Me alejé de allí con su casulla entre mis manos. Su cuerpo quedó enterrado en la cripta de la capilla del Cementerio de Corbera de Llobregat (Barcelona): un privilegio para los sacerdotes hijos del pueblo y para sus párrocos. Era la casulla con la que había cantado misa hacía 55 años. Estaba desgastada, como quedó su sacerdocio ofrecido en fidelidad a la Santa Madre Iglesia.

Regresé a casa recorriendo los casi mil kilómetros que hacía más de dos décadas separaban nuestras vidas. Como una reliquia apreté entre mis brazos aquella casulla, que me pondría en la primera ocasión que se me ofreciese.

Mosén Jordi Boltá Cañellas llegó en 1968 a la parroquia de Sant Joan Vianney. Un 31 de mayo de 1952 había sido ordenado sacerdote en el estadio de fútbol de Montjuich de Barcelona, junto a otros mil jóvenes. Eran los días del Congreso Eucarístico de Barcelona.

Para muchos de nosotros, el nombre de Mosén Boltá y el de la parroquia de San Juan María Vianney irán siempre juntos. Fue nuestro párroco durante treinta y seis años, hasta 2004. Este último tiempo, con una salud bastante deteriorada, vivió en la Residencia Sant Josep Oriol que construyese el Cardenal Marcelo González, a su paso por Barcelona.

Son muchos los que podrían escribir con más autoridad que yo, y que añadirían otro tipo de detalles… Yo quiero hacerlo así, con toscas, pero sentidas pinceladas.

La parroquia, situada en la calle Melcior de Palau, frente a los jardines de Can Mantega, es una de las más jóvenes del distrito Sants-Montjuich. La primera piedra fue colocada y bendecida el 22 de junio de 1952: el año del Congreso Eucarístico. Justo el año de su ordenación.

Mis recuerdos infantiles se trasladan al lejano 1976, cuando empecé a servir de monaguillo en Sant Joan Vianney y, desde entonces, siempre permanecí a su lado…

De esa etapa también es el recuerdo de la Cabalgata de Reyes de la calle Vallespir, que alegraba cada año nuestro corazón de niños. Cuando crecí, supe que el origen de todo estuvo en sus manos [ver Els Reis Mags a les Corts y Sants-Montjuich. Historia d ´una tradició (2006) de Lluis M. Bou i Roura]. Año tras año, Mn. Jordi luchaba por cuidar un gesto en aquella vigilia mágica: la veneración del Niño Jesús ante la fachada de la parroquia. No comenzaban a entregarse las cartas hasta que los tres Magos venidos de Oriente, como dice el Evangelio, inclinaban sus rodillas para adorar a Jesús Niño.

Este año se cumple el treinta aniversario, fue el año de La Tizná. Desde Jerez del Marquesado (Granada), un grupo devotos, inmigrantes andaluces que trabajaban en Barcelona, trajeron una copia de la imagen de su Virgen “en autocar” y fueron recibidos en la Parroquia con los brazos abiertos… sus formas, costumbres y religiosidad popular se incluyeron en el hacer de Sant Joan Vianney.

Y, un último recuerdo de mis primeros años, pero vivo e intenso. Cada Viernes Santo, el Cuerpo de Portantes del Santo Cristo realizaba (y sigue realizando) un impresionante Via Crucis. Asistía mucho público y, tal vez, quedaba algo desgarbado en lo desmesurado de nuestra plaza… pero, a los ojos de un niño, aquel pesado madero y aquellos hombres…

Nuestro párroco revitalizaba las tradiciones populares: los Tres Tombs el día de San Antonio; la representación de los apóstoles en la tradicional bendición de Ramos y el Vía Crucis parroquial cada viernes cuaresmal… El Viernes Santo en el que se nos mostraba a Cristo Crucificado era un momento intenso. Todo ello aderezado por las devotas predicaciones, los cantos populares y el solemne Crec en un Dèu.

Luego me marché al Seminario de Toledo. En la decisión final, aunque hubiera preferido tenerme a su lado tres años más, los del Seminario Menor, sentí siempre su cercanía y apoyo.

Con él aprendí a querer a Nuestra Madre la Virgen María, ¡tantas veces nos llevaba a Lourdes! Con él aprendí a intentar imitar al Santo Cura de Ars… con él aprendí el amor a la liturgia, al canto gregoriano…

Una última reflexión. En 1990, mi padre me había hecho llegar un artículo de La Vanguardia de Barcelona en el que Gregorio Morán criticaba a la Iglesia (para variar) por las beatificaciones del año 1990 (diez religiosos, dos de los cuales eran catalanes: el Hno. Jaime Hilari Barbal y la madre Mercedes Prat). En las vacaciones de Pascua le supe dolido por lo dicho y me dirigí al director del periódico, que tuvo a bien publicar mi carta. Terminaba con una frase escrita sólo para Mn. Jordi, que decía: le hablo, finalmente, de un padre de familia asesinado por esconder en su casa al cura del pueblo, sin más ideal que la caridad cristiana…

Porque al lado de Mn. Boltá aprendí la verdadera historia de nuestros mártires. Su padre, Magín Boltá, murió solo por eso, por ejercer la caridad… y aquel terrible día del verano de 1936, en que unos niños subían al Castillo de Corbera para llevar la comida a su padre, le escuchó decir: -Hijo, tenemos que despedirnos… y, al día siguiente, fue fusilado. Cuando yo era un chaval y, regresábamos a su pueblo natal, me decía: -Mira, ese es uno de mis mejores amigos, su padre mató al mío. Luego, lo entendí; ahora lo entiendo. Ellos hicieron la verdadera reconciliación.

Con su casulla entre mis brazos, mientras los albañiles echaban sobre su enterramiento las últimas paletadas de cemento, después de cantar el Virolai, agarrando la mano de su hermana Montserrat, me atreví a recordar esto. Porque, muy cerca de allí, su padre estuvo detenido y porque él siempre creyó que su vocación sacerdotal se la debía a la sangre martirial de su padre.

El Señor Rector, como le llamábamos todos, tenía sus defectos, como los tenemos todos, pero yo hoy no quiero recordarlos. Quiero pensarle así, con tanto bueno como hizo por todos, como hizo por mí. Quiero abrazarle a su casulla y pensarle así, SACERDOTE.