niño? ¿Qué pasará? ¿Dónde nacerá? ¿Qué tendrán que hacer? ¿Cómo podrán educar a Dios? Sienten que no saben nada, que son débiles e ignorantes. ¿Cómo se educa a Dios que todo lo sabe, que todo lo puede? José está tranquilo porque está María. Se fía tanto de ella. Es un tiempo de miradas, de silencios, de ternura. De abrazos callados. El ángel vino a su encuentro. Al de María, al de José. Pero después el ángel parece callar. No hay más señales. Sólo Dios en María, sólo María en Dios. ¡Cuántos caminos en ese primer Adviento! El camino de Dios hacia nosotros, tocando con inmenso respeto la puerta de María, la puerta de José. El camino a Ein Karen, María llena de Dios, llevando la alegría en su seno. Hay cuadros que representan a José caminando con María a Ein Karen. ¿Cómo iba a dejarla sola? El camino sagrado hasta Belén. Muchos pasos, muchos días, muchas noches. Calor y frío. Oscuridad y luces. Viento y miedo. Alegría y espera. Como nuestra vida cuando caminamos. Repasamos el pasado y encontramos también caminos en nuestra historia, encuentros y desencuentros, miedos y esperanzas. Como José y María en el Adviento. Caminos y descansos. Muchos momentos de quietud, de recogimiento, de oración profunda, hacia dentro, de descansar en silencio, uno junto al otro, los tres mirando. El mayor milagro está escondido en María. El mayor secreto cuidado por José. Dios crece dentro de Ella. María lo guarda como lo más sagrado. Lo acaricia. Lo espera cuando nadie lo espera. En silencio, su cuerpo y su alma se preparan para Él. Ya sabe su nombre. Lo nombra. Callada, en su corazón. Lo pronuncia. Lo llama suavemente. Con inmensa ternura. Toda su vida lo ha amado, y ahora está en Ella, para siempre. Piensa en los hombres a los que ayudará. Repite su sí. A veces con fuerza. En ocasiones con voz queda. Súbitamente lo dirá como un grito. Pero otras veces su sí será el silencio, el gesto quedo. El estar de pie. El arrodillarse para recoger al que no puede mantenerse en pie. Ese sí de Nazaret, ese sí de Ein Karem, ese sí repetido en el camino a Belén. Ese sí en Belén, oculta en la cueva. Ese sí de Egipto, llena de desconcierto. Y de nuevo ese sí del silencio de treinta años. Ese sí oculto en una familia santa. Ese sí que nosotros tantas veces no pronunciamos. Ese sí que se nos queda preso en la garganta. Ese deseo torpe y pobre por levantar la mirada, el alma, las entrañas. Ese anhelo profundo por llegar a lo más hondo de la vida. Hoy nos unimos a esa persona que rezaba: «Enséñame, María, en este Adviento a anhelar, a velar, a guardar, a mirar hacia dentro sin despistarme. Porque me despisto. Ayúdame a caminar, como tú. Tú llevas a Dios sin decirlo. Eso me conmueve. Ojalá me pareciese un poco a ti. Llevas a Dios en tu paz, en tu ternura, en tu misericordia, en la luz de tus ojos, en eso que tienes tú de estar preocupada por los detalles más humanos, de acoger con tu mirada limpia, de descentrarte por el otro. Tu sí de Nazaret. ¡Cuántos síes salieron de tus labios, de tu alma! Ahora, tú y José no veis más que el hoy, como yo, pero confiáis. Ya vendrá otro paso y Dios os marcará ese trozo de camino con sus huellas y os dará luz. Ayúdame a ser así, a dar mi sí para el paso de hoy y confiar en que para el de mañana Tú vas a estar conmigo, Señor. Sí al hoy. Sí a este paso». En este Adviento queremos aprender de nuevo a caminar. Sin prisas. En silencio. Desconectados un poco. Conectados profundamente con Dios. Un paso primero, después el otro. Así el camino se hará más llano. Veremos más lejos. Confiaremos con más fuerza. Así, como los niños. Que saben que alguien los espera para iluminar su camino cada día.
El Adviento es un tiempo de gracias, de regalos, de dones, de gratuidad. Con frecuencia pensamos en todo lo que nos merecemos. Y por eso, cuando las cosas nos van bien o nos alaban por la obra realizada, decimos convencidos: «Me lo merezco». Otras veces, consternados por las cosas difíciles que nos pasan, exclamamos: « ¡No me lo merezco!». No sé. No me resulta fácil ver hasta dónde exactamente llegan mis derechos. Y me cuesta saber bien a partir de dónde comienza la gratuidad. Uno se esfuerza por lograr algo, y lo logra. ¿Es algo debido o es puro don? Nos esforzamos en amar a alguien que también nos corresponde con su amor. ¿Es gratuidad o nos es debido? El amor de mis padres. Un favor realizado con una sonrisa. Una mirada de misericordia. Unas palabras de esperanza. Un abrazo fuerte, sincero, con lágrimas. Un hasta siempre. Un te quiero dicho casi sin motivo. Un caminar a tu lado unos metros. Una espera calmada. Una broma sencilla. Un encuentro sagrado. Una mirada honda, hasta lo más hondo del alma. Un momento de paz, sin tensiones, descansando. Una caricia profunda. Unas frases que conmueven, dichas con el corazón. Una imagen que se nos regala para grabar un instante. Un momento de plenitud, donde somos nosotros mismos. ¿Dónde están los límites entre derecho y don? ¿Qué es merecido? ¿Qué es gratuito, regalo, gracia? ¿Dónde acaban mis derechos y comienza la gratuidad? Es difícil saberlo. Vamos a veces por la vida exigiendo comportamientos de los demás, denunciando actitudes que consideramos inadecuadas, pidiendo que nos devuelvan lo mismo que hemos entregado. Porque es lo justo, porque nos lo merecemos. Miramos buscando respuestas. Demandamos atención como un derecho que nos deben. Sólo hacemos lo que nos corresponde. O lo que sabemos que se nos puede exigir. O lo que nos traerá beneficios. No damos más ni menos. Ponemos límites al amor. Para no exagerar. Para no ser tan tontos. Para que no nos hieran. A veces me pillo dando algo y esperando que me den a cambio una contrapartida. Que lo que yo doy gratuitamente sea imitado necesariamente por los que lo reciben. Vanidad de vanidades. Nos cansamos tanto. ¿Cómo puedo esperar que me amen como yo amo, que me den tanto como yo doy? ¿Dónde nace ese derecho a esperar lo que me regalan sin merecerlo? ¿Cuántas cosas hago en la vida sin esperar nada a cambio? Ni tan siquiera un gracias. Ni siquiera un elogio, un halago, una palmada en la espalda. Adviento tiene mucho de gratuidad. Poco de derecho. Dios se abaja a dárnoslo todo. No tenemos derecho a ello. Se nos dona Aquel que le da sentido a nuestra vida y nos levanta. Es don, es misericordia. Viene, no para ser adorado, sino para invitarnos a encontrarnos con Dios en el hombre, en cada hombre, en el pobre, en el barro. Nos enseña que lo más importante en la vida no se compra con dinero, porque es don. El tiempo, la vida que tenemos, el amor. Nos recuerda que el amor es gratuito y no pago por un derecho. Que la fidelidad es un don que nos regalan, sin haberlo merecido. Lo mismo el perdón y la paz, la alegría y la compañía, la misericordia que nos levanta cuando estamos caídos.
El Adviento nos enseña algo importante de la vida. Nos enseña a esperar cada año la misma venida como un don inmerecido. Nos enseña a dejarnos sorprender por los acontecimientos. A no vivir exigiendo, sino agradeciendo. Tal vez esperamos que nazca en la misma cueva, con los mismos animales, con la misma paja. Pero puede que nos sorprenda y nazca en otro lugar. No queremos acostumbrarnos a lo de siempre. Queremos renovar nuestra actitud de abandono en la voluntad de Dios. El P. Kentenich nos lo recuerda: «No queremos pertenecer a aquellos que al rezar saben decir mucho sobre la entrega total, pero que luego reúnen todos los caballos del mundo para que tiren del carro de la propia vida y lo hagan volver atrás cuando Dios comienza a tomar en serio nuestra oración y hace con nosotros lo que Él quiere». Es verdad, no queremos pertenecer a ese grupo de cobardes. Aunque a veces nos sentimos así. Queremos vivir este Adviento como una gracia, como un tiempo nuevo. Queremos renovar nuestro sí, nuestra entrega sin reservas. No queremos negarnos a aceptar los planes cuando el «hágase tu voluntad» toque lo más sagrado de nuestra vida. El Adviento nos enseña a vivir sin miedo, arriesgando, entregando. Nos enseña el valor de la renuncia y el don que nos hace Dios cuando nos ama. Nos enseña a caminar despacio caminos nuevos sin temor a hollar tierras desconocidas. Nos enseña a no guardar, porque la vida merece la pena cuando se entrega. Nos enseña a confiar, porque Él sale a nuestro encuentro. Nos enseña a aguardar a la puerta del amor pidiendo ser amados. Pensaba que en este tiempo de Adviento se nos regala una nueva oportunidad para amar. ¿Qué hacemos con nuestro tiempo? ¿Cómo usamos las horas que se nos escapan? Una persona me contaba que un día rezó de rodillas en la Iglesia en que sus padres se habían casado hacía mucho más de cincuenta años. Esa persona me dejó estas líneas: « ¿Cómo se mide el paso del tiempo? No importa mucho medirlo, calcularlo. A veces lo intento, no sirve. Vivir más de medio siglo con alguien es vivir muchos años amando, tocando, escuchando, hablando, callando. Pero también es posible vivir sin amar, sin mirar, sin tocar, sin entregar. Las horas son de encuentro o de desencuentro. ¿Cómo se mide el amor en tiempo? ¿Se mide en palabras y en gestos? ¿O tal vez en vagones de silencios llenos de luz por los que pasa la vida? Quizás no hay una forma precisa de medir la fidelidad del amor con el paso del tiempo. O tal vez, ya lo sé, se mide el tiempo en montañas de ternura por las que pasa el hombre, amando y entregando. Porque en la vida, como en todo, está claro, o se es fiel o no se es fiel. El amor es verdad o es mentira. En mis manos está. Yo elijo». Y me quedé callado pensando en ello. Es verdad lo que escuchamos: «Para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día». Cincuenta años son muchos años. Cien años más todavía. Un día no parece nada, pero importa mucho. El tiempo tal vez no importa tanto, porque estamos soñados para lo eterno. Pero es una realidad que nuestro amor es verdad o es mentira. Amamos o no amamos. Todos queremos que sea verdadero. A nadie le gusta amar mintiendo. Queremos que el amor no muera. Que no sea estéril. Que sea profundo, auténtico, libre, puro, fiel. No hay nada más triste que un amor que se cierra en sí mismo y se apaga muriendo, sin engendrar esperanza. Un amor esquivo que se ha buscado a sí mismo pretendiendo vanamente dar la vida. ¿Cómo son mis amores? ¿Cómo es mi amor más profundo? Quiero aprender a amar bien. Me detengo y pienso. Recojo mi vida entre mis manos como un brote de esperanza. El amor es fecundo. Da vida, ensancha el alma, nos rompe por dentro, nos deja heridos. Amar nos hace más grandes y más pequeños. Más plenos y más humildes. Más ricos y más pobres. Es la eterna paradoja de ganar la vida perdiéndola, darnos recibiendo.
Miramos a María en el Adviento. Siempre me conmueve celebrar a María Inmaculada. Ella, sin mancha, pura. Ella, arrodillada ante Dios, vacía de todo. Llena de luz y esperanza. Me arrodillo. Me conmuevo. Repito las palabras de una canción: «De rodillas ante ti, María, tiemblo, contemplo tu amor». Me encuentro así ante Ella. Pequeño y grande. Contemplo y tiemblo. Claro que el alma se emociona al mirarla a Ella. Me gustaría sentirme pequeño como Ella. Me gustó la oración de una persona: «Que mi Adviento sea volverme pequeña, para acogerte con un corazón de niña. Que mi pesebre sea un lugar sencillo, para recibirte con humildad. Que mi cuna sea un poco de heno del campo, para sentirte pobre, Señor. Que mi corazón te adore escondida, te espere en silencio y vuelva a creer que ese Dios diminuto, escondido en mi pesebre pobre y vacío, pueda llenar de esperanza mi dolor». Y pensaba que yo quiero vivir así el Adviento. Así de pobre como vivió María. Ella se arrodilló conmovida ante tanto amor. Ella se sorprendió ante la vida y aprendió a obedecer. Cada día. Toda la vida. Un amor verdadero. Ella, pequeña y frágil, se hizo valiente en la espera. Aprendió a vivir las horas como un sí repetido con el corazón. Una persona le decía a María: « ¿Qué guardas en tus ojos en Adviento, María, que caminas llena de paz y alegría? Miras hacia dentro de tu corazón: ahí está el secreto: Dios nos tocó». María está llena de Dios, llena de un amor que toca y abraza, de un amor que acaricia abajándose. Así es María. La mujer mirada por Dios. La mujer enamorada de Dios. La mujer que nos mira con misericordia infinita. Una persona hablaba así de María embarazada: «Lleva a Jesús. Mira hacia dentro. Tiene paz. Le habla, le acaricia en su tripa, tiene luz en sus ojos. Lleva a Dios sin decirlo. Pero todos los que se cruzan con ella se quedan con paz». María regaló la paz que llevaba escondida. María Inmaculada, pura, posesión de Dios. María embarazada, llena de Jesús. Fue gestando hijos a su paso. Fue haciéndose madre en el camino.Nos decía hace poco el Papa Francisco: «Una Iglesia sin María es un orfanato porque María es la que ayuda a bajar a Jesús. Lo trae del cielo a convivir con nosotros». María se acercó al hombre llevando el amor de Dios. El hombre se hizo hijo. ¡Qué puede haber más grande! María tenía el corazón de una niña, la ternura de una niña, la inocencia y la alegría de una niña. Pero era el corazón de una mujer firme, fuerte y valiente. Era el corazón más grande en el que Dios pudo confiar. El corazón más noble y fiel. El corazón más humilde, más pobre. Ella, arrodillada ante Él. María se hizo libre al hacerse esclava. Se hizo más libre al darlo todo y quedarse con nada. Así lo explica el P. Kentenich: «Las cosas nos hacen interiormente libres cuando las cumplimos por generosidad, cuando la motivación que nos impulsa no es ante todo la mera obligación o la pura actitud de evitar el pecado. Cuanto menor sea el rol que desempeñe el pecado como amenaza y peligro en el camino de mi vida, tanto más libre y generoso seré interiormente»[1]. María nos enseña a movernos en el camino por amor. No por el deber ser, no por obligación, no por el temor a pecar. Lo que movió su corazón de Madre fue el deseo de dar más, de entregar toda la vida, todo su tiempo. Es nuestro camino para ser libres. Movernos por el deseo de dar más, de amar más. El deseo de allanar nuestra vida con amor. De elevar los valles con amor.
El otro día supe de una encuesta para saber cuánta oscuridad hay en el alma. No la hice. Pero me sorprendió que hiciera falta un test para saberlo. Miro a María llena de luz y comprendo que en mi vida hay oscuridad y hay luz. Miro hacia dentro y sé lo que tengo, sin necesidad de test alguno. Todo gris y todo sol. Siempre que hay oscuridad en el alma, falta la paz, falta la vida, la esperanza y el consuelo. La oscuridad tiene que ver con la mentira, con la tristeza, con el desamor, con el desprecio, con la soledad. La oscuridad habla de miedos y abandono. Pienso en la oscuridad y pienso en la luz. Me gustaría que en mi vida siempre hubiera más luz que oscuridad. Que nunca los miedos fueran más fuertes que los deseos de amar. Que nunca mis temores me impidieran salir con mi vela encendida en medio de la noche. Me gustaría llevar luz a tantas cuevas a oscuras. Allí donde el silencio de la incomprensión es tan fuerte que duelen los oídos. Como un grito del alma que el corazón escucha. Me gustaría sembrar luz con mis palabras, con mi mirada. Como hace María. Una persona le rezaba con esta poesía: «Despacio y presurosa, un mismo camino, / el viento y la calma, una misma espera. / El alma en silencio, el sol en tu vientre, / te espero, me esperas, ¡cuánto amor naciente! / Te busco en las noches cuando no me encuentro, / desciendo a mi alma, cueva de silencios, / donde falta el aire, allí tú me encuentras, / donde siembras lumbres, que vencen las sombras. / Mirada, me miras, cansada, me esperas. / Corro hasta no verte, calmo mis pisadas. / Quiero ser un niño, déjame morarte. / Abrazo la vida, queriendo lo eterno, / despierto emociones con el alma frágil. / Te busco, te encuentro, María, mi Madre». En el encuentro con María, surge la paz y la luz. Ella nos trae en Navidad al que es la luz. Ella está llena de luz. El cielo se llena de estrellas. Viene el niño que es la luz que nunca se apaga. Decía el P. Kentenich en referencia a la luz de Jesús resucitado: «Su vida resplandece con frescura floreciente. Su espíritu está inundado de una luz inacabable, de una paz sin fin, de una gloria y felicidad inenarrables, del Sol de la alegría que nunca se pone»[2]. El sol que nunca se pone. La luz de Dios en el corazón. Es la luz que me gustaría entregar con cada gesto, con cada palabra. La luz que vence la oscuridad. ¿Cuánta oscuridad hay en mi alma? ¿Cuánta luz? El Adviento es un camino de luces, de velas encendidas, de fuegos que vencen en la oscuridad del alma.
El Adviento es un tiempo de consolación. La palabra consolación me conmueve. Todos necesitamos en algún momento de nuestra vida ser consolados. Por los hombres, por Dios. Hoy nos lo dice Isaías, Dios viene a consolar a su pueblo: «Consolad, consolad a mi pueblo. Como un pastor que apacienta el rebaño, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres». Isaías 40, 1-5. 9-11. Escuchamos: «Él nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos consolar a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que Él nos ha dado». El Papa Francisco nos recuerda que la Iglesia es «un hospital de campaña». ¡Qué bonito poder consolar! ¡Qué difícil al mismo tiempo! Dice el Papa Francisco: « ¡Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla! Yo he encontrado algunas veces a personas consagradas que tienen miedo de la consolación de Dios y se atormentan, porque tienen miedo de esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. El Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura». El hombre hoy necesita encontrar el consuelo de Dios. Queremos buscar al Dios de los consuelos y no el consuelo de Dios. En los momentos tristes de nuestro caminar, corremos el peligro de olvidarnos de Dios cuando no experimentamos ese consuelo. Nos cerramos, no queremos que otros nos consuelen. Muchas veces las palabras de ánimo no consuelan. Pero en la vida necesitamos a alguien que nos escuche y acepte, a alguien que nos comprenda en nuestro pecado, que nos levante, que nos abrace. Bastante duros somos nosotros con nuestra propia vida, como para que también los otros lo sean. La Iglesia es un hospital de campaña. No un tribunal de justicia. Me gusta la imagen del hospital. Hay muchas guerras en nuestras vidas. Guerras de violencia, odios, venganzas, rechazo. Hay muchos heridos. ¡Qué fácil es ser rechazado! Necesitamos palpar el consuelo de Dios en el camino. Me doy cuenta, cada día más, que necesitamos aprender a consolar. No sabemos. Tal vez porque no hemos sido consolados. Nos gusta la justicia, y las normas, y la verdad. Y parece que la misericordia es la debilidad de Dios, su lado menos fuerte, su carencia. Es como ese lado bueno de los padres que hace que dejen de ser buenos educadores y pasen a consentir en todo a sus hijos. Los hijos consentidos y malcriados parecen fruto de la misericordia. Todo esto nos confunde. La misericordia nos parece injusta y propia de personas débiles. En realidad no lo expresaríamos nunca así. Menos aún cuando escuchamos hablar una y otra vez de la misericordia de Dios. Pero dentro del alma, en lo más hondo de nuestro subconsciente, no acabamos de entender que Dios pueda ser tan misericordioso. Nos han enseñado a cumplir, a dar la talla, a no caer, a responder siempre a lo que esperan de nosotros. ¿Cómo integrar la misericordia en esta visión de vida? Parece incompatible. ¿Un Dios misericordioso que sólo consuela? ¿Un Dios que no exige? ¿Un Dios abuelo? Creo que lo más importante en nuestra vida es ser consolados. Porque sólo el que ha sido consolado en su dolor, abrazado en su derrota, sostenido en su caída, será capaz después de sostener a otros, abrazarlos, levantarlos, vendar sus heridas. Jesús pasó por esta tierra consolando. Es el consuelo mismo hecho carne. Sus manos, sus abrazos, su mirada, sus palabras. Consoló a los pecadores, a los heridos, a los más rotos. Consoló con palabras y silencios. No comenzó pidiendo cuentas. Simplemente escribió en la arena y guardó silencio. El consuelo tiene más silencios que palabras. Jesús consolaba con su alma abierta. Con su mirada ancha. Con silencios llenos de respuestas. Charles de Foucauld le escribía a su hermana una vez desde Belén, para consolarla tras la pérdida de su hijo: «Te escribo al lado del pesebre esperando al niño, entre María y José. En la pequeña gruta, sencilla y pobre. ¡Qué bien se está aquí! Afuera hay frío y nieve, imagen del mundo; pero aquí todo es calidez y luz para preparar su llegada. Prepárate tú también para este encuentro. ¡Es tan fácil! Vuélvete pequeña, frágil, escondida a los ojos de los hombres. ¡Qué bueno ha sido Dios, que nos ha quitado todo, para que seamos completamente suyos! Que la espera del Niño Jesús pueda traeros consuelo y abundantes gracias». Así debe ser la espera del Niño en Belén. Él viene a traernos su consuelo. Nos despojamos de todo para vaciarnos y dejar que Él entre. Nos hacemos frágiles, escondidos. Nos dejamos abrazar por el consuelo de Dios. Descansamos en Él que trae esperanza. En Él que viene a quedarse entre nosotros. Nos espera.
Este domingo el protagonista es Juan el Bautista. La esperanza de Israel, ese niño que saltó de gozo en el seno de Isabel, se ha puesto en camino. Dice el profeta Isaías «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: - Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Es el mismo del que hemos escuchado: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale». El precursor, el que va delante del Mesías, tiene que enderezar los caminos. Él no es el centro. Está totalmente descentrado. Tal vez por eso nos resulta tan atrayente Juan Bautista. Y nos conmueven el abandono y la dureza de su vida. Juan fue un preparador de caminos. Toda su vida consistió en cuidar a otros para que estuvieran preparados para Jesús. Cuidó al débil, al frágil. Decía el Papa Francisco en Estrasburgo: «Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la ‘cultura del descarte’. Cuidar de la fragilidad, de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad». Es la actitud de aquel que va preparando el camino, allanando el terreno, levantando los valles, abriendo cauces, descubriendo nuevas vías. Me impresiona esa actitud desinteresada del que sirve sin esperar nada. Como el siervo inútil que sólo hace lo que tiene que hacer. Sin exigir nada, sin esperar nada más. Juan es el amor oculto, el servicio a la vida que se da muriendo, que se entrega enterrándose. Rezaba una persona: «Liberas mi agua del mal sabor del orgullo, de la vanagloria, del sentirme bien dándome, del apropiarme de un merito que solo es don tuyo. Me gusta que el centro de mi vida seas Tú, que lo reclames sólo para ti. Señor, amo vivir desde la fecundidad de lo escondido. Aumentas así mi fe. Sintiéndome amada en ti. Sé que es tu presencia Señor. Se que me amas más aún». Es la libertad de vivir enterrado y oculto. Juan permanece escondido en el Señor. Escondido en ese río Jordán desde el que empieza a proclamar el reino. Es necesario allanar los caminos. Es necesario enderezar lo torcido. ¿Cuántas cosas torcidas y endurecidas hay en nuestro corazón? ¡Cuánto trabajo tiene Dios con nosotros! Juan se pone manos a la obra. Forja corazones nuevos. Juan es cuidador de lo frágil. Fortalece la debilidad de los hombres. Juan ha nacido para ser esa semilla escondida en la tierra que muere dando fruto. ¡Cuánto nos cuesta permanecer ocultos cuando damos, cuando servimos! Nos gustan los primeros puestos y el reconocimiento. Muchas veces decimos que no, que no nos importa. Pero luego nos buscamos al darnos y queremos que nuestro nombre sea reconocido. Tal vez lo importante en este Adviento sea aprender a desprendernos de nuestro orgullo, dejar de lado nuestras durezas. Es un tiempo para vaciarnos, para liberarnos de cosas a las que estamos apegados. Y así ser como Juan, más libres.
Hoy Dios Padre le dice a su Hijo: «Envío mi mensajero delante de ti para preparar el camino». Impresiona la ternura con la que nombra a Juan. Dice «mío». Está marcado por su pertenencia a Dios. Juan. El hombre obediente. El hombre de una pieza. Toda su vida orientada a una misión. Mensajero. Voz. Mensajero de otro. Voz de otro. ¡Cuánto lo amaba Dios! Su mirada no se separó de él mientras crecía e iba descubriendo su camino. Preparó el camino al que es el camino. Creció en Ein Karen mientras Jesús crecía en Nazaret. Juan recibió la misión de sus padres. Zacarías e Isabel lo educaron en su misión. Ellos la recibieron, la custodiaron, se la contaron a Juan y prepararon su corazón para ella. Dios entregó la misión a su familia. A los tres. Los tres fueron generosos y dieron su sí. Cada uno dio el suyo propio y pienso que se apoyarían mutuamente. Una familia preparó el camino a la Sagrada Familia. Con qué amor sus padres le hablarían a Juan de su camino para otro, de su vida para otro. Ellos también estuvieron marcados por su vida orientada a Dios, a María, a la espera. Juan obedeció. Dio su vida por su misión. ¿Cómo Dios no lo iba a llamar suyo? El hijo fiel. El que creyó antes de ver y confió antes de tocar a Cristo. Él todavía no conocía a Jesús en lo hondo, no se había encontrado con Él en el Jordán. Imagino su anhelo. Toda su vida fue Adviento. Esperar. Aguardar. Preparar el corazón. Creer en la incertidumbre. Creer a pesar de que pasaban los días y no sucedía nada. Contar a otros su espera, su esperanza. Sus padres le habían hablado. Él creyó en ellos. Normalmente queremos buscar nuestro camino solos. Me conmueve su fidelidad. Su humildad. Él era pequeño. Se sentía indigno. Su misión fue señalar a otro. Y más todavía, su misión terminó cuando llegó Jesús. Su renuncia tiene un valor increíble. Como José, su vida fue servir la vida de otro, la misión de otro, entregando la vida y el corazón. Juan sólo era la voz. Luego vendría la palabra. Desaparece para que otro crezca. Se oculta para que otro brille. Parece imposible. Esperar toda la vida a Jesús y no vivir con Él. No iba estar entre sus apóstoles. Ni caminaría con Él, ni pescaría en su lago. Seguro que lo desearía. Pero Juan fue feliz cumpliendo lo que Dios le pedía. Lo que le pide es preparar, esperar, despertar en otros el deseo de convertir el corazón: «Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados».Todos tenemos deseos de realizarnos, de que nos sigan, de que nos alaben, de afirmarnos, de que nos reconozcan. Juan renunció por amor al que iba a venir, por amor a un Dios que lo amaba con locura, por amor a sus padres con quienes compartió ese misterio. Y nosotros, ¿a qué estamos dispuestos a renunciar por amor? A veces a muy poco. Lo queremos todo. Amamos pobremente. Hoy miramos a Juan. Queremos vivir como vivió Él. Queremos vivir volcados en Jesús. Mirándolo a Él. Señalándolo en el camino. Renunciando a nuestros planes. Sólo por Él.