Ezequiel 34, 11-12. 15-17; 1Corintios 15, 20-26. 28; Mateo 25, 31-46
«Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis»
«Somos niños cuando experimentamos ese amor inmerecido. La gracia de su amor. En esos momentos confiamos de forma definitiva. Porque un amor así nunca se desentiende de mis pasos»
El contagio es siempre peligroso. Porque dicen además que lo único que no se pega es la hermosura. Por eso nos asustamos. Contagiar cosas buenas no es peligroso. Pero contagiar la muerte es otro tema. Una enfermedad dura, una forma de mirar la vida, una actitud negativa, una tristeza que nos invade. Huimos de las personas que nos traen mala suerte o nos ponen tristes. De aquellos que pueden contagiarnos enfermedades. Encasillamos los casos peligrosos. Y queremos razones únicas por las que ellos han caído en desgracia, para quedarnos así tranquilos pensando que no tenemos la más mínima opción de que nos pase lo mismo. No nos gusta arriesgarnos. Nos da miedo caer en desgracia. Podemos llegar a usar máscara, a evitar a las personas peligrosas. Podemos construir muros. Que nadie eduque mal a nuestros hijos. Evitamos las malas influencias. Nos aislamos para no contagiarnos de nada malo. Renunciamos incluso a ayudar, a poner en peligro nuestra seguridad. ¿Por salvar a quién estaríamos dispuestos a arriesgar la vida? No tiene fácil respuesta. La piel se apega a la tierra. El alma no quiere ir tan pronto al cielo. Prefiere esperar. Siempre habrá tiempo. Evitamos los problemas. Nos quitan el tiempo, incluso nos complican la vida. Si alguien tiene un problema es suyo, o se lo habrá buscado, o tendrá amigos que le ayuden a solucionarlo. Pero nosotros nos quedamos tranquilos. Siempre otro podrá hacer algo. ¿Por qué tengo que hacerlo yo? Nos asustan los contagios. Las complicaciones. Que nos involucren. Que nos metan en el mismo grupo complicado, el de los contagios. Decir que alguien tiene una enfermedad contagiosa suena con dureza. Pone en peligro la propia vida. Pero no la vida en abstracto, sino con nombre y apellidos, mi vida. Si alguien ha fracasado nos alejamos. Es mejor estar cerca de los que triunfan. A lo mejor algo se pega. Un contacto. Estar en una foto en el momento oportuno. Escribir tu nombre y figurar. Yo estuve allí. Los contagios nos asustan. Nos asusta todo lo que nos complica. Lo que echa a perder nuestro orden, la dirección de nuestra vida. ¿Por quién estaríamos dispuestos a poner en juego lo que hoy poseemos? La lista es pequeña, muy pequeña. ¿Tenemos lista? A lo mejor por nadie. Una persona comentaba que si supiera que se va a morir mañana elegiría a su perro para ir a cenar con él esta noche. A lo mejor por nadie queremos arriesgar nada. A lo mejor no le pertenecemos a nadie. Nadie nos pertenece. No tenemos a nadie con quien cenar la última noche de nuestra vida. A lo mejor estamos solos.
Es más fácil no asumir responsabilidades por nadie. Pero yo no quiero eso. No deseo una vida protegida y cuidada. ¿Hasta los cien años? Una vida sin pesos, sin direcciones erradas, sin caídas. Sin riesgos. Sin haber tenido que ir nunca al vagón de los perdedores. Una vida en primera, asiento reservado. Todo cuidado. El egoísmo puede ser contagioso. Una sociedad egoísta forma hombres egoístas. No quiero vivir en un mundo egoísta. Pero a veces nosotros contagiamos ese egoísmo. Hacemos las cosas cuando reportan utilidad. Cuando son un bien, cuando nos traen beneficios. Quisiéramos un mundo distinto. Vemos la realidad y nos gustaría cambiarla. Nosotros sí podemos. Pero tal vez no nosotros solos. Dios en nosotros. Su amor en nosotros. El bien es contagioso. El amor de Dios se contagia por envidia. Transforma la realidad, la hace distinta. El cristianismo siempre se ha contagiado por envidia. Y la sangre de los que entregaron la vida ha sido semilla de nuevos cristianos. No la sangre de los que se guardaron hasta el final de sus vidas. No la sangre de los que temieron tanto la muerte que no arriesgaron nunca el talento recibido. No. Su sangre no es fecunda. Es precisamente fecunda la sangre derramada por amor. La vida expuesta es la que nos resulta atractiva. Porque esa actitud ante la vida no se improvisa, no es una pose. Somos así o no lo somos. Arriesgamos la vida porque creemos que es nuestra misión o permanecemos acomodados. No, el martirio no se improvisa. Muchos murieron por ser cristianos, pero no todos fueron mártires. Eso se lleva en la sangre, se educa en el corazón de Cristo. En definitiva, el cristianismo se contagia por envidia. Porque queremos lo que vemos en otros. Su forma de vivir y amar. Su confianza ante el riesgo. Su generosidad sin límites. Su paz en medio de la tempestad. Su alegría honda. No fruto de las circunstancias, tantas veces adversas. No, una alegría de Dios, enterrada en el alma. La vida es breve. ¿Qué queremos hacer con nuestra vida? Se vive sólo una vez. El que vive por algo grande, soñando con algo grande, acaba muriendo con sentido. Con un sentido muy concreto. Dar, arriesgar, soñar sin miedo.
Tendemos con frecuencia a preguntarnos cómo estamos, cómo nos sentimos. Nos gustaría saber con certeza lo que nos pasa y la solución que hemos encontrado a nuestra vida, a nuestros problemas. Vivimos girando casi obsesivamente en torno a nuestro yo. Centrados en nuestras preocupaciones y miedos, en nuestras alegrías y pasiones. Y así perdemos tantas veces la fuerza, la vida. Es necesario cambiar la mirada. Es necesario emprender un nuevo camino. El P. Kentenich nos lo recuerda: «El criterio de mi crecimiento es entonces este: - ¿Hasta qué punto me he olvidado de mí mismo? Esto deben tenerlo presente al dirigir las almas. La conciencia de que Dios me quiere es algo que el alma quisiera saber. En estos casos y situaciones, la pregunta no es: - ¿Me quiere?, sino solamente esta otra: - Sí, Él me quiere; pero, ¿me olvido yo de mí mismo?»[1]. Vivimos centrados o descentrados. Volcados hacia los otros o hacia nosotros. Mirándonos en nuestro pequeño mundo o mirando la realidad. ¿Cómo es de grande mi mundo? Decía el Papa Francisco de sí mismo, cuando le preguntaban qué hacía para mirar la vida con alegría en estos momentos difíciles: «Me ayuda no mirar las cosas desde el centro. Cuando se va encerrando en el pequeño mundito no se capta el todo». Mi pequeño mundito. ¿Cuál ese mundito? A veces nos encerramos en lo que nos hace falta. El mundo se limita a nuestros miedos e intereses. Desaparece de nuestra vida ese mundo amplio en el que el hombre sufre. En el que la vida es compleja y delicada. En el que las cosas no son fáciles. Porque hay muerte, enfermedad, dolor. El mundo de los hombres heridos, nuestro propio mundo. El mundo de las almas solitarias que sufren la soledad. El mundo de la amargura y el rencor, de la violencia y el odio. Sí, ese mundo que se abre al abrir la puerta del corazón. El mundo del dolor sin sentido. De la desesperanza, de la pobreza. Sí, el mundo que comienza en el corazón del otro. Allí donde no me atrevo tantas veces a mirar por miedo a involucrarme demasiado. Donde no soy capaz de resolver los problemas y sufro por mi impotencia. El hombre al que no puedo salvar, porque, como también decía el Papa Francisco: «Nosotros no somos salvadores de nadie. Somos transmisores de alguien que nos salvó a todos. Y eso solamente lo podemos transmitir si asumimos en nuestra vida, en nuestra carne, en nuestra historia, la vida de ese alguien que se llama Jesús. O sea, testimonio». No somos nosotros los que salvamos con nuestro poder. Más bien somos salvados, levantados, redimidos. No salvamos a nadie. Sólo nos adherimos a Aquel que nos salva. Y llevando a Cristo, Él salva a muchos. Él es el centro y sentido de nuestra existencia, al amor infinito que colma nuestra sed de infinito.
Queremos cambiar el mundo. Despertar la vida dormida. El mundo es más que el dolor. El mundo está lleno también de luz, de esperanza, de alegría. A veces podemos tener una mirada muy reducida y negativa de la realidad. Cuando alguien vive pegado al telediario pierde la perspectiva. Sólo se cuentan algunas noticias y, por lo general, todas malas. Pero hay muchas buenas noticias que no se cuentan. El reino de Dios ya está presente en el hombre. En ese corazón a veces herido y roto. Son semillas de eternidad que crecen lentamente. Allí donde un corazón se entrega está Dios actuando, abriendo, cimentando. En la gratuidad, en el servicio que no espera nada a cambio, en las sonrisas que son ventanas abiertas al cielo, en los abrazos que son los abrazos de Dios. Sí, allí está oculto el Señor, mostrando su amor, su misericordia infinita. Oculto en medio de la vida. Oculto y presente, acogiendo y mirando. El amor no es noticia. El mundo tiene muchas más belleza de la que vemos en los periódicos. Normalmente la belleza tampoco es noticia. Pero debería serlo. La cotidianeidad no es noticia. Lo diario, lo que tantas personas hacen silenciosamente. Lo que siembra cada hombre cuando ama. La semilla de los que permanecen fieles a su camino. La fidelidad no es noticia. Lo es la infidelidad, lo son las caídas. Pero que alguien permanezca firme como un árbol en la vida de los otros no es noticia. Es noticia la enfermedad pero no la forma en la que esta se sufre. No es noticia que alguien viva santamente el dolor, con altura, con dignidad. Es noticia una muerte trágica, un asesinato, un atentado. No es noticia la muerte silenciosa de un enfermo. La muerte entregada en las manos del Padre. Es noticia el odio, la violencia. Pero no es noticia la paz de aquel que siembra esperanza con su vida, que construye puentes, que profundiza los vínculos. Es el reino de Dios oculto que no sale a la luz pública. Me gustaría descubrirlo, romper ese velo del olvido. A veces nos gustaría que estallara como unos fuegos artificiales. Para señalar al Dios oculto en los hombres. Nos gustaría ser más noticia. Pero no es así. Jesús vivió así. Oculto. Su vida durante treinta años no fue noticia. Nazaret era un pueblo olvidado. ¡Quién iba a pensar que en ese pequeño lugar Dios iba a cambiar la historia! Jesús comenzó su vida pública sin querer ser noticia. Pero súbitamente sus gestos fueron noticia. Porque su amor amenazaba con desestabilizar la realidad, la vida de los hombres. Se temía el contagio de ese hombre peligroso que podía cambiar los corazones. Es el mayor temor del hombre. Que alguien pueda cambiar a otros con sus palabras. Que alguien pueda liberar las conciencias y mostrar un camino nuevo. El amor es contagioso. El bien se contagia. Y ese bien puede desestabilizar el orden que todo lo asegura. Jesús fue profeta. Y los profetas siempre han tenido suerte de profeta. Han sido perseguidos por sus palabras y sus gestos. Cuando alguien sigue a Dios hasta el extremo empieza a ser noticia. A veces los cristianos no somos noticia porque nos confundimos en medio de la masa. No somos fermento, no somos vida nueva. Nos adaptamos a los hombres, nos hacemos del mundo y perdemos la originalidad. El fundamento de nuestra vida se diluye, Cristo pierde fuerza en mí. Queremos ser semilla de un reino nuevo. Sí. Hace falta ese reino que cambie el mundo.
Pero para cambiar el mundo que nos rodea, tenemos que cambiar nosotros. Ha concluido nuestro año jubilar en la familia de Schoenstatt. Ha sido un año de gracias. Comienza ahora un nuevo año, un nuevo siglo de historia. Salimos de nuestra comodidad después de mirar con alegría tantos regalos que nos ha deparado este año. Nos maravillamos de lo que María puede hacer con nosotros cuando nos dejamos modelar en sus manos. Como decía una persona: «Ha sido tocar a María y dejar que me toque. Mirarla y que me mire. Volver a ser niña, como cuando era pequeña y no entendía nada pero estaba feliz. He sentido que mi camino, mi historia, mi vida, se detenían ahí, me llevaban a ese valle escondido entre montañas y rodeado de bosques de todos los colores. Allí dos ríos se unían hacia el mar». Allí, en ese valle oculto entre montañas, ese valle perdido de Alemania, hemos tocado a María. En esa pequeña capillita en la que siempre de nuevo la historia vuelve a comenzar. Allí donde un hombre soñó, y unos jóvenes confiaron. Allí donde siempre el corazón joven vuelve a encenderse. Hemos agradecido, nos hemos encendido. No queremos que se apague la llama del corazón. Hace tiempo una persona me comentaba con sorna: «Por fin murió el hombre viejo que llevo dentro. Pero lamentablemente al tercer día resucitó». Nos da miedo olvidarnos de lo vivido y que se extinga nuestro fuego. Dejar que todo lo que ha encendido el alma se apague rápidamente. Al pensar en este fuego pensaba en la función que cumple un apagavelas. El otro día vi uno, tendido, quieto, como un objeto inútil. ¿Para qué sirve un apagavelas? ¿Qué aporta en esta vida? Pensaba en la utilidad inútil de un apagavelas. A veces hay personas que apagan velas, llamas de entusiasmo, fuegos apasionados. Sé de algunos que no soportan la excesiva alegría de los otros, el entusiasmo profundo, la alegría honda. Son como un apagavelas. Pasan por la vida soplando amarguras, críticas, sorna, apagando fuegos. Siempre tienen un pero ante las alabanzas y ante las alegrías un motivo para estar tristes. Ven la botella medio vacía y la fiesta casi perfecta. Siempre algo pudo salir mejor. Tienen el corazón algo amargo, porque han bebido algún líquido nocivo y se han envenenado con la vida. Son aquellos a los que les gustaría ser el novio en la boda, el muerto en el funeral, el niño en el bautizo. Y cuando no son el centro no logran soportar la alegría ajena, el entusiasmo de los otros, el protagonismo de los demás. Tal vez se olvidan de que el único centro es Jesús. Son esos corazones entristecidos por la vida. Apagan velas con fuerza, a veces con un viento casi violento. Acaban con la luz de la vida y el calor del fuego. Lo que han encendido con una mano, lo apagan con la otra. Me entristecen esas personas que no saben mirar la vida y llenarla de luz. Que no saben alegrarse con la vida de los otros, con sus triunfos y éxitos. Me da pena aquellos que apagan los fuegos con su amargura, con sus legalismos, con sus ganas de controlarlo todo. Quieren encauzar la vida. Que salga de ellos o que no salga. Pretenden ponerle un nombre a todo. Se incomodan ante la vida que crece algo salvaje. Temen las pasiones y los fuegos descontrolados. Me recuerdan a los fariseos a los que tanto asustaba ese amor misericordioso y gratuito de Jesús. Ese amor informal y audaz. Esa forma de vivir libremente, salvando, sanando, abriendo horizontes, no cerrando puertas.
Pero para cambiar el mundo que nos rodea, tenemos que cambiar nosotros. Ha concluido nuestro año jubilar en la familia de Schoenstatt. Ha sido un año de gracias. Comienza ahora un nuevo año, un nuevo siglo de historia. Salimos de nuestra comodidad después de mirar con alegría tantos regalos que nos ha deparado este año. Nos maravillamos de lo que María puede hacer con nosotros cuando nos dejamos modelar en sus manos. Como decía una persona: «Ha sido tocar a María y dejar que me toque. Mirarla y que me mire. Volver a ser niña, como cuando era pequeña y no entendía nada pero estaba feliz. He sentido que mi camino, mi historia, mi vida, se detenían ahí, me llevaban a ese valle escondido entre montañas y rodeado de bosques de todos los colores. Allí dos ríos se unían hacia el mar». Allí, en ese valle oculto entre montañas, ese valle perdido de Alemania, hemos tocado a María. En esa pequeña capillita en la que siempre de nuevo la historia vuelve a comenzar. Allí donde un hombre soñó, y unos jóvenes confiaron. Allí donde siempre el corazón joven vuelve a encenderse. Hemos agradecido, nos hemos encendido. No queremos que se apague la llama del corazón. Hace tiempo una persona me comentaba con sorna: «Por fin murió el hombre viejo que llevo dentro. Pero lamentablemente al tercer día resucitó». Nos da miedo olvidarnos de lo vivido y que se extinga nuestro fuego. Dejar que todo lo que ha encendido el alma se apague rápidamente. Al pensar en este fuego pensaba en la función que cumple un apagavelas. El otro día vi uno, tendido, quieto, como un objeto inútil. ¿Para qué sirve un apagavelas? ¿Qué aporta en esta vida? Pensaba en la utilidad inútil de un apagavelas. A veces hay personas que apagan velas, llamas de entusiasmo, fuegos apasionados. Sé de algunos que no soportan la excesiva alegría de los otros, el entusiasmo profundo, la alegría honda. Son como un apagavelas. Pasan por la vida soplando amarguras, críticas, sorna, apagando fuegos. Siempre tienen un pero ante las alabanzas y ante las alegrías un motivo para estar tristes. Ven la botella medio vacía y la fiesta casi perfecta. Siempre algo pudo salir mejor. Tienen el corazón algo amargo, porque han bebido algún líquido nocivo y se han envenenado con la vida. Son aquellos a los que les gustaría ser el novio en la boda, el muerto en el funeral, el niño en el bautizo. Y cuando no son el centro no logran soportar la alegría ajena, el entusiasmo de los otros, el protagonismo de los demás. Tal vez se olvidan de que el único centro es Jesús. Son esos corazones entristecidos por la vida. Apagan velas con fuerza, a veces con un viento casi violento. Acaban con la luz de la vida y el calor del fuego. Lo que han encendido con una mano, lo apagan con la otra. Me entristecen esas personas que no saben mirar la vida y llenarla de luz. Que no saben alegrarse con la vida de los otros, con sus triunfos y éxitos. Me da pena aquellos que apagan los fuegos con su amargura, con sus legalismos, con sus ganas de controlarlo todo. Quieren encauzar la vida. Que salga de ellos o que no salga. Pretenden ponerle un nombre a todo. Se incomodan ante la vida que crece algo salvaje. Temen las pasiones y los fuegos descontrolados. Me recuerdan a los fariseos a los que tanto asustaba ese amor misericordioso y gratuito de Jesús. Ese amor informal y audaz. Esa forma de vivir libremente, salvando, sanando, abriendo horizontes, no cerrando puertas.
Pero es cierto, por otro lado, que el apagavelas cumple otra función muchas veces necesaria. Es también necesario alguien que apague llamas. Entonces tiene una misión positiva. Se cubre de cera líquida en el intento por apagar las luces. Sale trasquilado, herido, cuando sólo intenta calmar los ánimos, como vulgarmente se dice, templar gaitas. Y todo por apagar los fuegos de las envidias, de los odios, de los desprecios, de las críticas mordaces, de los comentarios desafortunados. Tenemos que ser especialistas en templar gaitas, en escuchar conflictos, en apagar tensiones, en calmar vientos y tempestades. Pensaba entonces en la vida de Jesús. Pastor, hermano, padre. El pasó calmando almas, apagando fuegos destructivos, sanando heridas abiertas en lo profundo del alma. Jesús fue un verdadero apagavelas. En la vida nos toca muchas veces apagar velas, fuegos, incendios. ¡Cuántos rencores y envidias podemos calmar con nuestras palabras, con nuestra escucha, con nuestra paciencia! ¡Cuánta paz podemos sembrar con nuestra mirada, con un abrazo, con una sonrisa, con una palabra de esperanza! Así se calma el corazón inquieto de tantos hijos. No hay que apagar, sin embargo, el pabilo vacilante. No hay que inquietarse al ver que la vela arde consumiéndose. En esos casos hay que saber esperar. ¡Qué paciencia hace falta para cuidar la vida! Con el temor de que arda más de lo esperado. Aguantando el miedo a que se consuma toda la cera. Hay que permanecer ahí, cuidando la vida, sin tomar decisiones precipitadas. Sin recurrir al apagavelas inmediatamente. ¡Qué bonita la misión de cuidar la vida! La misión de no expulsar al que no concuerda en todo con nosotros, al que se acerca con paso vacilante hasta Cristo. Con temor y temblor. Con el miedo al rechazo en sus ojos. Queremos calmar los miedos que paralizan el corazón. Sanar las heridas con manos sabias. Pensaba en la misión de padre, de pastor herido, de hermano fiel, de cuidador de vidas que todos tenemos en esta vida. Es bonito apagar y cuidar. Salvar y levantar. El apagavelas parece inútil, pero ahí está, descansando, esperando su momento, digno. La misión de esperar a veces cuesta. Observar y esperar. Ver y callar. Observar y no actuar inmediatamente. La paciencia en el alma. No hay que apagar todas las velas. Hay que apagar los fuegos que destruyen. Todo tiene su riesgo. Hay que saber elegir, distinguir el momento, acertar con la mecha que más preocupa. No cualquiera sabe apagar velas en el momento oportuno, con santa audacia. Hacen falta sensibilidad y delicadeza, para no estropearlo todo cuando se apaga la llama, para no herir en el intento por apaciguar los ánimos. Para no herir sensibilidades, para no matar la vida queriendo apagar sólo algo del fuego. Me conmueve mi apagavelas herido, quieto, cansado por los años. Fiel a su misión. Como una roca.
Cristo nos enseña el camino. Es el pastor herido que cuida ovejas, que cuida de los suyos: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas. Yo mismo las haré sestear. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré». Ezequiel 34, 11-12. Es el pastor que acoge, que es misericordioso y abraza a todas las ovejas, llamándolas por su nombre. Es el pastor humilde y humano. Es el rey que se abaja y se acerca al hombre que necesita su abrazo. Jesús es el buen Pastor. Nos busca, no se detiene. Necesita acogernos, abrazarnos, caminar con nosotros de vuelta a casa. Siempre me impresiona esta imagen. Un Dios pastor. Un Dios padre. Un Dios cercano. No un Dios creador que se desinteresa de su creatura, de nuestra historia, del camino que vamos recorriendo. No, es un Dios padre, un Dios peregrino. Busca nuestros pasos cuando nos desviamos. Pero respeta siempre nuestro paso torpe y lento. No nos impone su ritmo. No presiona. Me encanta esta descripción del profeta Ezequiel. Nos rescata, nos libera cuando nos hacemos cautivos, nos levanta cuando caemos. Le importa nuestra vida. Nuestro rey es un pastor. En los cuentos que leíamos de niños, los personajes del rey y del pastor eran opuestos. El rey vivía en su palacio lejano, era rico y poderoso. Por su parte, el pastor era pobre, no estaba presente en la corte, llevaba una vida sencilla, sin poder alguno. Eran los pastores hombres marginados en su pueblo. Vivían con el rebaño. Hoy se nos dice que nuestro rey, Cristo, no es un rey poderoso. Es un pastor que cuida de los suyos. Está entre nosotros, con nosotros, caminando a nuestro lado. No posee un palacio ni un trono, y se abaja para poder meterse en nuestra vida. Nos llama. Somos suyos. No es un Dios que nos juzga desde lejos. No nos juzga con frialdad. Se acerca a cada uno. Mateo toma esta imagen del pastor antes de hablar del juicio: «Como un pastor separa las ovejas de las cabras». La lectura nos habla de cómo es su reinado. No manda desde lejos. No juzga en la distancia. No espera en su palacio a que le llevemos las cuentas como a veces pensamos. Es un rey pastor. Nos dice, con inmensa ternura, que sale a buscarnos. Él mismo. Me conmueve pensar en un pastor que sigue a sus ovejas. Lo normal es que sean las ovejas las que sigan al pastor. Dios busca a cada una. Sigue a su oveja cuando está en días de oscuridad y nubarrones. ¿No nos da una inmensa paz pensar que Él sale a buscarnos? ¿Qué nos ama tanto que va a salir a nuestro encuentro cuando nos sintamos solos o perdidos? Él mismo viene a mi vida, se acerca, me busca de mil maneras. Su preocupación por nosotros no es porque desee nuestra perfección. Su prioridad es buscarnos, velar por nosotros, vendar las heridas. Curar a las ovejas enfermas. Lo hace en persona. «Cuerpo a cuerpo», nos diría el papa Francisco. Es el Dios misericordioso, el rey que se abaja y me sigue por el camino, que se detiene ante mí, se arrodilla, pierde el tiempo conmigo, para vendarme mis heridas de amor, de mis caídas, de mi pecado y mis fracasos, para sanar mi enfermedad. Así hizo Jesús en su vida. Él mismo caminó a nuestro lado, Él mismo acarició y levantó a los hombres, Él mismo dio de beber y de comer a los hambrientos y sedientos. Él se hizo pasto y pastor. Su reinado fue pobre y humilde. No buscó el poder de los hombres. Su corona fue una corona de espinas. Entró como un rey en Jerusalén montado en un pollino. La vida de Jesús fue ir en persona al encuentro del hombre. Dios mismo nos habló y vivió entre nosotros, nos tocó, se dejó tocar, nos dio hogar.
El rey del evangelio es este pastor que ha dado su vida por los suyos. No tengamos miedo de su juicio. No nos pide la perfección: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. Entonces los justos le contestarán: - Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: - Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». No nos pide ser perfectos. Nos pide vivir como Él vivió, amar como Él lo hizo. Con su estilo. En primera persona. Nos pide que pongamos como Él a los heridos en primer lugar, que dediquemos a los más necesitados lo mejor de nosotros mismos. Él cuidó a los más pobres, a los que sufrían de soledad. Los heridos fueron sus predilectos. Jesús nos dice que seamos misericordiosos como Él lo fue. A veces leemos esta lectura con temor. Pensamos que es el juicio de la medida del pecado para premiar o castigar. Un juicio frío y justo. No es así. Nos dice es que nuestra medida es la del amor. Un amor como el de Jesús. Lo que Dios mira en nosotros es el amor. También nos dice que está escondido en el hombre, oculto en él. Esta afirmación sorprende. A nosotros también nos sucede que queremos amar a Dios y nos olvidamos del que está a nuestro lado. Dios me llama en el otro. Me espera en el otro. Me necesita en el otro. Especialmente en el más necesitado. Él es tan cercano que al tocar a un hombre herido lo tocamos a Él. Damos de beber y calmamos su sed. Vestimos al desnudo y es a Él a quien vestimos. Visitamos al enfermo y está Él allí. ¡Qué sencillo parece! No es tan sencillo. Pero sí es el sentido de la vida. Caminar hacia el cielo cuidándonos los unos a los otros. ¡Qué humano es! Cuando hacemos el bien se lo hacemos a Él.Siempre pienso que al hacer el bien no pensamos tanto que está Cristo ahí. Y lo está. Está oculto en el pobre, en el rechazado. Oculto en el que es despreciado. ¿Por quién hacemos las cosas? Muchas personas que no creen hacen mucho bien. Socorren al desvalido, levantan al caído. Pero no ven a Cristo en el que sufre. Él está allí. Tanto cuando hacemos el bien como cuando omitimos la misericordia o practicamos el mal. Allí está Él. Sufriendo, alegrándose. Él siendo levantado, curado. Olvidado, abandonado. Allí está esperando nuestro amor, nuestra mirada, nuestras manos.
Pero, ¡qué difícil muchas veces tocar el amor de Dios y ver a Dios en el hombre! ¡Qué difícil sentir su presencia! Decía el P. Kentenich: «Yo, pobre creatura; yo, una nada; yo, creatura pecadora, ¿cómo me siento en la presencia del Dios poderoso y puro? Yo me alegro, Oh Dios, porque eres tan puro, tan grande, mientras justamente, por mi miseria, tu grandeza es exaltada»[2]. Es una gracia que pedimos. Experimentar su amor predilecto por mí, por mi miseria. Tan pobre, tan baja. Que nos muestre su misericordia. Es el pastor bueno que nos regala su amor misericordioso. El otro día pensaba que somos hijos de la misericordia. Somos amados por un Dios personal que se detiene ante nuestra indigencia. Nos empeñamos tantas veces en mostrarle a Dios nuestros talentos, lo bien que hacemos las cosas. Pretendemos justificar su amor con nuestras obras. Nos esforzamos por alcanzar las cumbres con nuestro esfuerzo. Pero todos, al final, en mayor o en menor medida, experimentamos la fragilidad. En esos momentos sólo nos queda asirnos al amor misericordioso de Dios. Decía el P. Kentenich: «Cultivemos la nobleza de nuestros sentimientos, cultivemos la gratitud repasando día y noche los dones que Dios nos ha hecho, ‘nadando’ en el mar de sus misericordias. Es muy importante hacerlo, ya que seremos niños en la medida en que nos sepamos amados»[3]. Seremos niños cuando aprendamos a mirar su amor que nos busca. Cuando aprendamos a descubrir su cuidado. Cuando no nos damos cuenta. Cuando caemos y nos levantamos porque su mano nos sostiene. Somos niños cuando experimentamos ese amor inmerecido. La gracia de su amor. En esos momentos podemos confiar de forma definitiva. Porque un amor así nunca se desentiende de mis pasos. El niño nunca duda del amor de su padre. Lo acoge, se alegra y abraza su deseo. Pero a veces nos olvidamos, como decía el P. Kentenich: «A veces no avanzamos en nuestra vida espiritual porque no tenemos el impulso hacia el infinito. Y no lo tenemos porque estamos demasiado llenos de nosotros, esperamos demasiado de nosotros mismos. Dios tiene una debilidad: no puede resistirse a la debilidad conocida y reconocida de sus hijos»[4]. Nos cuesta reconocernos débiles, asumir nuestros errores, besar las heridas. Nos cuesta volver la mirada a Dios y pedir ayuda. En general nos cuesta pedir ayuda. Nos aferramos a nuestro poder. Creemos que podemos hacerlo todo solos. Y no podemos. Vamos por la vida exigiendo el pago por lo que realizamos. Nos sentimos pequeños al caer. Pero luego culpamos a los otros, las circunstancias, a Dios y a la mala suerte. No levantamos la mirada suplicante a Dios.
Pero, ¡qué difícil muchas veces tocar el amor de Dios y ver a Dios en el hombre! ¡Qué difícil sentir su presencia! Decía el P. Kentenich: «Yo, pobre creatura; yo, una nada; yo, creatura pecadora, ¿cómo me siento en la presencia del Dios poderoso y puro? Yo me alegro, Oh Dios, porque eres tan puro, tan grande, mientras justamente, por mi miseria, tu grandeza es exaltada»[2]. Es una gracia que pedimos. Experimentar su amor predilecto por mí, por mi miseria. Tan pobre, tan baja. Que nos muestre su misericordia. Es el pastor bueno que nos regala su amor misericordioso. El otro día pensaba que somos hijos de la misericordia. Somos amados por un Dios personal que se detiene ante nuestra indigencia. Nos empeñamos tantas veces en mostrarle a Dios nuestros talentos, lo bien que hacemos las cosas. Pretendemos justificar su amor con nuestras obras. Nos esforzamos por alcanzar las cumbres con nuestro esfuerzo. Pero todos, al final, en mayor o en menor medida, experimentamos la fragilidad. En esos momentos sólo nos queda asirnos al amor misericordioso de Dios. Decía el P. Kentenich: «Cultivemos la nobleza de nuestros sentimientos, cultivemos la gratitud repasando día y noche los dones que Dios nos ha hecho, ‘nadando’ en el mar de sus misericordias. Es muy importante hacerlo, ya que seremos niños en la medida en que nos sepamos amados»[3]. Seremos niños cuando aprendamos a mirar su amor que nos busca. Cuando aprendamos a descubrir su cuidado. Cuando no nos damos cuenta. Cuando caemos y nos levantamos porque su mano nos sostiene. Somos niños cuando experimentamos ese amor inmerecido. La gracia de su amor. En esos momentos podemos confiar de forma definitiva. Porque un amor así nunca se desentiende de mis pasos. El niño nunca duda del amor de su padre. Lo acoge, se alegra y abraza su deseo. Pero a veces nos olvidamos, como decía el P. Kentenich: «A veces no avanzamos en nuestra vida espiritual porque no tenemos el impulso hacia el infinito. Y no lo tenemos porque estamos demasiado llenos de nosotros, esperamos demasiado de nosotros mismos. Dios tiene una debilidad: no puede resistirse a la debilidad conocida y reconocida de sus hijos»[4]. Nos cuesta reconocernos débiles, asumir nuestros errores, besar las heridas. Nos cuesta volver la mirada a Dios y pedir ayuda. En general nos cuesta pedir ayuda. Nos aferramos a nuestro poder. Creemos que podemos hacerlo todo solos. Y no podemos. Vamos por la vida exigiendo el pago por lo que realizamos. Nos sentimos pequeños al caer. Pero luego culpamos a los otros, las circunstancias, a Dios y a la mala suerte. No levantamos la mirada suplicante a Dios.
Nosotros no somos muchas veces signos de la misericordia de Dios porque no hemos palpado la misericordia de Dios y de los hombres en nuestra vida. Pensamos que lo que tenemos es merecido, fruto de nuestro esfuerzo y capacidad. No miramos nuestra vida con humildad. Entonces es difícil mirar con misericordia. Y además, cuando recibimos un regalo, un don, pensamos que no lo merecemos. Y es verdad, los regalos son gracia, no los merecemos nunca. La verdad es que no encarnamos esa imagen del buen pastor que tanto valoramos. Una persona rezaba: «Esa incapacidad que tengo de misericordia, de ver que me es imposible mirar con tu mirada, porque soy pequeña, no lo sé. Quiero comprender, quiero querer, quiero no herir, quiero olvidar y entregar y no puedo ser lo que anhelo». Es este el dolor que brota cuando no somos capaces de amar con un amor misericordioso. Nos duele juzgar y no amar. Nos duele condenar y alejar a los que sufren. No miramos con misericordia. No tenemos el amor de Dios en nuestros gestos. Ese amor que se abaja y levanta al que ha caído, que cree de nuevo en el que nos ofende, que vuelve a confiar en aquel que nos ha fallado. Esa misericordia es una gracia de Dios que suplicamos. Queremos ser imagen del buen pastor. Queremos vivir anclados en su corazón de padre. Pero nos falta humildad. La humildad de aquel que ha vivido el fracaso, no ha llegado a la cima y se ha sabido amado profundamente por Dios en sus caídas. La mirada de aquel que no está orgulloso de sus hazañas. Que no ha realizado una gran gesta, que no ha levantado los brazos en señal de victoria. Pero vive feliz porque ve en su vida más la mano de Dios que la propia. No se vanagloria de sus éxitos sino que los mira sorprendido. Es la actitud de aquel que ha ido y ha vuelto, que ha besado el triunfo y ha vuelto a empezar. Sin creerse importante, sin pensar que todo es fruto de su entrega generosa. Mirar con misericordia es lo propio de los hijos de la misericordia. Aquellos que han palpado a Dios caminando a su lado, sanando las heridas.
Nuestra misión es la realización del reino de Cristo aquí en la tierra. Él reina. Está llamado a reinar en todos, en toda la tierra. Y su reinado es un reinado pobre y humilde. Un reino de servicio, de paz, de justicia, de libertad. Siempre me gusta en esta fiesta pensar en la forma de reinar que tiene Dios. El poder lo buscamos desde que somos niños. Queremos tener poder. Queremos tener dominio sobre la vida. Nos gusta mandar y que nos sirvan. Pero el poder de Cristo es anonadamiento. Es humillación, abajamiento. Es pobreza y humildad. Es sencillez y silencio. No hay gritos, no hay violencia donde Él reina. Decía el P. Kentenich: «Debemos creer en el Reino de Dios, en su realización en el cielo. Sin embargo, ¿no tenemos también la tarea de ayudar en la edificación, en la constitución del Reino de Dios, de la Ciudad ideal, ya aquí en la tierra, con la ayuda de todas nuestras fuerzas, incluso en estos tiempos difíciles que atravesamos?»[5]. El reino de Dios se construye sobre varios pilares: la verdad, la justicia, la paz, el amor. Pero todos ellos conducen a una experiencia común con la que comienza todo, la experiencia del niño que confía, que se abandona, porque se sabe amado por el pastor. En este mundo reina la soberbia, la apariencia, la mentira, el odio, la violencia. Es un reino en el que el poder lo tiene el que más posee, el que más triunfa. Un reino en el que el éxito es lo único que merece la pena. Un mundo en el que uno puede vender incluso el alma con tal de tener lo que desea. ¿Qué deseamos? En este mundo el deseo es el que gobierna. Lo que yo deseo manda. Si no lo obtengo de forma inmediata experimento la frustración. Y el hombre de hoy tiene muy poca tolerancia a la frustración. Está acostumbrado a tener lo que desea, a alcanzar la meta programada, a realizar lo que sueña. Se olvida de lo importante: «El éxito de la vida no está en vencer siempre, sino en no darse por vencido nunca». Porque los éxitos son pasajeros. Y los fracasos también lo son. Todo pasa, la vida sigue. Nos cuesta vivir con temor a perder: «Me da miedo perder lo que tengo. Pánico a esa soledad en la que duele el viento, en la que la calma se convierte en inquietud. Quiero abrazarte, Señor, para no sentir el miedo». El miedo a perder, a no lograr, a no estar a la altura. El reino de Dios no se construye sobre los valores de la fuerza, del éxito, del orgullo. El reino de Dios no parece de este mundo pero está en él. Está oculto dentro de cada hombre que es capaz de amar con toda el alma. Está presente en las vidas entregadas en silencio. No hace ruido el reino de Dios. Es ese bien oculto y silencioso. Ese bien misterioso que casi no comprendemos. Se levanta sobre la confianza en Dios, sobre la humildad, sobre la verdad y sobre la misericordia.
Nuestra misión es la realización del reino de Cristo aquí en la tierra. Él reina. Está llamado a reinar en todos, en toda la tierra. Y su reinado es un reinado pobre y humilde. Un reino de servicio, de paz, de justicia, de libertad. Siempre me gusta en esta fiesta pensar en la forma de reinar que tiene Dios. El poder lo buscamos desde que somos niños. Queremos tener poder. Queremos tener dominio sobre la vida. Nos gusta mandar y que nos sirvan. Pero el poder de Cristo es anonadamiento. Es humillación, abajamiento. Es pobreza y humildad. Es sencillez y silencio. No hay gritos, no hay violencia donde Él reina. Decía el P. Kentenich: «Debemos creer en el Reino de Dios, en su realización en el cielo. Sin embargo, ¿no tenemos también la tarea de ayudar en la edificación, en la constitución del Reino de Dios, de la Ciudad ideal, ya aquí en la tierra, con la ayuda de todas nuestras fuerzas, incluso en estos tiempos difíciles que atravesamos?»[5]. El reino de Dios se construye sobre varios pilares: la verdad, la justicia, la paz, el amor. Pero todos ellos conducen a una experiencia común con la que comienza todo, la experiencia del niño que confía, que se abandona, porque se sabe amado por el pastor. En este mundo reina la soberbia, la apariencia, la mentira, el odio, la violencia. Es un reino en el que el poder lo tiene el que más posee, el que más triunfa. Un reino en el que el éxito es lo único que merece la pena. Un mundo en el que uno puede vender incluso el alma con tal de tener lo que desea. ¿Qué deseamos? En este mundo el deseo es el que gobierna. Lo que yo deseo manda. Si no lo obtengo de forma inmediata experimento la frustración. Y el hombre de hoy tiene muy poca tolerancia a la frustración. Está acostumbrado a tener lo que desea, a alcanzar la meta programada, a realizar lo que sueña. Se olvida de lo importante: «El éxito de la vida no está en vencer siempre, sino en no darse por vencido nunca». Porque los éxitos son pasajeros. Y los fracasos también lo son. Todo pasa, la vida sigue. Nos cuesta vivir con temor a perder: «Me da miedo perder lo que tengo. Pánico a esa soledad en la que duele el viento, en la que la calma se convierte en inquietud. Quiero abrazarte, Señor, para no sentir el miedo». El miedo a perder, a no lograr, a no estar a la altura. El reino de Dios no se construye sobre los valores de la fuerza, del éxito, del orgullo. El reino de Dios no parece de este mundo pero está en él. Está oculto dentro de cada hombre que es capaz de amar con toda el alma. Está presente en las vidas entregadas en silencio. No hace ruido el reino de Dios. Es ese bien oculto y silencioso. Ese bien misterioso que casi no comprendemos. Se levanta sobre la confianza en Dios, sobre la humildad, sobre la verdad y sobre la misericordia.
[1] J. Kentenich, Terciado 1952
[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría
[5] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría