El Adviento es un tiempo especial en el que podemos meditar un poco sobre esta condena que la vida cotidiana nos echa encima. Cristo vino a salvarnos ¿Querría vernos encajonados y tristes?
El día que hizo el Señor (Sal 118,24) penetra todo, contiene todo, abarca a la vez cielo y tierra y abismos. Cristo, la luz verdadera no se detiene ante los muros ni se quebranta por los elementos, ni se oscurece ante las tinieblas. La luz de Cristo es día sin ocaso, día sin fin; por todas partes resplandece, por todas partes penetra, en todas partes permanece. Cristo es el día, según el apóstol: “La noche está muy avanzada y el día se acerca.” (Rm 13,12) La noche está avanzada, dice, precede el día. Comprended aquí que desde que la luz de Cristo aparece, las tinieblas del diablo se dispersan y la noche del pecado se desvanece; el esplendor eterno echa fuera las sombras pasadas y cesa el progreso maléfico del mal.
La Escritura afirma que la luz de Cristo ilumina el cielo, la tierra y los abismos. Brilla sobre la tierra: “El es la luz verdadera que ilumina a todo hombre.” (Jn 1,9) Brilla en los abismos: “A los que habitan en tierra de sombras una luz les ha brillado.” (Is 9,1) Y en los cielos, permanece la luz de este día, como lo dice David: “Su linaje será eterno; su trono como el sol en mi presencia.” (Sal 89,37) (San Máximo de Turín. Homilía sobre el salmo 14; PL 57, 361-364)
Más o menos todos los cristianos tenemos claro esto. Nos lo han dicho desde pequeños y lo repetimos como un estribillo gastado de una vieja canción. Basta escuchar cómo cantamos el aleluya en las misas para darnos cuenta de la falta de alegría que llevamos dentro. A veces parece que estamos allí, condenados por exigencias del guión. Parece que representamos un simulacro que creemos agotado y caduco. Así se comprende el éxito que tienen algunos sacerdotes cuando incluyen algún tipo de show en las misas. Las personas que se divierten se sienten más predispuestas a volver, no cabe duda. Es cierto que la comunidad se predispone mediante la diversión, pero olvidamos que la Luz no proviene de nosotros, sino de Cristo. ¿No estamos engañándolos y engañando a los demás?
¿Cómo se siente una persona apresada en una oscura e incómoda celda, cuando alguien abre una ventana y puede ver el exterior? ¡Feliz! Feliz porque su oscuridad ha terminado y puede intentar escapar de su cautiverio a través de la ventana. Ya tiene sentido una vida que se consumía sin objeto alguno. Cristo es esa Luz que brilla a través de la ventana de la redención.
Lo curioso es que parece que muchos católicos seguimos en la misma celda a oscuras. La Luz no ha traspasado los muros de lo cotidiano. La salvación, que tiene mucho de sentido, parece sólo una promesa que nunca llega a hacerse realidad. En todo caso, esperamos que todo cambie cuando muramos y mientras, nos conformamos con esperar y padecer. ¿Qué testimonio podremos dar a quienes nos observan? Cristo es Dios de vivos no de muertos. Somos como estatuas de sal, que miran hacia atrás y no hacia la Luz que hay delante.
En una palabra, necesitamos conversión. Necesitamos aceptar la Luz que viene al mundo a habitar con nosotros. Les recomiendo leer, completo, el capítulo 3 del Evangelio de San Juan. Cristo habla a Nicodemo, pero parece que nos habla directamente a nosotros. Tomo un breve párrafo:
Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios.» Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de Agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. (Jn 3, 3-5)
Mirémonos con sinceridad ¿Hemos nacido realmente de nuevo del Agua y del Espíritu? ¿El signo del bautismo ha sido efectivo en nosotros? ¿Somos cristianos que viven soportado el yugo del mundo, pesado y amargo, por miedo a la Luz? ¿Tememos el yugo de Cristo, que es liviano?
Hay mucho que reflexionar sobre nuestra actitud vital, el cumplimiento de normas desprovisto de vida y el Adviento es estupendo para ello. Fijémonos en los tres Sabios Reyes de oriente, que dejaron todo lo que tenían por un signo en el cielo. Quien sabe leer los signos, es capaz de entenderlos y vivirlos. Desgraciadamente parece que hemos olvidado cómo se hace. Nuestro bautismo es un signo más poderoso que la Estrella de Belén y parece que no somos capaces de vivirlo de momento en momento en nosotros.