En 1925, como coronación del Año Santo en que se conmemoraba el XVI centenario del Concilio de Nicea (325) –que declaró que el Hijo es "consubstancial" al Padre y que "su reino no tendrá fin", verdades ambas que pasarían a formar parte desde entonces del símbolo de la fe o Credo– el papa Pío XI introdujo en la liturgia católica una nueva fiesta: la de Cristo Rey.

La encíclica Quas primas del papa Pío XI



En la encíclica Quas primas Pío XI explicaba el sentido de esta nueva fiesta. Pensemos en los acontecimientos mundiales que ya se habían producido o que se estaban preparando en 1925:


"Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo (...) los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad".

Como respuesta a estos hechos Pío XI quiso proponer de nuevo con esta fiesta el reinado de Cristo en la historia de los hombres y en las almas:
 
"Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador".

Tras recordar los fundamentos bíblicos de la realeza de Jesucristo, el papa señalaba que la liturgia entera de la Iglesia es una "perpetua alabanza a Cristo Rey".

Por unir en él –de manera hipostática– lo divino y lo humano, Cristo tiene soberanía real sobre todo ser humano, pero además:
 
"¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo".


 
Cristo, Rey del Universo

Pío XI estableció que la nueva fiesta se celebrase el último domingo de octubre, de modo que precediera a la Solemnidad de Todos los Santos. Pero en 1970, tras el Concilio Vaticano II, la fiesta fue trasladada al último domingo del año litúrgico, subrayándose de este modo su dimensión cósmica y escatológica. La fiesta se llamaría desde entonces, de Cristo Rey del Universo.

Ahora bien, Jesús rechazó ser coronado como rey, por cuanto este deseo del pueblo tenía un sentido claramente político. Sin embargo, en su diálogo con Pilatos, Jesús reconoce: "Sí, como dices soy rey" (Jn 18,37). Aunque poco antes había declarado: "Mi reino no es de este mundo" (Jn 18,36).

Benedicto XVI se preguntaba en uno de sus comentarios a la liturgia de este domingo:

"Pero, ¿en qué consiste el ´poder´ de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino ´para dar testimonio de la verdad´ (Jn 18,37) –como declaró ante Pilato–: quien acoge su testimonio se pone bajo su ´bandera´, según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por lo tanto, es necesario –esto sí– que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio".

Cristo, coronado de espinas, reina desde la Cruz



El trono de Cristo Rey es la Cruz. Él reina desde la Cruz. Como dice Benedicto XVI: "Será precisamente en la cruz donde Jesús esté a la altura de Dios, que es Amor. Allí se le puede conocer".

Entre oriente y occidente: esperanza y responsabilidad

En el comentario antes citado, Benedicto XVI alude a la representación de Cristo en los templos cristianos:

"Queridos amigos, el camino del amor, que el Señor nos revela y nos invita a recorrer, se puede contemplar incluso en el arte cristiano. De hecho, antiguamente, ´en la configuración de los edificios sagrados [...] se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que regresa como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba el Juicio final, como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida" (Spe Salvi, 41): esperanza en el amor infinito de Dios y compromiso para ordenar nuestra vida según el amor de Dios".

En efecto, basta recordar un par de imágenes para entender la reflexión de Benedicto XVI. Pensemos en el célebre Pantocrátor de Tahull, situado en el ábside del templo.

Pantocrátor, Cristo en majestad, del ábside de Tahull, joya de la pintura románica.

De Oriente vino Jesús y desde allí ha de volver. Este es el sentido de la "orientación" de los templos cristianos. Rezar mirando a Oriente es mantener viva la esperanza en la segunda venida de Cristo.

Pero junto a esta esperanza, el arte cristiano ha colocado en el lado occidental de los templos, tanto en el interior como en el exterior, el Juicio Final, la imagen de la responsabilidad de nuestra vida, que habrá de dar cuenta a Dios: "... porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, estuve desnudo y no me vestisteis..."

Pensemos en el espléndido fresco del Monasterio de Voronet, en Moldavia:

 

O en el impresionante pórtico de la Catedral de Nôtre-Dame de París:




O en el espléndido mosaico del Juicio Final de Torcello, en Italia:




Son sólo unos pocos ejemplos, pero muy significativos, de la inestimable ayuda que el arte cristiano ha prestado y puede prestar a la fe.
 

María, Reina del Cielo a la derecha de Cristo Rey

 

Concluyo con una última imagen. Escuchemos de nuevo a Benedicto XVI:

 

"Cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre. Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María, que está sentada, como Reina, a la derecha de Cristo Rey, que nos ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar testimonio de él con toda nuestra existencia. Amén".

 


Mosaico del s.XII en Santa María del Trastevere, en Roma, Cristo y María reinan en el trono.


Juan Miguel Prim
elrostrodelresucitado@gmail.com