El aficionado español que contiene la respiración cada vez que un balón bombeado llega a la portería de Casillas demuestra que el hombre tiende a la duda. Por eso no me preocupa que la izquierda apueste por la supresión de la educación concertada. Y no me preocupa porque aunque lograra su objetivo, no lograría su propósito. Es posible que en un sistema educativo exclusivamente público el niño de primaria asuma como principio inmutable que la libertad nos hace iguales, pero en cuanto curse segundo de la ESO pondrá en cuestión el dogma porque descubrirá que la libertad es el derecho del río a seguir su curso y del remanso a no hacerlo.
El adoctrinamiento siempre ha sido una pérdida de tiempo, lo que explica que a día de hoy apenas haya franquistas entre los que estudiaron el compendio de la formación del espíritu nacional en la enciclopedia Álvarez, cuyos dibujos de niños impolutos casaban mal con las cazcarrias que en aquella época portaba el grueso del alumnado. Y no me refiero al gordo de la clase. Esa era la realidad. La de ahora implica que aunque profesorado progresista imponga el laicismo como materia transversal en infantil no podrá evitar que el niño se persigne, porque el niño no apuntala su cosmovisión en la ideología, sino en la confianza.
O sea, en la fe. De ahí el éxito de los colegios concertados católicos, donde se hace pedagogía de Dios en lugar de proselitismo, es decir, se enseña a los escolares a mirar al cielo con buenos ojos para que valoren la importancia de un día despejado, no para atacar a los que prefieren las precipitaciones débiles o localmente moderadas.