En ese monumento al dolor que es la elegía a Ramón Sitjé, el amigo de Miguel Hernández ocupa y estercola la tierra, que es lo que con menos lirismo encima hace en cualquier Belén español el caganer, esa figura que, además de aclarar lo inoportuno que es siempre el apretón, encaja en el Nacimiento porque, al oficiar de contrapunto de la lavandera, evidencia que con la heterogeneidad del hombre construye Dios la armonía del mundo.
El personaje tiene hueco incluso en belenes de aficionados merengues que se huelen que el caganer es del Barça. Esto es así porque en el catolicismo la nacionalidad nunca cursa en contra de nadie. Nada que ver con la decisión del Ayuntamiento de Tarragona de prohibir que en los tenderetes de las tiendas de recuerdos luzcan la muñeca con traje de gitana y el toro con traje de Osborne. Si es por motivos estéticos, lo entiendo, porque mi abuela materna tenía a los dos encima de la tele Elbe, sobre un tapete de croché, y me da a mí que las pesadillas en UHF que hube de tener por aquella época son el origen de esta cabeza que tengo.
La causa de la prohibición, empero, no es el buen gusto, sino el nacionalismo, esa epidemia con efectos inmunodepresores en el sentido común de una parte de la clase política catalana, que otorga al pellizco de monja rango de cardenal. La medida es una patada al aire, salvo que decida también retirar de las vitrinas de los mercados de abastos el queso de Burgos y declare alimento non grato en los ultramarinos de barrio al chorizo de Cantimpalos.
Por no hablar de que resulta incoherente el llamamiento del consistorio a los comerciantes para que sustituyan una tradición por otra, la española por la catalana, sin tener en cuenta que en un determinado caso tienen ambas como raíz la dehesa. Suprimir el torito bravo por un novillo de correbous no tiene sentido. A no ser que los munícipes tarraconenses arguyan que a éste, como lleva los cuernos prendidos, lo utilizan para reducir la tarifa eléctrica del alumbrado público porque aprovechan el resplandor del astado para quitar los plomos. Que no me extrañaría.