En la mañana de un día de enero de 1938, el sargento Segarra Martorell, de la Guardia Nacional Republicana –la Guardia Civil fue así bautizada por el gobierno del Frente Popular-, está a punto de descubrir que ha caído en una trampa mortal. Sentado en la antesala del despacho de un coronel, en el edificio del Gobierno Militar de Barcelona, observa a los dos individuos que le acompañan. Se levanta de la silla.
-¿Dónde va usted?
-Al cuarto de baño –responde el sargento Segarra.
-Le acompañamos.
Las trampas mortales se descubren con esta facilidad. Llamado por el coronel “para una cuestión rutinaria”, el sargento no sospechó peligro alguno. Lo tenía, en principio, todo controlado. Acudió a la cita y pasó los controles del edificio sin problemas. Solo cuando en la antesala vio aparecer a aquellos dos individuos tuvo la certeza de que había cometido un error. Cuando quiso arreglarlo, con la excusa del cuarto de baño, ya era demasiado tarde.
A partir de aquel momento, y hasta finales del año 1940, la vida del sargento fue un calvario terrible. Torturas, chekas, paseos, fusilamientos simulados; más torturas, traslados; fuga de la cárcel de la Seo de Urgel y pase a la llamada “zona nacional”. Internado en un campo de concentración, en León, por venir de “zona roja”, fue condenado a muerte. Estaba en capilla cuando un telegrama de Madrid facilitó a las autoridades del campo la confirmación de la identidad real de aquel guardia civil. Absuelto, regresó a Barcelona para cumplir otras misiones: mandar pelotones de fusilamiento en el castillo de Montjuic y proteger trenes cargados de judíos que huían de los nazis y que hacían la ruta Port Bou-Gibraltar. Pero esta es otra historia.
Volvamos al principio. El sargento Segarra Martorell estaba destinado en el puesto de la Guardia Civil de Collblanc, en Barcelona, desde el año 1930. Antes, y después, con mayor o menor intensidad, colaboraba con la “brigadilla”, el servicio de información del Cuerpo. Era un tipo duro y experimentado. El día 18 de julio de 1936, sumado al alzamiento militar, y habiendo organizado la toma de la emisora del Tibidabo, espera en vano a los carlistas que deben acompañarle. Pasadas tres horas, regresa al puesto. No levanta sospechas porque simula que está enfermo. Conoce a los anarquistas que dominan la calle y que le franquean el paso con tranquilidad. Semanas después entra en contacto con la “quinta columna” y la Falange clandestina, a la que se ha unido alguno de sus amigos anarquistas. Sería largo de explicar, pero recibe la misión de espiar para “los nacionales”. No se fía de nadie: ni de la “quinta columna”, ni de los falangistas, ni –obviamente- de los carlistas. Tampoco se fía de sus compañeros en el puesto, claramente alineados con el gobierno republicano, tras la actuación del coronel Escobar. Establece una red de chivatos en cada uno de esos grupos que le informan de cualquier movimiento sospechoso. Espía él mismo a los chivatos. Lo tiene, pues, todo controlado, como se ha dicho. Sin embargo, no podía sospechar que agentes comunistas se habían infiltrado con mucha discreción en la Guardia Civil. Sabía que adquirían cada vez mayor protagonismo en el Ejército, que habían barrido a sus amigos anarquistas de las calles de Barcelona. Y no contaba con que los agentes comunistas del S.I.M le harían llegar información relevante para él y sus objetivos, aún a costa de sacrificar a su propia gente en ocasiones, para convencerse de que el misterioso espía al que delataban los torturados de la “quinta columna” era realmente aquel sargento de la Guardia Nacional Republicana.
Como dijo en una ocasión el coronel de boinas verdes Claude Haribey Estampa, adscrito también a servicios especiales de la C.I.A., “siempre hay un hijo de puta que sabe más que nosotros”.
Lo del “pequeño Nicolás” se parece a esta historia. Que no es otra que la de todas las traiciones políticas. Judas se dio cuenta al final y lamentó haber nacido.