La historia de España es un tratado sobre el rencor traducido por Viriato al portugués y con acotaciones de Atila en la edición germana. Al menos, esa es la historia que se estudia en televisión, el patio de armas donde en cada tertulia chocan las espadas Riego y Don Pelayo en su versión mediática. En descargo de los periodistas de trinchera hay que aclarar, no obstante, que si enarbolan estandartes ideológicos es por la falta de coraje de la clase política para izar según qué banderas.
El político español, hoy, es un ejemplo de pusilanimidad que no entra en el urinario sin papel de fumar, el mismo, por cierto, que utiliza en el plató para que no le salpiquen temas como el aborto y la integridad de la nación, sobre los que con menos remilgos se fajan sus redactores de cabecera, prestigiosos voceros que hablan en necio al vulgo para darle gusto, pero sin el talento de Lope para el terceto.
La simplificación del debate político opera también en el periodismo, donde el maniqueísmo editorial ha sustituido al análisis riguroso, lo que alimenta la impresión de que el periodista no es más que un lacayo deslenguado que le hace el trabajo sucio a las siglas. Sólo así se explica que un periódico de izquierdas aproveche el crimen del aficionado del Depor para criticar a El Vaticano, como si Lombardi hubiera perseguido a la hinchada coruñesa mientras entonaba No te vayas riantxeira, que es peor.