“Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer...”. (Mt 25, 32-33)
En el pobre está nuestro Señor y Rey. De esta manera habría interpretado probablemente San Francisco de Asís el texto evangélico en el que Jesús habla del servicio hecho a los que sufren como realizado a Él mismo, y que la Iglesia ha querido escoger para la solemnidad de Cristo Rey.
Cristo era, para San Francisco, su rey. Por Él renunció a las glorias humanas que esperaba encontrar en las guerras cuando comprendió que las batallas que debía librar a favor de su Señor eran las de la lucha contra la pobreza, contra el sufrimiento, contra la soledad, contra la ingratitud. El ejemplo de San Francisco, como el de todos los santos, nos pone ante una doble realidad: la necesidad de proclamar claramente que sólo Cristo es nuestro Señor, el único que tiene derecho a ocupar el primer lugar en nuestra vida; que debemos acudir rápidamente a servir al Rey allí donde Él más nos necesita, donde desea ser servido: en los pobres. Cristo es lo primero en nuestra vida y, por Él, lo son los pobres, pues allí donde hay dolor, allí nos está esperando nuestro Dios necesitado de nuestra ayuda.
Pero también la lectura de este domingo nos dice algo más, en línea con lo que nos han enseñado las lecturas de los domingos anteriores: Dios nos va a juzgar y lo va a hacer teniendo en cuenta no sólo el mal que hemos hecho sino también el bien que hemos dejado de hacer. En el ejemplo que pone el Evangelio, los castigados no lo son por haber hecho el mal -no son acusados de robar-, sino por no haber hecho el bien, por no haber dado la limosna que podían dar.
En el pobre está nuestro Señor y Rey. De esta manera habría interpretado probablemente San Francisco de Asís el texto evangélico en el que Jesús habla del servicio hecho a los que sufren como realizado a Él mismo, y que la Iglesia ha querido escoger para la solemnidad de Cristo Rey.
Cristo era, para San Francisco, su rey. Por Él renunció a las glorias humanas que esperaba encontrar en las guerras cuando comprendió que las batallas que debía librar a favor de su Señor eran las de la lucha contra la pobreza, contra el sufrimiento, contra la soledad, contra la ingratitud. El ejemplo de San Francisco, como el de todos los santos, nos pone ante una doble realidad: la necesidad de proclamar claramente que sólo Cristo es nuestro Señor, el único que tiene derecho a ocupar el primer lugar en nuestra vida; que debemos acudir rápidamente a servir al Rey allí donde Él más nos necesita, donde desea ser servido: en los pobres. Cristo es lo primero en nuestra vida y, por Él, lo son los pobres, pues allí donde hay dolor, allí nos está esperando nuestro Dios necesitado de nuestra ayuda.
Pero también la lectura de este domingo nos dice algo más, en línea con lo que nos han enseñado las lecturas de los domingos anteriores: Dios nos va a juzgar y lo va a hacer teniendo en cuenta no sólo el mal que hemos hecho sino también el bien que hemos dejado de hacer. En el ejemplo que pone el Evangelio, los castigados no lo son por haber hecho el mal -no son acusados de robar-, sino por no haber hecho el bien, por no haber dado la limosna que podían dar.