Cuando al Padre Pío le destinaron a San Giovanni Rotondo, ella le visitó allí numerosas veces para seguir recabando sus inspirados consejos.
La Nochebuena de 1922, Lucía quiso pasar aquella velada tan entrañable cerca del Padre Pío. Como hacía mucho frío, los frailes instalaron en la sacristía un brasero encendido, alrededor del cual Lucía aguardó hasta la medianoche en compañía de otras mujeres para asistir a la Misa del Padre Pío.
Mientras sus tres compañeras se quedaron dormidas, ella siguió rezando el Santo Rosario. Vio entonces al Padre Pío bajar por la escalera interna de la sacristía y detenerse junto a la ventana. De repente, en un halo de luz, contempló al Niño Jesús en brazos del capuchino, cuyo rostro se tornó radiante.
Al desaparecer la visión, el Padre Pío reparó en que Lucía le miraba atónita. Acercándose a ella, le preguntó:
-Hija mía, ¿qué has visto?
-Padre, lo he presenciado todo -se sinceró ella.
-No debes contarle a nadie lo que acabas de ver; de lo contrario, te retuerzo el pescuezo como a una gallina.
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